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Ahora, al ver en los ojos de su padre el mismo brillo de «¡será divertido!», Jeannie deseó con toda el alma poder regresar a los nueve años y creer todo lo que decía su padre. Pero ahora era una persona adulta y sin ningún remordimiento le preguntó:

– ¿Cuánto dinero tienes?

El hombre se entristeció.

– Ni cinco, ya te lo dije.

– Yo tampoco. Así que no podemos ir a comer fuera.

Abrió el frigorífico. Tenía allí un repollo, unas cuantas mazorcas de maíz, un limón, un paquete de chuletas de cordero, un tomate y una caja medio vacía de arroz Uncle Ben. Lo sacó todo y lo puso encima del mostrador.

– Te diré lo que vamos a hacer -declaró-. Como aperitivo, tomaremos un poco de maíz fresco mezclado con mantequilla; después, chuletas de cordero sazonadas con cáscara de limón para darles gusto y acompañadas de ensalada y arroz. De postre, helado.

– ¡Muy bien, eso es fantástico!

– Puedes empezar a prepararlo mientras estoy fuera.

El hombre se puso en pie y contempló los alimentos que Jeannie había sacado del frigorífico. Jeannie cogió la cartera.

– Estaré de vuelta poco después de las diez.

– ¡Yo no sé guisar esto! -El hombre cogió una mazorca.

Del estante de encima del frigorífico Jeannie cogió el ejemplar de Un Menú para cada día del año, del Reader's Digest. Se lo tendió a su padre.

– No tienes más que leerlo -dijo. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.

Mientras subía al coche y ponía rumbo al centro urbano confió en no haber sido demasiado cruel. Su padre pertenecía a una generación anterior; en su época, las normas eran distintas. Sin embargo, ella no podía ser su ama de casa, incluso aunque quisiera, porque tenía que conservar su empleo. Al proporcionarle un lugar en el que cobijarse durante la noche había hecho por él más de lo que él hiciera por ella durante la mayor parte de su vida. A pesar de todo, deseaba haberse marchado dejándole con mejor sabor de boca. Era un negado, pero era el único padre que tenía.

Aparcó el coche en un garaje y marchó a pie por el barrio chino hacia la comisaría de policía. El ostentoso vestíbulo tenía bancos de mármol y un mural con escenas de la historia de Baltimore. Comunicó al recepcionista que estaba allí para ver a Steve Logan, que se encontraba bajo custodia. Temía verse obligada a entablar una discusión, pero al cabo de unos minutos de espera una joven de uniforme la hizo pasar y la acompañó en el ascensor.

Le mostraron un cuarto del tamaño de una alacena. Paredes mondas y lirondas, con una ventanilla en la del fondo y un panel auditivo debajo de la misma. La ventanilla parecía dar a otra cabina semejante. No había forma de pasar algo de una habitación a otra sin hacer un agujero en la pared.

Jeannie miró por la ventanilla. Transcurridos cinco minutos llevaron a Steve. Cuando el muchacho entró en la cabina, Jeannie observó que iba esposado y con las piernas encadenadas una a la otra como si fuera peligroso. Al reconocerla, sonrió de oreja a oreja.

– ¡Ésta sí que es una sorpresa agradable! -exclamó-. La verdad es que es lo único bonito que me ha sucedido en todo el día.

A pesar de su talante alegre presentaba un aspecto terrible: tenso y cansino.

– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.

– Un poco fastidiado. Me han metido en una celda con un asesino que tiene resaca de crack. No me atrevo a dormir.

Toda su compasión se volcó sobre él. Tuvo que recordarse que se suponía que era el individuo que violó a Lisa. Pero Jeannie no podía creerlo.

– ¿Cuánto tiempo crees que te retendrán aquí?

– Un juez examinará mañana la solicitud de libertad bajo fianza. Si eso falla, puede que permanezca encerrado hasta que se conozca el resultado de la prueba de ADN. Al parecer eso lleva tres días.

La mención del ADN recordó a Jeannie su objetivo.

– Hoy he visto a tu hermano gemelo.

– ¿Y?…

– No hay duda. Es tu vivo retrato.

– Tal vez fue él quien violó a Lisa Hoxton.

Jeannie movió la cabeza negativamente.

– Si se hubiese fugado de la cárcel el fin de semana, probablemente. Pero todavía está allí.

– ¿No crees que pueda haber escapado y vuelto? Para hacerse con una coartada.

– Demasiado fantástico. Si Dennis se hubiera visto fuera de la cárcel, nada le habría inducido a volver.

– Me parece que tienes razón -concedió Steve, sombrío.

– He de hacerte un par de preguntas.

– Dispara.

– Primero, necesito confirmar tu fecha de nacimiento.

– Veinticinco de agosto.

Esa era la que Jeannie había anotado. Quizá tenía equivocada la de Dennis.

– ¿Sabes por casualidad dónde naciste?

– Sí. En aquellos días, papá estaba destinado en Fort Lee, Virginia, y yo nací en el hospital militar de allí.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. Mamá habló de ello en su libro Tener un Hijo. -Entornó los párpados para mirarla de una manera que a Jeannie le pareció familiar. Significaba que intentaba adivinarle el pensamiento-. ¿Dónde nació Dennis?

– Aún no lo sé.

– ¿Pero nacimos a la vez?

– Por desgracia, la fecha de nacimiento que dio es el siete de septiembre. Pero puede que se trate de un error. Voy a confirmarlo. En cuanto vaya a mi despacho telefonearé a su madre. ¿Hablaste ya con tus padres?

– No.

– ¿Prefieres que los llame yo?

– ¡No! No quiero que sepan nada de esto hasta que el asunto se haya aclarado.

Jeannie arrugó el entrecejo.

– A juzgar por todas las noticias que tengo de ellos, parecen pertenecer a la clase de personas que te apoyarían.

– Claro que sí. Pero no quiero que pasen por toda esta angustia.

– Desde luego, sería bastante penoso para ellos. Pero tal vez prefiriesen estar enterados y así poder ayudarte.

– No, por favor, no les digas nada.

Jeannie se encogió de hombros. Allí había algo oculto que no le confesaba. Pero era una decisión de Steve.

– Jeannie… ¿cómo es?

– ¿Dennis? A primera vista, igual que tú.

– ¿Lleva el pelo largo o corto? ¿Tiene bigote, uñas mugrientas, acné, cojea?…

– Lleva el pelo corto como tú, es barbilampiño, tiene las manos limpias, su piel es clara. Podría haber sido tú.

– ¡Vaya! -Steve pareció profundamente incómodo.

– La gran diferencia está en su comportamiento. Está incapacitado para relacionarse con el resto de la raza humana. No sabe.

– Es muy extraño.

– A mí no me lo parece. En realidad, confirma mi teoría. Ambos sois lo que yo llamo «pequeños salvajes». Tomé la expresión de una película francesa. La empleo para aplicarla a los chicos intrépidos, incontrolables, hiperactivos. Tales chicos son muy difíciles de integrar en la sociedad. Charlotte Pinker y su marido fracasaron con Dennis. Tus padres lo consiguieron contigo.

Eso no le tranquilizó.

– Pero interiormente, Dennis y yo somos iguales.

– Ambos habéis nacido salvajes.

– Pero yo tengo un tenue barniz de civilización.

Jeannie se dio cuenta de que estaba profundamente preocupado.

– ¿Por qué te inquieta tanto?

– Quiero pensar que soy un ser humano, no un gorila domesticado.

La muchacha se echó a reír, pese a la expresión solemne de Steve. -Los gorilas también tienen que aprender a ser sociables. Así lo hacen todos los animales que viven en grupo. De ahí es de donde procede el crimen.

Steve parecía interesado.

– ¿De la vida en grupo?

– Claro. El delito es la ruptura de una regla social importante. Los animales solitarios no tienen reglas. Un oso invadirá la cueva de otro oso, robará su alimento y matará a sus oseznos. Los lobos no hacen esas cosas; si las hicieran, no vivirían en manadas. Los lobos son monógamos, unos cuidan los cachorros de los otros y respetan el espacio particular ajeno. Si un individuo quebranta las reglas, lo castigan; si reincide, lo expulsan de la manada o lo condenan a muerte.

– ¿Y si viola normas sociales poco importantes?

– ¿Cómo soltar una ventosidad en un ascensor? Eso lo llamamos faltas de educación. El único castigo es el reproche de los demás. Es asombroso lo efectivo que resulta.

– ¿Por qué te interesan tanto las personas que violan las reglas?

Jeannie pensó en su padre. Ignoraba si ella llevaba o no sus genes criminales. Quizás ayudara a Steve saber que también a ella le preocupaba su herencia genética. Pero llevaba tanto tiempo mintiendo acerca de su padre que no le resultó fácil hablar de él ahora.

– Es un gran problema -dijo evasivamente-. A todo el mundo le interesa el crimen.

A su espalda se abrió la puerta y la joven funcionaria de policía miró al interior del cuarto.

– Se ha acabado el tiempo, doctora Ferrami.

– Muy bien -repuso Jeannie por encima del hombro-. Steve, ¿sabías que Lisa Hoxton es la mejor amiga que tengo en Baltimore?

– No, no lo sabía.

– Trabajamos juntas; es una experta.

– ¿Cómo es?

– No es la clase de persona que formularía una acusación al buen tuntún.