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Dennis repitió su sonrisa juvenil, pero sus palabras tenían una inflexión escalofriante.

– Robinson ni siquiera sabrá que ocurrió, pero tu sí -dijo a Jeannie-. Cuando salgas de aquí, sentirás el aire sobre tu culito desnudo.

Jeannie se tranquilizó. Aquello era pura fanfarronada. Ella era inteligente y dura: a Dennis no le resultaría nada fácil atacarla, incluso aunque se encontrara sola. Con un alto y robusto guardia de prisiones cerca, provisto de porra y arma de fuego, estaba perfectamente a salvo.

– ¿Te encuentras bien? -le murmuró a Lisa.

Lisa estaba blanca como el papel, pero sus labios apretados trazaban una línea de determinación.

– Me encuentro estupendamente -dijo, torva la voz.

Al igual que sus padres, Dennis había rellenado previamente varios impresos. Lisa empezó ahora con unos cuestionarios más complicados, que no podían cumplimentarse marcando simplemente con una cruz las casillas. Durante la operación, Jeannie pasaba revista a los resultados y comparaba a Dennis con Steve. Las semejanzas eran asombrosas: perfil psicológico, intereses, aficiones y pasatiempos, gustos, habilidades físicas… todo era idéntico. Dennis tenía incluso el mismo cociente intelectual, sorprendentemente alto, del que estaba dotado Steve.

Que despilfarro, pensó Jeannie. Este joven podría llegar a ser un científico, un cirujano, un ingeniero, un diseñador de programas informáticos. Y en cambio está aquí, vegetando.

La gran diferencia entre Dennis y Steve estribaba en su mundología. Steve era un hombre maduro, cuya capacidad para alternar con la gente superaba el nivel medio, sabía comportarse cuando le presentaban a alguien desconocido, estaba preparado para aceptar a la autoridad legítima, se sentía a gusto entre amigos, le encantaba formar parte de un equipo. Dennis tenía las aptitudes interpersonales de un chiquillo de tres años. Se apoderaba de lo que quería, le costaba trabajo compartir algo con los demás, temía a los desconocidos y cuando no lograba salirse con la suya perdía los estribos y se tornaba violento.

Jeannie se acordaba de cuando tenía tres años. Era su recuerdo más antiguo. Se veía a sí misma asomándose por el borde de la cuna en la que dormía su hermana recién nacida. Patty llevaba un pijamita rosa con flores de color azul claro bordadas en el cuello. Jeannie aún tenía presente la inquina que le había embargado mientras miraba aquel rostro diminuto. Patty le había robado a mamá y a papá. Jeannie deseó con toda el alma matar a aquella intrusa que le arrebató gran parte del cariño y de las atenciones reservadas hasta entonces en exclusiva para Jeannie. Tía Rosa le había dicho: «Quieres mucho a tu hermanita, ¿verdad?», y Jeannie replicó: «La odio, me gustaría que se muriese» Tía Rosa la había abofeteado y Jeannie se sintió doblemente maltratada.

Jeannie creció, lo mismo que lo hizo Steve, pero Dennis no había madurado. ¿Por qué era Steve distinto a Dennis? ¿Le salvó su educación? ¿O la diferencia era sólo aparente? La sociabilidad de Steve, sus aptitudes para alternar con el prójimo ¿no eran más que una máscara que ocultaba al psicópata que había debajo?

Mientras observaba y escuchaba, Jeannie percibió otra diferencia. A ella, Dennis le asustaba. No podía poner el dedo sobre la causa precisa, pero alrededor de Dennis flotaba un aire de amenaza. La doctora tuvo la sensación de que Dennis era capaz de hacer cualquier cosa que se le antojase, sin tener en cuenta para nada las consecuencias de su acto. En ningún momento le transmitió Steve esa sensación.

Jeannie fotografió a Dennis y le tomó primeros planos de ambas orejas. En los gemelos idénticos estas tienen normalmente altura similar, sobre todo en la unión del lóbulo.

Cuando la sesión fotográfica estaba a punto de concluir, Lisa tomó una muestra de la sangre de Dennis, algo para lo que la habían formado. Jeannie apenas podía esperar a ver la confrontación del ADN. Estaba segura de que Steve y Dennis tenían los mismos genes. Lo que demostraría sin el menor género de duda que eran gemelos univitelinos.

Con gestos rutinarios, Lisa selló el frasco y firmó la etiqueta; luego salió para poner la muestra en el frigorífico portátil que llevaban en el maletero del automóvil. Dejó a Jeannie que terminara sola la entrevista.

Mientras completaba la última serie de preguntas del cuestionario, Jeannie deseó poder tener a Steve y Dennis juntos en el laboratorio durante una semana. Pero eso no iba a ser posible en el caso de muchas de sus parejas de gemelos. En su estudio de delincuentes se encontraría frecuentemente con el problema de que algunos de sus sujetos estaban en la cárcel. Las pruebas más complejas, que necesitaban instrumentos de laboratorio, no se le podrían hacer a Dennis hasta que estuviera fuera de la prisión, si es que salía alguna vez. Jeannie tendría que resignarse. Necesitaría una enorme cantidad de datos adicionales con los que trabajar.

Terminó el último cuestionario.

– Gracias por su paciencia, señor Pinker -dijo.

– Aún no me has dado tus bragas -repuso el presidiario fríamente.

– Vamos, Pinker -dijo Robinson-, has sido bueno toda la tarde, no lo estropees ahora.

Dennis lanzó al guardia una mirada de absoluto desprecio. Luego se dirigió a Jeannie:

– Robinson tiene un pánico cerval a las ratas, ¿no lo sabías, dama psicóloga?

Una súbita angustia se apoderó de Jeannie. Allí había algo que se le escapaba. Procedió a ordenar apresuradamente sus papeles.

Robinson parecía incómodo.

– Odio las ratas, es verdad, pero no me asustan.

– ¿Ni siquiera esa tan enorme de color gris que hay en el rincón? -señaló Dennis.

Robinson giró en redondo. No había ninguna rata en el rincón, pero en cuanto Robinson les dio la espalda, Dennis se llevó la mano al bolsillo y sacó un apretado envoltorio. Actuó con tal rapidez que Jeannie ni siquiera sospechó lo que estaba haciendo hasta que fue demasiado tarde. Dennis desplegó un manchado pañuelo de color azul en cuyo interior apareció una gorda rata gris de larga cola rosada. Jeannie se estremeció. No era aprensiva, pero había algo profundamente horripilante en la contemplación de aquella rata amorosamente acogida en el hueco de las manos que habían estrangulado a una mujer.

Antes de que Robinson hubiese vuelto de nuevo la cabeza, Dennis ya había soltado la rata.

El roedor corrió a través del cuarto.

– ¡Allí, Robinson, allí! -gritó Dennis.

Robinson se revolvió, avistó a la rata y palideció.

– ¡Mierda! -rezongó, al tiempo que tiraba de la porra.

La rata corrió a lo largo del zócalo, buscando un lugar donde esconderse. Robinson la persiguió, tratando de golpearla con la porra. Ocasionó una serie de señales negras en la pared, pero no alcanzó a la rata.

Un timbre de alarma se disparó en el cerebro de Jeannie mientras observaba a Robinson. Allí había algo que no encajaba, algo que no tenía sentido. Se trataba de una broma. Pero Dennis no tenía nada de bromista, era un pervertido sexual y un asesino. Lo que acababa de hacer no era propio de su personalidad. A menos, comprendió con un temblor de pánico, que se tratara de una maniobra de diversión y Dennis tuviese otro objetivo…

Jeannie notó que algo le tocaba el pelo. Dio media vuelta en la silla y su corazón pareció interrumpir los latidos.

Dennis se había movido y estaba allí de pie, muy cerca de ella. Mantenía ante los ojos de Jeannie lo que parecía un cuchillo de fabricación casera: una cuchara de hojalata cuya pala se había aplanado y afilado hasta terminar en punta.

Jeannie quiso gritar, pero la voz se le estranguló en la garganta. Un segundo antes creía estar completamente a salvo; ahora, un asesino la amenazaba con un cuchillo. ¿Cómo pudo ocurrir aquello con tal rapidez? La sangre parecía haber desaparecido de su cerebro y a duras penas podía pensar.

Dennis la cogió del pelo con la mano izquierda y agitó la punta del cuchillo tan cerca de sus ojos que no pudo enfocar la vista sobre el arma. El recluso se inclinó para hablarle al oído. Dennis olía a sudor y su aliento se proyectó cálido contra la mejilla de Jeannie.

La voz era baja hasta el punto de que la doctora casi no podía oírla por encima del ruido que producía Robinson.

– Haz lo que te digo si no quieres que te rebane el globo de los ojos.

Jeannie se disolvió en terror.

– ¡Oh, Dios, no, que no me quede ciega! -suplicó.

Oír su propia voz en aquel extraño tono de rendición humillante la hizo recobrar en cierta medida los sentidos. Trató desesperadamente de concentrarlos y pensar. Robinson seguía persiguiendo a la rata: estaba ajeno por completo a lo que tramaba Dennis. Se encontraban en el corazón de una cárcel estatal y ella disponía de un guardia armado; sin embargo, estaba a merced de Dennis. ¡Qué convencida estaba, equivocadamente, unas horas antes, de que podría hacérselas pasar muy negras si la atacaba! Empezó a temblar de miedo.

Dennis le dio un doloroso tirón del pelo, hacia arriba, obligándola a ponerse en pie.

– ¡Por favor! -articuló Jeannie. Antes de acabar la frase ya estaba odiándose a si misma por implorar de aquella forma tan denigrante, pero se sentía demasiado aterrada para interrumpir su súplica-. Haré cualquier cosa!

Notó en su oreja el roce de los labios de Dennis.

– ¡Quítate las bragas! -le susurró.

Jeannie se quedó helada. Estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera, por vergonzoso que fuese, con tal de escapar. No sabía cómo reaccionar. Trató de localizar a Robinson. El guardia estaba fuera de su campo visual, detrás de ella, pero Jeannie no se atrevió a volver la cabeza porque tenía la punta del cuchillo casi pegada al ojo.

Sin embargo, le oía maldecir a la rata y descargar golpes con la porra, por lo que resultaba evidente que aún no se había percatado de lo que estaba haciendo Dennis.