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– Jeannie Ferrami.

– Aquí Berrington.

– Buenos días.

El tono de Jeannie era cauteloso. ¿Acaso adivinó su intención de seducirla la noche del lunes? Tal vez se estaba preguntando si planeaba intentarlo de nuevo. O quizá se había enterado ya del problema que estaba planteando el New York Times.

– ¿Puedo verte ahora mismo?

– ¿En tu despacho?

– Estoy en el del doctor Obell, en Hillside Hall.

Jeannie dejó escapar un suspiro de indignación.

– ¿Es acerca de esa mujer llamada Naomi Freelander?

– Sí.

– Es una tontería absurda, supongo que lo sabes.

– Lo sé, pero hay que afrontarlo.

– Voy para allá.

Berrington colgó.

– Estará aquí dentro de un momento -transmitió a Maurice-. Parece que ya ha tenido noticias del Times.

Los minutos inmediatos iban a ser cruciales. Si Jeannie se defendía con eficacia, era posible que Maurice cambiase de estrategia. Berrington tendría que ingeniárselas para, sin parecer hostil a Jeannie, lograr que Maurice se mantuviera firme. Era una muchacha de temperamento fogoso, enérgica y segura, no del tipo conciliador, especialmente cuando consideraba que le asistía la razón. Era muy probable que se ganase la enemistad de Maurice sin la ayuda de Berrington. Pero, por si se daba el caso de que Jeannie se manifestase suave y persuasiva, Berrington necesitaba un plan de retirada.

Un golpe de inspiración le indujo a proponer:

– Mientras esperamos a que venga, podemos redactar un borrador de comunicado de prensa.

– Esa es una buena idea.

Berrington tomó un cuaderno de notas y empezó a escribir. Necesitaba algo que Jeannie no pudiera aceptar, algo que hiriese su amor propio y la sacara de sus casillas. Escribió que la Universidad Jones Falls reconocía haber cometido errores. Presentaba sus excusas a todas aquellas personas cuya intimidad hubiera sido violada. Y prometía interrumpir el programa a partir de la fecha de hoy.

Tendió la nota a la secretaria de Maurice y le encargó que la pasara enseguida por el procesador de textos.

Jeannie llegó rebosante de efervescente indignación. Vestía una holgada camiseta verde esmeralda, ceñidos vaqueros negros y la clase de calzado al que tiempo atrás llamaban botas de mecánico y que ahora volvían a estar de moda. Llevaba su aro en la perforada nariz y la espesa cabellera negra recogida detrás de la cabeza. A Berrington le pareció guapísima, pero su indumentaria no impresionaría al presidente de la universidad. A los ojos de este, Jeannie parecería la clase de irresponsable subalterna académica susceptible de crear dificultades a la UJF.

Maurice la invitó a tomar asiento y le informó de la llamada del periódico. Sus modales eran rígidos. Berrington pensó que Maurice se sentía cómodo con los hombres maduros; pero las jóvenes con pantalones vaqueros ceñidos eran algo extraño para él.

– La misma mujer me llamó a mí -dijo Jeannie, sulfurada-. Esto es un disparate.

– Pero usted accede a bases de datos médicos -señaló Maurice.

– Yo no miro las bases de datos, eso lo hace el ordenador. Ningún ser humano ve historial clínico alguno. Mi programa se limita a sacar una relación de nombres y direcciones, agrupados por parejas.

– A pesar de todo…

– No vamos mas allá sin antes pedir permiso a los sujetos potenciales. Ni siquiera les decimos que son gemelos hasta que han aceptado ser parte de nuestro estudio. ¿Qué intimidad se invade, pues?

Berrington simuló que la respaldaba.

– Ya te lo dije, Maurice -terció-. El Times está equivocado de medio a medio.

– Ellos no lo ven así. Y debo pensar en la reputación de la universidad.

– Créame si le digo que mi trabajo acrecentará esa reputación -aseveró Jeannie. Se había inclinado hacia delante y Berrington captó en su voz la pasión por los descubrimientos que impulsa a todos los buenos científicos-. Este es un proyecto de importancia trascendental. Soy la única persona que ha encontrado el modo de estudiar la genética de la criminalidad. Cuando publiquemos los resultados, será algo sensacional.

– Tiene razón -confirmó Berrington.

Era cierto. El estudio de Jeannie hubiera sido fascinante. Destruirlo constituía un acto desgarrador. Pero él no tenía otra opción.

Maurice denegó con la cabeza.

– Mi obligación es proteger del escándalo a la universidad.

– También es su obligación defender la libertad académica -replicó Jeannie con insensata temeridad.

Era una táctica equivocada. De pascuas a ramos, en otra época, sin duda hubo algunos presidentes de universidad que combatieron en defensa del derecho a difundir libremente la cultura, pero aquellos tiempos habían concluido. Ahora, los presidentes de universidad eran recaudadores de fondos, pura y simplemente. Lo único que conseguiría Jeannie mencionando la libertad académica era ofender a Maurice.

El doctor Obell se erizó.

– Jovencita, no necesito que me dé usted ninguna lección respecto a mis deberes presidenciales -dijo, sofocado.

Con gran satisfacción por parte de Berrington, Jeannie pasó por alto la puntada.

– ¿Ah, no? -contestó a Maurice, sin apartarse del tema-. Aquí tenemos un conflicto directo. De una parte, una periodista al parecer con una historia mal orientada; de otra, una científica en pos de la verdad. Si un presidente universitario va a plegarse a esa clase de presión, ¿qué esperanza hay?

Berrington exultaba de júbilo. Jeannie estaba maravillosa, arreboladas las mejillas y fulgurantes las pupilas, pero cavaba su propia tumba. Cada palabra hacía aumentar la inquina de Maurice.

Luego, Jeannie pareció percatarse de lo que estaba haciendo, porque, de pronto, cambió de táctica.

– Por otra parte, ninguno de nosotros desea publicidad perniciosa para la universidad -observó en tono más apacible-. Comprendo perfectamente su preocupación, doctor Obell.

Maurice se suavizó automáticamente, al tiempo que crecía la disgustada desilusión de Berrington.

– Me hago cargo de que esto la sitúa en una posición difícil -dijo el presidente- La universidad está dispuesta a ofrecerle una compensación, en forma de una subida de salario de diez mil dólares anuales.

La sorpresa apareció en el rostro de Jeannie.

– Eso te permitirá -intervino Berrington- sacar a tu madre de esa residencia que tanto te preocupaba.

Jeannie titubeó sólo unos segundos.

– Se lo agradezco profundamente -dijo-, pero eso no resolvería el problema. Subsiste el hecho de que debo conseguir gemelos para mi investigación. De no ser así, no habrá nada que estudiar.

Berrington ya pensaba que Jeannie no iba a dejarse comprar.

– Seguramente habrá algún otro sistema para encontrar sujetos convenientes para su estudio, ¿no? -aventuró Maurice.

– No, no lo hay. Necesito gemelos idénticos, que se hayan criado separadamente y uno de los cuales sea un delincuente. Lo cual parece demasiado pedir. Mi programa informático localiza personas que ni siquiera saben que tienen un hermano gemelo. No existe otro método para hacerlo.

– No lo había comprendido -dijo Maurice.

El tono era ya peligrosamente amistoso. En aquel momento entró la secretaria de Maurice y entregó a su jefe una hoja de papel. Era la nota de prensa que Berrington había esbozado. Maurice se la pasó a Jeannie, a la vez que manifestaba:

– Es preciso que formulemos hoy mismo una declaración de este tipo, si queremos eliminar el reportaje.

Jeannie leyó la nota y su cólera se reavivo.

– ¡Pero esto es una barbaridad! -estalló-. No se ha cometido ningún error. No se ha violado la intimidad de nadie. ¡Hasta el momento nadie se ha quejado!

Berrington disimuló su delectación. No dejaba de ser paradójico que fuese tan apasionada y, sin embargo, tuviese la infinita paciencia y perseverancia que se requería para llevar a cabo la tediosa investigación científica que estaba desarrollando. La había visto trabajar con los sujetos seleccionados: nunca parecían irritarla ni fatigarla, ni siquiera se mostraba molesta cuando embrollaban las pruebas. Con ellos, las malas conductas le parecían tan interesantes como las buenas. Jeannie tomaba nota de cuanto decían y al final les daba sinceramente las gracias. Sin embargo, fuera del laboratorio, la menor provocación la convertía en una traca.

Berrington interpretó el papel de pacificador desasosegado.

– Pero, Jeannie, el doctor Obell considera que debemos hacer una declaración firme.

– No pueden decir que se interrumpe mi programa de ordenador -dijo Jeannie-. ¡Eso equivaldría a cancelar todo mi proyecto!

La expresión de Maurice se endureció.

– No puedo permitir que el New York Times publique un reportaje en el que se afirme que los científicos de la Jones Falls invaden la intimidad de las personas -dijo-. Nos costaría millones de dólares en donativos perdidos.

– Dé con un camino intermedio -rogó Jeannie-. Diga que está estudiando el problema. Nombre un comité. Si es necesario, crearemos un sistema de seguridad perfeccionado que garantice la intimidad.

Oh, no, pensó Berrington. Eso era alarmantemente razonable.

– Tenemos un comité de ética, naturalmente -dijo. Trataba de ganar tiempo-. Es un subcomité del claustro. -El claustro era la junta rectora de la universidad y la formaban todos los profesores numerarios, pero el trabajo lo realizaban los comités-. No puedes anunciar que les traspasas a ellos el problema.

– No vale -dijo Maurice bruscamente-. Todo el mundo sabrá que es un subterfugio.

– ¡No quiere darse cuenta -protestó Jeannie- de que al insistir en la acción inmediata está descartando prácticamente cualquier debate reflexivo!

Berrington decidió que aquel era un buen momento para dar por concluida la reunión. Maurice y Jeannie estaban a matar, ambos atrincherados en sus posiciones. Había que cortarlo antes de que empezaran a pensar de nuevo en un compromiso.