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– Hazme un favor, pregunta por ahí -dijo en tono persuasivo-. Ve a ver al presidente de la universidad, se llama Maurice Obell. Telefonea a la doctora Ferrami. Diles que se trata de un gran reportaje y veremos cómo responden. Creo que tendrás unas reacciones interesantes.

– No sé, no sé.

– Te prometo, Hank, que no perderás el tiempo.

«¡Di que sí, so cabrón, di que sí!»

– Está bien -accedió Hank, tras un breve titubeo.

Berrington trató de disimular su complacencia tras una expresión grave, pero no pudo evitar que en sus labios apareciera un leve sonrisita de triunfo.

Hank la captó y por su rostro cruzó un fruncimiento de recelo.

– No estarás utilizándome, ¿eh, Berry? ¿Estás tratando de valerte de mí para asustar a alguien, quizá?

Berrington sonrió jovialmente y pasó el brazo por los hombros del reportero.

– Confía en mí, Hank -dijo.

20

Jeannie compró un estuche de tres bragas blancas de algodón en un centro comercial de Walgren, en las afueras de Richmond. Se puso unas en los servicios de mujeres del Burger King contiguo. Se encontró entonces mucho mejor.

Era extraño lo indefensa que se había sentido sin aquella prenda íntima. Apenas podía pensar en otra cosa. Sin embargo, durante la época en que estuvo enamorada de Will Temple le encantaba ir de un lado para otro sin bragas. Le hacía sentirse eróticamente provocativa todo el día. Sentada en la biblioteca, trabajando en el laboratorio o simplemente mientras caminaba por la calle solía fantasear pensando en que Will iba a aparecer de pronto, de forma inopinada, enfebrecido por la pasión, y que le diría: «No disponemos de mucho tiempo, pero tengo que poseerte, ahora mismo, aquí mismo», y ella estaría dispuesta para él. Pero al no haber ningún hombre en su vida, necesitaba llevar ropa interior lo mismo que necesitaba llevar zapatos.

De nuevo convenientemente vestida, volvió al coche. Lisa condujo hasta el aeropuerto de Richmond-Williamsburg, donde devolvieron el automóvil de alquiler y cogieron el avión de regreso a Baltimore.

La clave del misterio debía de residir en el hospital donde nacieron Dennis y Steve, musitó Jeannie mientras despegaban. De una manera o de otra, dos gemelos idénticos habían acabado alumbrados por madres distintas. Era un argumento propio de cuento fantástico, pero algo así tenía que haber sucedido.

Repasó los papeles que llevaba en la cartera y comprobó los datos relativos al nacimiento de los dos sujetos. La fecha de nacimiento de Steve era el 25 de agosto. Con horror descubrió que la de Dennis era el 7 de septiembre, casi dos semanas después.

– Debe de haber un error -dijo-. No sé por qué no se me ocurrió cotejarlas antes. Mostró a Lisa los contradictorios documentos.

– Podemos hacer una doble verificación -repuso Lisa.

– ¿Se pregunta en alguno de los formularios en que hospital nació el sujeto?

Lisa emitió una amarga risita.

– Creo que esa es una pregunta que no incluimos en los impresos.

– En estos casos, sin duda fue en un hospital militar. El coronel Logan está en el ejército y cabe imaginar que «el comandante» era soldado en la época en que Dennis vino al mundo.

– Lo comprobaremos.

Lisa no compartía la impaciencia de Jeannie. Para ella no se trataba más que de otro proyecto de investigación. Para Jeannie, sin embargo, lo era todo.

– Quisiera hacer una llamada ahora -exclamó impaciente-. ¿Lleva teléfono este avión?

Lisa enarcó las cejas.

– ¿Estás pensando en llamar a la madre de Steve?

Jeannie percibió una nota de reproche en la voz de Lisa.

– Sí. ¿Por qué no debería hacerlo?

– ¿Sabe ella que Steve está en la cárcel?

– Buen tanto. Lo ignoro. Maldita sea. No voy a ser yo quien le de la mala noticia.

– Es posible que Steve haya telefoneado ya a su casa.

– Tal vez me acerque a la cárcel a ver a Steve. Eso está permitido, ¿no?

– Supongo que sí. Pero tendrán un horario de visitas, como los hospitales.

– Me presentaré allí, a ver si hay suerte. De cualquier modo, siempre puedo llamar a los Pinker. -Hizo una seña a la azafata que se acercaba por el pasillo-. ¿Hay teléfono en el avión?

– No, lo siento.

– Mala suerte.

La azafata sonrió.

– ¿No te acuerdas de mí, Jeannie?

Jeannie la miró a la cara por primera vez y la reconoció inmediatamente.

– ¡Penny Watermeadow! -exclamó. Penny se había doctorado en lengua inglesa en Minnesota el mismo curso que Jeannie-. ¿Qué tal te va?

– Formidable. ¿Y tú qué haces?

– Estoy en la Jones Falls, enzarzada en un programa de investigación con algunos problemas. Tenía entendido que buscabas un trabajo académico.

– Lo buscaba, pero no lo encontré.

Jeannie se sintió un poco incómoda por el hecho de haber conseguido algo que su amiga no logró.

– Mal asunto.

– Ahora me alegro. Disfruto con este trabajo y pagan mejor que en la mayoría de las universidades.

Jeannie no la creyó. Le impresionaba desagradablemente ver a toda una doctora en lengua inglesa trabajando de azafata.

– Siempre creí que serías una profesora estupenda.

– Estuve dando clases una temporada en un instituto de enseñanza media. Hasta que me pegó un navajazo un alumno que discrepaba conmigo respecto a Macbeth. Me pregunté por qué lo hacía, por qué arriesgaba la vida por meter a Shakespeare en la cabeza de unos chicos que no veían la hora de volver a las calles para seguir con sus atracos y sacar dinero con el que comprarse crack.

Jeannie recordó el nombre del marido de Penny.

– ¿Cómo esta Danny?

– Se las arregla de maravilla, ahora es director de ventas. Lo que significa que tiene que viajar un montón, pero le compensa.

– Bien, que alegría volver a verte. ¿Tu base está en Baltimore?

– En Washington, D.C.

– Dame tu número de teléfono. Te llamaré.

Jeannie le paso un bolígrafo y Penny anotó su número de teléfono en una de las carpetas de Jeannie.

– Almorzaremos juntas -dijo Penny-. Será divertido.

– Apuesta a que sí.

Penny siguió adelante.

– Parece lista -comentó Lisa.

– Es muy inteligente. Estoy horrorizada. Ser azafata no tiene nada de malo, pero en el caso de Penny es como tirar por la ventana veinticinco años de estudios.

– ¿La llamarás?

– Rayos, no. Sería negativo. Sólo serviría para recordarle las ilusiones y esperanzas que la animaban en aquellos tiempos. Resultaría muy penoso.

– Eso creo. Lo siento por ella.

– Yo también.

En cuanto tomaron tierra, Jeannie se encaminó a un teléfono público y llamó a los Pinker, a Richmond, pero comunicaban.

– Maldita sea -lamentó en tono quejumbroso. Esperó cinco minutos, lo intentó otra vez, pero continuaba sonando aquel enloquecedor zumbido de línea ocupada. Comentó-: Charlotte debe de estar llamando a su violenta familia para contarles todo lo referente a nuestra visita. Probaré más tarde.

El coche de Lisa estaba en el aparcamiento. Se dirigieron a la ciudad y Lisa dejó a Jeannie a la puerta de su casa. Antes de apearse, Jeannie preguntó:

– ¿Puedo pedirte un gran favor?

– Claro. Aunque eso no significa que te lo vaya a conceder -sonrió Lisa.

– Empieza esta noche la extracción del ADN.

Lisa puso cara larga.

– Oh, Jeannie, hemos estado fuera todo el día. Tengo que comprar la cena…

– Ya lo sé. Y yo tengo que visitar la cárcel. Luego nos encontraremos en el laboratorio, digamos a… ¿te parece bien a las nueve?

– Vale -Lisa volvió a sonreír-. Siento curiosidad por saber que sale de los análisis.

– Si empezamos esta noche, podríamos tener los resultados pasado mañana.

Lisa pareció dubitativa.

– Si tomamos algunos atajos, si.

– ¡Así me gusta!

Jeannie se apeó del coche y Lisa se alejó.

A Jeannie le hubiera gustado subir a su automóvil y dirigirse enseguida al cuartelillo de policía, pero decidió echar antes un vistazo a su padre, así que entró en la casa.

El hombre estaba viendo el programa La rueda de la fortuna.

– ¡Hola, Jeannie, sí que vuelves tarde a casa! -saludó.

– He estado trabajando y aún no he terminado -dijo la muchacha-. ¿Qué tal día pasaste?

– Un poco aburrido, aquí solo.

A Jeannie le inspiró cierta lástima. Parecía no tener amigos. Sin embargo, su aspecto había mejorado respecto a la noche anterior. Había descansado, iba limpio y se había afeitado. Para almorzar sacó una pizza del frigorífico y se la calentó: los platos sucios estaban aún en el mostrador de la cocina. A punto de preguntarle quién se creía que iba a ponerlos en el lavavajillas, Jeannie se mordió la lengua.

Dejó la cartera y empezó a limpiar. Su padre no apagó la tele.

– He estado en Richmond, Virginia -informó.

– Estupendo, cariño. ¿Qué hay para cenar?

No, pensó Jeannie, esto no puede continuar. No voy a aguantar que me trate como trataba a mamá.

– ¿Por qué no preparas algo?

Eso atrajo su atención. Apartó los ojos del televisor y miró a Jeannie.

– ¡No se cocinar!

– Yo tampoco, papá.

El padre frunció el ceño, pero al instante sonrió.

– ¡Entonces saldremos a cenar fuera!

La expresión de su rostro era inolvidablemente familiar. Jeannie retrocedió veinte años con la imaginación. Patty y ella llevaban pantalones vaqueros acampanados, ambas a juego. Vio a su padre, que entonces tenía el pelo oscuro y lucía patillas. Estaba diciendo: «¡Vamos al parque de atracciones! ¿Queréis algodón de azúcar? ¡Subid al coche!». Había sido el hombre más maravilloso del mundo. Los recuerdos de Jeannie dieron un salto de diez años. Ella vestía vaqueros de color negro y calzaba botas Doc Marten; el pelo de su padre era más corto y canoso. Decía: «Te llevaré a Boston con tus cosas, me agenciaré una furgoneta y aprovecharemos la ocasión para pasar un rato juntos; por el camino tomaremos unos de esos platos combinados de comida rápida, ¡será divertido! ¡Pasaré a buscarte a las diez en punto!». Le estuvo esperando todo el día, pero no apareció y, a la mañana siguiente, Jeannie tomó un autocar para Greyhound.