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– Doctora Ferrami, quisiera darle las gracias por su colaboración.

– De nada -replicó Jeannie, y colgó.

Permaneció un buen rato contemplando el teléfono.

– Y ahora, ¿a qué infiernos viene todo esto? -articuló.

MIÉRCOLES

21

Berrington durmió mal.

Pasó la noche con Pippa Harpenden. Pippa era una secretaria del departamento de Física. Un sinfín de profesores, incluidos varios casados, le habían propuesto salir, pero Berrington fue el único al que no dio calabazas. Berrington se había vestido de punta en blanco, la llevó a un restaurante discreto y pidió un vino de calidad exquisita. Disfrutó de las envidiosas miradas de hombres de su edad que cenaban allí acompañados de sus viejas y nada agraciadas esposas. Se la llevó después a casa, encendió unas velas, se puso un pijama de seda y le hizo el amor despacio, hasta que Pippa jadeó de placer.

Pero Berrington se despertó a las cuatro de la madrugada y empezó a pensar en todas las cosas que podían torcerse y hundir su plan. Hank Stone se había pasado la tarde anterior trasegando copa tras copa del vino barato que ofrecía el editor; lo mismo podía haberse olvidado por completo de la conversación mantenida con Berrington. Si la recordaba, era posible que los jefes de redacción del New York Times decidiesen que no valía la pena cubrir la historia. Acaso efectuaran algunas indagaciones y llegaran a la conclusión de que no había nada malo en lo que Jeannie estaba haciendo. O simplemente podían actuar con excesiva lentitud y echar una mirada al asunto al cabo de una semana, cuando ya fuese demasiado tarde.

Cuando Berrington llevaba un buen rato dando vueltas en la cama, agitándose y removiéndose, Pippa murmuró:

– ¿Te encuentras bien, Berry?

Acarició la larga cabellera rubia de la joven y emitió unos alentadores y soñolientos ruidillos. Hacer el amor a una mujer hermosa constituía normalmente un consuelo para cualquier cantidad de preocupaciones, pero adivinaba que aquella noche no iba a funcionar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Hubiera sido un alivio contar a Pippa sus problemas -era una chica inteligente, se mostraría tierna y comprensiva-, pero él no podía revelar a nadie tales secretos.

Al cabo de unos minutos, se levantó y fue a correr un poco. A su regreso, Pippa se había ido, no sin dejarle una nota de agradecimiento, envuelta en una media negra de nailon.

El ama de llaves llegó unos minutos antes de las ocho de la mañana y le preparó una tortilla a la francesa. Marianne era una joven delgada y nerviosa, oriunda de la francesa isla caribeña de Martinica. Apenas hablaba inglés y le aterraba la posibilidad de que la repatriasen, temor que la hacía extraordinariamente sumisa. Era bonita y Berrington suponía que, en el caso de que le dijera que se la chupara, la chica creería que aquello formaba parte de sus obligaciones de criada para todo. Berrington no haría tal cosa, naturalmente; acostarse con el servicio no era su estilo.

Tomó una ducha, se afeitó y eligió para su representación de alta autoridad un traje gris marengo con rayas casi inapreciables, camisa blanca y corbata negra con pintitas rojas. Se puso en los puños de la camisa unos gemelos de oro con monograma, adornó el bolsillo de la pechera con un pañuelo blanco, de hilo, adecuadamente doblado, y se cepilló las punteras de los zapatos hasta dejarlas rutilantes.

Condujo hasta el campus, fue a su despacho y encendió el ordenador. Como la mayoría de las superestrellas académicas, daba pocas clases. Allí, en la Jones Falls, una lección magistral al año. Su tarea consistía en dirigir y supervisar la labor investigadora de los científicos del departamento y aportar el prestigio de su nombre a los artículos que escribían. Pero aquella mañana le era imposible concentrarse en nada, así que, mientras aguardaba a que sonase el teléfono, se dedicó a mirar por la ventana y ser simple espectador del reñido partido de dobles que cuatro jóvenes disputaban en la pista de tenis.

No tuvo que esperar mucho. A las nueve y media llamó el presidente de la Universidad Jones Falls, Maurice Obell.

– Tenemos un problema -anunció.

Berrington se puso tenso.

– ¿De qué se trata, Maurice?

– Acaba de telefonearme una lagarta del New York Times. Dice que alguien de tu departamento está violando la intimidad de las personas. Una tal doctora Ferrami.

Gracias a Dios, pensó alborozadamente Berrington; ¡Hank Stone ha tirado adelante! Imprimió a su voz un tono solemne:

– Ya me temía que surgiese algo así -respondió-. En un minuto estoy contigo.

Colgó y continuó sentado unos instantes, entregado a la meditación. Era demasiado pronto para cantar victoria. El proceso no había hecho más que empezar. De lo que se trataba ahora era de conseguir que Maurice y Jeannie se condujesen tal como él deseaba.

Maurice parecía preocupado. Buen principio. Berrington tenía que encargarse de que siguiera así: preocupado. Era imprescindible que Maurice creyera que se produciría una catástrofe si Jeannie no dejaba inmediatamente de utilizar su programa de búsqueda en las bases de datos. Una vez decidiera Maurice que era preciso tomar medidas drásticas, Berrington tenía que asegurarse de que se mantuviera firme en su resolución.

Por encima de todo, debía impedir cualquier clase de compromiso. Por naturaleza, Jeannie no era muy dada a los compromisos, el lo sabía muy bien, pero con su futuro en juego, la muchacha probablemente intentaría cualquier cosa. Berrington tendría que echar leña al fuego del agravio de Jeannie y mantenerla en estado de combatividad.

Además, debía hacerlo sin dejar en ningún momento de parecer bien intencionado. Caso de que resultara evidente que intentaba ponerle la zancadilla a Jeannie, se despertarían las sospechas de Maurice. Tenía que dar la impresión de que apoyaba a la doctora.

Salió de la Loquería y cruzó el campus. Dejó atrás el Teatro Barrymore y la Facultad de Bellas Artes, camino de la Hillside Hall. En otro tiempo casa solariega del primer benefactor de la universidad, era actualmente el edificio administrativo. El despacho del presidente del centro universitario ocupaba el antiguo salón de la vieja casona. Berrington dedicó una amable inclinación de cabeza a la secretaria del doctor Obell y manifestó:

– Me espera.

– Pase, profesor, tenga la bondad -indicó la mujer.

Maurice estaba sentado ante el ventanal que dominaba el césped. Era un hombre de escasa estatura y pecho abombado, que volvió de Vietnam en una silla de ruedas, paralítico de cintura para abajo.

A Berrington le resultaba fácil tratar con él, acaso porque ambos tenían un historial de servicio castrense común. También compartían la pasión por la música de Mahler.

A menudo, Maurice ofrecía el aire de persona abrumada. Para mantener en funcionamiento la UJF, debía sacar un millón de dólares anuales a benefactores particulares y empresas comerciales y, en consecuencia, le aterraba la publicidad negativa.

Dio la vuelta a la silla y rodó hasta su escritorio.

– Dijo que están preparando un gran reportaje sobre ética científica. Berry, no puedo permitir que la Jones Falls sea la primera que figure en ese trabajo con un ejemplo de ciencia poco ética. La mitad de los que nos otorgan donativos importantes se echarían atrás. Tenemos que hacer algo.

– ¿Quién es esa individua?

Maurice consultó un cuaderno de notas.

– Naomi Freelander. Es la responsable de ética. ¿Sabías que los periódicos tienen responsables de ética? Yo no.

– No me sorprende que el New York Times lo tenga.

– No dejarán de actuar como la maldita Gestapo. Estaban a punto de mandar el reportaje a máquinas, dicen, pero ayer recibieron un soplo acerca de esa doctora Ferrami.

– Me gustaría saber de dónde les llegó ese aviso -dijo Berrington.

– Debe de haber por aquí más de un bastardo hijo de Satanás.

– Supongo.

Maurice suspiró.

– Dime que no es cierto, Berry. Dime que la doctora Ferrami no invade la intimidad de la gente.

Berrington cruzó las piernas e intentó parecer relajado, aunque lo cierto era que estaba sobre ascuas. Allí era donde tenía que avanzar por la cuerda floja.

– No creo que haga nada incorrecto -dijo-. Explora bases de datos clínicos y localiza a personas que ignoran que tienen hermanos gemelos. Es una muchacha muy inteligente, la verdad…

– ¿Examina historiales médicos de personas sin su permiso?

Berrington fingió que respondía a regañadientes.

– Bueno… algo así.

– Entonces tendrá que dejarlo.

– Lo malo es que realmente necesita esa información para llevar a cabo su proyecto investigador.

– Quizá podamos ofrecerle alguna compensación.

Sobornarla era algo que a Berrington no se le había ocurrido. Dudaba de que diera resultado, pero nada se perdía con intentarlo.

– Buena idea.

– ¿Es numeraria?

– Ingresó este semestre, como profesora auxiliar. Le faltan seis años al menos para alcanzar la permanencia. Pero podemos ofrecerle un aumento de sueldo. Sé que necesita el dinero, ella misma me lo dijo.

– ¿Cuánto gana ahora?

– Treinta mil dólares al año.

– ¿Cuánto crees que deberíamos ofrecerle?

– Tendría que ser una cantidad sustancial. Ocho o diez mil.

– ¿Hay fondos para eso?

Berrington sonrió.

– Creo que podría convencer a la Genético.

– Entonces eso es lo que haremos. Llámala ahora mismo, Berry. Si está en el campus, que se presente aquí enseguida. Zanjaremos este asunto antes de que la policía ética llame otra vez a nuestra puerta.

Berrington descolgó el auricular del teléfono de Maurice y marcó el número del despacho de Jeannie. Contestaron al instante.