– No tengo mucho tiempo -murmuró Dennis con voz que parecía un soplo de viento gélido-. Si no haces lo que quiero, jamás volverás a ver brillar el sol.
Le creyó. Acababa de concluir el examen psicológico de tres horas al que le había sometido y estaba perfectamente enterada de la clase de individuo que era. Carecía de conciencia, era incapaz de sentir culpabilidad o remordimiento. Si ella no cumplía los deseos de Dennis, este la mutilaría sin vacilar.
Pero ¿qué iba a hacer Dennis después de que ella se quitara las bragas?, pensó desesperadamente. ¿Se daría por satisfecho y apartaría de su cara la hoja del cuchillo? ¿La rajaría de todas formas? ¿O querría algo más?
¿Por qué no podía Robinson matar de una vez a aquella maldita rata?
– ¿Rápido! -siseó Dennis.
¿Qué podía ser peor que la ceguera?
– Está bien -gimió Jeannie.
Se agachó torpemente, con Dennis aún agarrándola del pelo y apuntándola con el cuchillo. A tientas, se levantó las faldas de su vestido de hilo y se bajó las minúsculas braguitas blancas de algodón. Se sentía llena de vergüenza, aunque la razón le decía que aquello no era culpa suya. Volvió a bajarse las faldas del vestido apresuradamente y cubrió su desnudez. Luego levantó los pies alternativamente para desprenderse de las bragas y, de una patada, las envió a través del piso de baldosas grises de plástico.
Se sintió espantosamente vulnerable.
Dennis la soltó, recogió las bragas, las oprimió contra su rostro y respiró a través de ellas con los ojos cerrados en éxtasis.
Jeannie le contempló, horrorizada ante aquella intimidad forzosa. Incluso, aunque Dennis ni siquiera la tocaba, se estremeció asqueada.
¿Qué pensaba hacer Dennis a continuación?
La porra de Robinson produjo un repugnante chasquido de aplastamiento. Jeannie volvió la cabeza y vio que por fin había alcanzado a la rata. El palo había golpeado la mitad posterior del rollizo cuerpo y las baldosas grises presentaban una mancha roja. El roedor ya no corría pero aún estaba vivo, con los ojos abiertos y la parte delantera moviéndose al ritmo de la respiración. Robinson descargó otro golpe, destrozándole la cabeza. La rata dejó de moverse y una especie de légamo grisáceo rezumó del destrozado cráneo.
La mirada de Jeannie fue de nuevo a Dennis. Vio, sorprendida, que estaba sentado a la mesa, como había estado toda la tarde, como si en ningún momento se hubiera movido. Su rostro era la pura imagen de la inocencia. El cuchillo y las bragas habían desaparecido.
Robinson jadeaba a causa del esfuerzo. Dirigió a Dennis una mirada recelosa y dijo:
– No habrás traído tu aquí ese bicho, ¿verdad, Pinker?
– No, señor -respondió Dennis con engañosa sinceridad.
– Desde luego -continuó Robinson-, si pensara que semejante faena es cosa tuya te haría… -El guardia lanzó a Jeannie una mirada de soslayo y decidió abstenerse de precisar lo que le iba a hacer a Dennis-. Creo que sabes muy bien que me encargaría de que te arrepintieras bien arrepentido de haberlo hecho.
– Sí, señor.
Jeannie comprendió que estaba a salvo. Pero la indignación sucedió inmediatamente al alivio. Miró fijamente a Dennis, ultrajada. ¿Iba a fingir aquel tipo que no había ocurrido nada?
– Bueno -dijo Robinson-, de todas maneras, coge un cubo de agua y limpia a fondo esta sala.
– Al instante, señor.
– Es decir, si la doctora Ferrami ha terminado contigo.
Jeannie trató de decir: «Mientras usted se dedicaba a matar la rata, Dennis me robó las bragas», pero no le salieron las palabras. Parecían muy tontas. Y pudo imaginarse las consecuencias que tendría pronunciarlas. La retendrían allí lo menos una hora, mientras se investigaba su acusación. Registrarían a Dennis y encontrarían las bragas. Las cuales se presentarían como prueba al alcaide Temoigne. Se imaginó al hombre examinando la prueba del delito, poniendo las bragas del revés y del derecho, con una expresión extraña en la cara…
No. Ella no diría nada.
Experimentó un ramalazo de culpabilidad. Siempre se había burlado de las mujeres que sufrían una agresión y no la denunciaban, permitiendo así que el asaltante quedara impune. Ahora, ella estaba haciendo lo mismo.
Comprendió que Dennis contaba con eso. Había previsto cómo se sentiría Jeannie y jugó con la casi certeza de que saldría bien librado. La idea puso a Jeannie tan furiosa que por un momento consideró tirar de la manta sólo para impedir que Dennis se saliera con la suya. Luego vio mentalmente a Temoigne, a Robinson y a todos los demás hombres de la cárcel, que la contemplarían y pensarían «No lleva bragas», y se dio cuenta de que le resultaría demasiado humillante para soportarlo.
Que inteligente era Dennis: tan inteligente como el hombre que había provocado el incendio en el gimnasio y violó a Lisa, tan inteligente como Steve…
– Parece usted un poco agitada -le comentó Robinson-. Supongo que no le gustan las ratas más que a mí.
Jeannie se rehízo. El mal trago estaba superado. Había sobrevivido, no sólo conservando la vida, sino también la vista. Lo ocurrido, ¿era malo?, se preguntó. He podido acabar mutilada o violada. En cambio, sólo perdí una prenda interior. He de sentirme agradecida.
– Me encuentro perfectamente, gracias -respondió.
– En ese caso, la sacaré de aquí.
Abandonaron los tres el locutorio.
Una vez fuera, Robinson ordenó:
– Ve a buscar una fregona, Pinker.
Dennis sonrió a Jeannie: una sonrisa larga y cómplice, como si fueran amantes que hubiesen pasado la tarde juntos en la cama. Luego desapareció en el interior de la cárcel. La muchacha sintió un alivio inmenso al verle alejarse, pero seguía sufriendo los pinchazos de una repugnancia insistente, porque Dennis se llevaba su prenda íntima en el bolsillo. ¿Dormiría con aquellas bragas oprimidas contra la mejilla, como un niño con su osito de felpa? ¿O se envolvería el pene con ellas mientras se masturbaba, imaginándose que le estaba echando un polvo? Hiciera lo que hiciese, Jeannie se sentía participante obligada, nada voluntaria, con su intimidad violada y su libertad personal comprometida.
Robinson la acompañó hasta la puerta principal y le estrechó la mano. Jeannie atravesó la abrasada zona de aparcamiento, hacia el Chevrolet, mientras se decía: ¡Cómo me alegraré de salir de este lugar! Había conseguido la muestra del ADN de Dennis y eso era lo más importante.
Al volante del vehículo, Lisa estaba poniendo en marcha el aire acondicionado. Jeannie se dejó caer pesadamente en el asiento del pasajero.
– Pareces deshecha -observó Lisa, al tiempo que arrancaba.
– Para en la primera zona comercial que encontremos -pidió Jeannie.
– Claro. ¿Qué te hace falta?
– Ahora te lo digo -replicó Jeannie-. Pero no te lo vas a creer.
19
Después del almuerzo, Berrington se dirigió a un bar situado en un barrio tranquilo y pidió un martini.
La sugerencia que Jim Proust soltó como si tal cosa le había dejado estremecido. Berrington se daba cuenta de que cometió una estupidez al agarrar a Jim por la solapa y levantarle la voz. Pero no lamentaba aquel desahogo. Al menos podía tener la certeza de que Jim conocía con exactitud lo que pensaba el del asunto.
Las peleas entre ellos no eran ninguna novedad. Recordaba su primera gran crisis, al principio de los setenta, cuando estalló el escándalo Watergate. Fue una época terrible: el conservadurismo estaba desacreditado, los políticos paladines de la ley y el orden resultaron ser unos corruptos maleantes y cualquier actividad clandestina, por muy bien intencionada que fuese, empezó de pronto a considerarse como una conspiración anticonstitucional. El pánico se apoderó de Preston Barck, que votó por abandonar el proyecto en pleno. Jim Proust le tildó de cobarde, argumentó coléricamente que no existía ningún peligro y propuso seguir adelante como una empresa conjunta CIA-ejército, tal vez extremando las medidas de seguridad, haciéndolas más estrictas. Sin duda estaría presto a asesinar a cualquier periodista investigador que fisgoneara en lo que llevaban entre manos. Fue Berrington quien sugirió la creación de una firma privada e indicó que debían distanciarse del gobierno. Ahora, de nuevo, volvía a tocarle a él encontrar una vía de escape por la que salir de las dificultades.
En el local reinaba la penumbra y la temperatura era fresca. El televisor de encima de la barra mostraba las imágenes de un culebrón, pero el sonido estaba apagado. La ginebra fría sosegó a Berrington. La irritación que en el había despertado Jim fue evaporándose gradualmente, hasta que sus pensamientos acabaron por centrarse en Jeannie Ferrami.
La alarma le había impulsado a hacer una promesa temeraria. Les dijo irreflexivamente a Jim y a Preston que haría un trato con Jeannie. Ahora tenía que cumplir aquel imprudente compromiso. Debía impedir que Jeannie continuase haciendo preguntas acerca de Steve Logan y Dennis Pinker.
Era un problema peliagudo. Aunque la había contratado y había tramitado la concesión de su beca, no podía darle órdenes sin más ni más; como ya le dijo a Jim, la universidad no era el ejército. Jeannie era una colaboradora de la UJF, y la Genético ya había abonado los fondos correspondientes a un año. A la larga, naturalmente, si se dispusiera de tiempo, podría ponerle una mordaza sin grandes problemas; pero eso ahora no bastaba. Había que pararle los pies de inmediato, antes de que descubriera lo suficiente como para estropearles todo el proyecto.
Tranquilo, se aconsejó, tranquilo.
El punto débil de la tarea de Jeannie era su utilización de bases de datos clínicos sin el permiso de los pacientes. Era la clase de asunto que los periódicos podían convertir en escándalo, al margen de si verdaderamente se había invadido o no la intimidad de alguien. Y a las universidades les aterraban los escándalos: causaban estragos en el capítulo de la recaudación de fondos.