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– Buen punto, Jeannie -dijo Berrington-. Déjame hacer una proposición… Si me lo permites, Maurice.

– Claro, oigámosla.

– Tenemos dos problemas independientes. Uno consiste en dar con el modo de que siga adelante la investigación de Jeannie sin que el escándalo caiga sobre la universidad. Eso es algo que tiene que resolver Jeannie, y que debatiremos luego largo y tendido. El segundo es como presentarán esto al mundo el departamento y la universidad. Ese es un asunto del que tenemos que tratar tú y yo, Maurice.

– Muy razonable -dijo Maurice, aparentemente aliviado.

– Gracias por reunirte con nosotros tan deprisa, Jeannie -manifestó Berrington.

La muchacha comprendió que aquello era una despedida. Se puso en pie, fruncido el ceño con perplejidad. Se daba cuenta de que le habían tendido una trampa, pero no conseguía imaginar en qué consistió.

– ¿Me llamarás? -preguntó a Berrington.

– Desde luego.

– Muy bien. -Jeannie titubeó unos segundos antes de salir.

– Una mujer difícil -comentó Maurice.

Berrington se inclinó hacia delante, entrelazadas las manos y, baja la mirada en actitud humilde.

– Creo que la culpa es mía, Maurice. -Maurice denegó con la cabeza, pero Berrington continuó-: Yo contraté a Jeannie Ferrami. Naturalmente, no tenía idea de que iba a desarrollar ese método de trabajo… pero, no obstante, la responsabilidad es mía y creo que soy yo el que tiene que sacarte de ésta.

– ¿Qué propones?

– No puedo pedirte que te abstengas de difundir ese comunicado de prensa. No tengo derecho a hacerlo. No puedes poner un proyecto de investigación por encima del bienestar de toda la universidad. Eso lo comprendo. Alzó la cabeza.

Maurice vaciló. Durante una fracción de segundo Berrington temió que sospechara que le estaba manipulando, arrinconando mediante una maniobra. Pero si tal idea cruzó por la mente del doctor Obell, no se asentó allí.

– Agradezco tus palabras, Berry. Pero ¡qué harás respecto a Jeannie?

Berrington se relajó. Parecía haberlo conseguido.

– Me parece que Jeannie es mi problema -confesó-. Déjamelo, pues, a mí.

22

Steve se desplomó en brazos del sueño durante las primeras horas de la madrugada del miércoles.

La sección de celdas estaba tranquila, Gordinflas roncaba y Steve llevaba ya veinticuatro horas sin pegar ojo. Hizo cuanto pudo por mantenerse despierto, pero todo lo que consiguió fue una duermevela en cuyo transcurso soñó que un juez benévolo le sonreía y decretaba: «Solicitud de fianza concedida, pongan en libertad a este hombre». Y el salía del tribunal a una calle inundada de sol. Sentado en el suelo de la celda, en su postura de costumbre, apoyada la espalda en la pared, se sorprendió varias veces dando cabezadas y despertándose bruscamente, hasta que, por último, la naturaleza se impuso a la fuerza de voluntad.

Dormía profundamente cuando un doloroso golpe en las costillas le obligó a despertarse sobresaltado. Jadeó y abrió los párpados. Gordinflas le había propinado un puntapié y se inclinaba sobre él, rezumantes de locura los ojos, mientras vociferaba:

– ¡Me birlaste la droga, hijoputa! ¿Dónde la escondiste, dónde? Si no me la sueltas enseguida, date por fiambre!

Steve reaccionó sin pensar. Se levantó del suelo como impulsado por un resorte, extendido y rígido el brazo derecho, e introdujo dos dedos en los ojos de Gordinflas. Éste soltó un grito de dolor y retrocedió. Steve siguió con su acoso, intentando atravesar con los dedos el cerebro de Gordinflas hasta llegar a la nuca. En alguna parte, muy lejos, sonó una voz que le pareció era la suya y que profería insultos.

Gordinflas retrocedió un paso más y cayó sentado violentamente sobre la taza del retrete. Se cubrió los ojos con las manos.

Steve pasó ambas manos por detrás del cuello de Gordinflas, le empujó la cabeza hacia delante y le asestó un rodillazo en la cara. Brotó la sangre por la boca de Gordinflas. Steve le agarró por la camisa, lo levantó de la taza del retrete y lo dejó caer contra el suelo. Se disponía a patearle, cuando la cordura volvió a él. Vaciló, con la vista sobre el sangrante Gordinflas tendido en el piso de la celda, y la roja neblina de la cólera empezó a aclararse.

– ¡Oh, no! -articuló-. ¿Qué es lo que he hecho?

Se abrió de golpe la puerta de la celda e irrumpieron dos guardias, enarboladas las porras.

Steve alzo las manos frente a sí.

– Tranquilízate -dijo uno de los agentes.

– Ahora ya estoy tranquilo -respondió Steve.

Los policías lo esposaron y sacaron de la celda. Uno de ellos le propinó un puñetazo en el estómago, con todas sus fuerzas. Steve se dobló sobre sí mismo, boqueante.

– Eso es por si acaso tuvieras la insensata idea de querer armar más follón -explicó el policía.

Steve oyó el ruido que produjo la puerta de la celda al cerrarse y luego la voz de Spike, el carcelero, con su habitual talante burlón.

– ¿Necesitas cuidados médicos, Gordinflas? Te lo digo porque hay un veterinario en la calle Baltimore Este.

Rió su propia broma.

Steve se enderezó, en tanto se recuperaba del puñetazo. No dejaba de dolerle, pero podía respirar. Miró a Gordinflas a través de los barrotes. El herido se frotaba los ojos, sentado en el suelo. La respuesta a Spike surgió de entre sus labios ensangrentados:

– Que te den por culo, mamón.

Steve se sintió aliviado: Gordinflas no estaba malherido.

– De todas formas, era hora de sacarte de aquí, jovencito universitario -se dirigió Spike a Steve-. Estos caballeros han venido para acompañarte al tribunal. -Consultó una hoja de papel-. Veamos a quién más le toca ir al Juzgado del Distrito Norte. Señor don Robert Sandiland, conocido por Sniff…

Sacó de las celdas a otros tres hombres y los encadenó junto con Steve. Luego, los dos policías los llevaron al aparcamiento y los hicieron subir a un autobús celular.

Steve confió en no volver nunca más a aquel sitio.

Aún estaba oscuro en la calle. Steve calculó que deberían ser las seis de la madrugada. Los juzgados no iniciaban sus sesiones hasta las nueve o las diez de la mañana, así que tendrían que esperar un buen rato. Estuvieron cruzando la ciudad cosa de quince o veinte minutos y luego franquearon la puerta del garaje del edificio de los juzgados. Se apearon del autobús celular y entraron en un sótano. En torno de una zona central había ocho compartimentos enrejados. Cada celda de aquellas tenía un banco y un lavabo, pero eran más amplias que las de la comisaría de policía y metieron a los cuatro prisioneros en una que ya ocupaban otros seis hombres. Les quitaron las cadenas y las echaron encima de una mesa colocada en medio del cuarto. Había allí varios celadores, presididos por una mujer de color, alta, con uniforme de sargento y expresión desagradable.

Llegaron treinta prisioneros, o más, en el curso de la hora siguiente. Los acomodaron en las celdas, de doce en doce. Al presentarse un pequeño grupo de mujeres empezaron a sonar gritos y silbidos. Las alojaron en una celda del extremo de la sala.

Después de eso, no sucedió gran cosa durante varias horas. Llevaron los desayunos, pero Steve rechazó el suyo; no podía acostumbrarse a la idea de comer con el retrete a la vista. Algunos reclusos hablaban a voces, pero la mayor parte se mantenían silenciosos, con cara de pocos amigos. Las bromas y burlas entre presos y guardianes no eran tan obscenas como las del encierro anterior y Steve se preguntó ociosamente si ello no se debería a que el mando lo tenía allí una mujer.

Se dijo que las celdas aquellas no tenían nada que ver con las que se mostraban en la tele. Las prisiones de los telefilmes y de las películas solían parecer hoteles de segunda: nunca se veían retretes sin cortinas o mamparas, no se oían insultos o abusos verbales ni se reflejaban los vapuleos con que solía premiarse a quienes no se portaban como era debido.

Puede que aquel fuese su último día de cárcel. De creer en Dios, habría rezado con todo su fervor para que así fuera.

Se figuró que debían de ser las doce del mediodía cuando empezaron a sacar presos de las celdas.

A Steve le tocó en la segunda remesa. Volvieron a esposar y a encadenar juntos a diez hombres. Luego subieron al juzgado.

La sala era como una capilla metodista. Las paredes estaban pintadas de verde hasta el nivel de la cintura; a partir de ahí, de color crema. En el suelo, una alfombra verde. Había nueve filas de bancos de madera amarilla, bancos como los de una iglesia.

En el de la última fila estaban sentados los padres de Steve.

El sobresalto le dejó boquiabierto.

El padre llevaba su uniforme de coronel, con la gorra bajo el brazo. Permanecía con el busto erguido, recto como si estuviese de pie en posición de firmes. Tenía los ojos del típico color azul celta, pelo oscuro y la sombra de una barba cerrada sobre las mejillas recién rasuradas. Su rostro permanecía rígidamente inexpresivo, estrictamente contenida toda emoción. Sentada a su lado, la madre, menuda y regordeta, tenía la bonita y redonda cara hinchada a causa del llanto.

Steve deseó que se lo tragara la tierra. Para escapar de aquella situación hubiera vuelto de buen grado a la celda con Gordinflas. Se detuvo en seco, interrumpiendo el avance de toda la cuerda de presos, y contempló con aturdida angustia a sus padres, hasta que el guardia le dio un empujón y le obligó a seguir adelante, dando traspiés hasta el primer banco.