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Una funcionaria estaba sentada en la parte delantera del tribunal, de cara a los reclusos. Un celador masculino montaba guardia en la puerta. Sólo había otro funcionario presente, un negro de unos cuarenta años, con gafas, chaqueta, corbata y pantalones azules. Preguntó su nombre a cada uno de los presos y fue comprobándolos con la lista que tenía en la mano.

Steve volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Todos los bancos destinados al público estaban vacíos, salvo el de sus padres. Agradeció el que su familia se preocupara lo suficiente como para hacer acto de presencia; ningún pariente de los demás presos lo hizo. Con todo, hubiese preferido pasar por aquella humillación sin testigo alguno.

Su padre se puso en pie y se adelantó hacia el estrado. El hombre de los pantalones azules le habló en tono oficial.

– ¿Sí, señor?

– Soy el padre de Steve Logan. Quisiera hablar con él. -Lo dijo con un tono de voz autoritario-. ¿Puedo saber quién es usted?

– David Purdy, soy el encargado de la investigación preliminar.

Steve comprendió que fue así como sus padres se enteraron del asunto. Debía haberlo supuesto. La comisaría judicial le había dicho que un investigador comprobaría sus datos personales. El modo más sencillo de hacerlo consistía en ponerse en contacto con sus padres. Sintió una punzada de dolor al imaginarse aquella llamada telefónica.

¿Qué les había dicho el investigador?: «Tengo que comprobar la dirección de Steve Logan, que se encuentra bajo arresto en Baltimore, acusado de violación. ¿Es usted su madre?».

El padre estrechó la mano del funcionario y le saludó:

– ¿Cómo está usted, señor Purdy?

Pero Steve sabía que su padre odiaba a aquel hombre.

– Adelante, puede usted hablar con su hijo, no hay inconveniente -concedió Purdy.

El padre asintió secamente. Pasó por el banco situado a espaldas de los presos y se sentó inmediatamente detrás de Steve. Apoyó la mano en el hombro del muchacho y lo apretó suavemente. Los ojos de Steve se llenaron de lágrimas.

– Yo no lo hice, papá -dijo.

– Ya lo sé, Steve -respondió su padre.

Su sencilla fe fue demasiado para Steve, que estalló en llanto. Una vez hubo empezado a llorar le resultó imposible dejarlo. El hambre y la falta de sueño le habían debilitado. Le agobiaba toda la tensión y los sufrimientos de los dos últimos días y las lágrimas fluyeron libre y copiosamente. Continuó sollozando y secándose el rostro con las manos esposadas.

Al cabo de unos instantes, el padre dijo: -Hubiéramos querido traer un abogado, pero no tuvimos tiempo…, sólo el justo para venir aquí.

Steve inclinó la cabeza. Sólo con que pudiera dominarse, sería su propio abogado.

Entraron dos chicas, acompañadas de una celadora. No iban esposadas. Se sentaron y rompieron a reír como tontas. Aparentaban unos dieciocho años.

– ¿Cómo diablos sucedió todo esto? -preguntó a Steve su padre.

El intento de responder a la pregunta formulada ayudó a Steve a dejar de llorar.

– Debo parecerme al individuo que lo hizo -dijo. Se sorbió la nariz y tragó saliva-. La víctima me señaló en una rueda de reconocimiento. Y me encontraba por las cercanías cuando ocurrieron los hechos, eso ya se lo dije a la policía. La prueba de ADN demostrará mi inocencia, pero tarda tres días. Confío en obtener la libertad bajo fianza hoy.

– Hay que decirle al juez que estamos aquí -expresó el padre-. Eso probablemente sea algo a tu favor.

Steve se sintió como un chiquillo al que consolaba su padre. Llevó a su mente el recuerdo del día en que dispuso de su primera bicicleta. Debió de ser cuando cumplió los cinco años. Era una bici de dos ruedas, que llevaba en la trasera otras dos más pequeñas, estabilizadoras, para evitar las caídas. La casa tenía un amplio jardín con una escalera de dos peldaños que llevaba al patio, situado a un nivel más bajo. «Ve por el césped y no te acerques a los escalones», le había dicho papá; pero lo primero que hizo el pequeño Stevie fue precisamente tratar de bajar aquellos peldaños montado en la bicicleta. Fue a parar al suelo, lastimándose y estropeando la bici. Tuvo la plena certeza de que papá se enfadaría mucho con él por haber desobedecido una orden directa. Papá le levantó del suelo, le curó las heridas con cuidado y aunque Stevie esperaba un estallido de indignación, este no se produjo. Papá nunca decía: «Ya te lo advertí». Sucediera lo que sucediese, los padres de Steve siempre estaban de su parte.

Entró el juez.

Era una atractiva mujer blanca, de unos cincuenta años, menuda y pulcra. Vestía toga negra y llevaba una lata de Coca-Cola baja en calorías, que, al sentarse, depositó encima de la mesa.

Steve trató de leer en su expresión. ¿Era una mujer cruel o benévola? ¿Una señora de carácter afectuoso y mentalidad liberal, un alma de Dios, o una sargentona ordenancista que anhelaba en secreto enviarlos a todos a la silla eléctrica? Steve observó atentamente las azules pupilas de la juez, su nariz aguda, su cabellera morena veteada de hebras grises. ¿Tenía esposo con la barriga propia del bebedor de cerveza, un hijo crecido del que preocuparse y unos nietos a los que adoraba y con los que solía jugar revolcándose con ellos encima de la alfombra? ¿O vivía sola en un piso caro lleno de muebles modernos con agudas esquinas? Las clases de derecho que había recibido le informaron de las razones teóricas existentes para conceder o denegar las peticiones de fianza, pero ahora le parecían poco menos que improcedentes. Lo único que en realidad tenía importancia era si aquella mujer era bondadosa o no.

La juez recorrió con la vista la hilera de presos y saludó:

– Buenas tardes. Voy a examinar sus solicitudes de fianza.

Su voz era baja, pero clara, su dicción, precisa. A su alrededor, todo parecía exacto y ordenado…, salvo aquella lata de Coca-Cola, un toque humano que despertó las esperanzas de Steve.

– ¿Han recibido todos ustedes sus respectivos pliegos de cargos?

Todos los tenían. La juez recitó un escrito relativo a los derechos de los acusados y el modo de conseguir abogado.

Una vez concluido ese trámite, indicó: -Cuando mencione su nombre, tengan la bondad de levantar la mano derecha… Ian Thompson.

Un preso levantó la mano. La juez leyó las acusaciones y las condenas que podían corresponderle. A Ian Thompson se le acusaba de haber desvalijado tres casas de un lujoso barrio de Roland Park. Era un joven hispano que llevaba el brazo en cabestrillo, que no manifestó el menor interés por su destino y al que parecía aburrirle todo el proceso.

Cuando la juez le dijo que tenía derecho a una vista preliminar y a un juicio con jurado, Steve aguardó con impaciencia si concedía o no la fianza a Ian Thompson.

Se puso en pie el encargado de la investigación preliminar. Expuso, hablando apresuradamente, que Thompson llevaba un año viviendo en el mismo domicilio, tenía esposa y un hijo, pero carecía de trabajo. También era heroinómano y tenía antecedentes delictivos. Steve no habría enviado a la calle a un hombre como aquel.

Sin embargo, la juez fijó una fianza de veinticinco mil dólares. El ánimo de Steve se elevó. Sabía que normalmente el acusado sólo ha de depositar el diez por ciento, en efectivo, de la fianza que se le establezca, así que Thompson se vería libre si lograba reunir dos mil quinientos dólares. Eso parecía indulgente de veras.

A continuación le toco el turno a una de las chicas. Se había peleado con otra y se le acusaba de agresión. El investigador preliminar explicó a la juez que la joven vivía con sus padres y trabajaba en la sección de control de un supermercado próximo. Evidentemente no era en absoluto peligrosa y la juez declaró que salía fiadora bajo su propia responsabilidad, lo que significaba que no tenía que pagar cantidad alguna.

Era otra decisión benévola, y la moral de Steve subió un grado más.

A la demandada, por otra parte, se le ordenó que no se acercara al domicilio de la muchacha con la que tuvo la trifulca. Eso recordó a Steve que un juez podía añadir condiciones a la fianza. El no tendría el menor reparo en mantenerse a distancia de Lisa Hoxton. Ignoraba por completo donde vivía y el aspecto que pudiera tener, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que le facilitara la salida de la cárcel.

El siguiente acusado era un hombre blanco de mediana edad cuyo crimen consistía en haber enseñado el pene en plan exhibicionista a las clientes de la sección de artículos para la salud e higiene femenina de un drugstore RiteAid. Contaba con un largo historial de delitos similares. Vivía solo, pero llevaba cinco años residiendo en el mismo domicilio. Ante la sorpresa y desaliento de Steve, la juez le denegó la libertad bajo fianza. El hombre era bajito y delgado; a Steve le pareció un chiflado inofensivo. Pero quizá la juez, mujer al fin y al cabo, era particularmente implacable cuando se trataba de delitos sexuales.

La magistrada miro su papel y convocó:

– Steven Charles Logan.

Steve alzó la mano. «Por favor, déjame salir de aquí, por favor.»

– Se le acusa de violación en primer grado, lo que lleva implícita una posible condena a cadena perpetua.

Steve oyó a su espalda el grito sofocado de su madre.

La juez continuó leyendo los demás cargos y penas; luego, el encargado de la investigación preliminar se puso en pie. Recitó la edad de Steve, su domicilio y ocupación, y declaró que carecía de antecedentes penales y de adicciones a los estupefacientes. Steve pensó que parecía un ciudadano modelo en comparación con los acusados anteriores. Seguramente, la juez tenía que tomar nota de eso, ¿no?

Cuando Purdy terminó, Steve dijo:

– ¿Puedo hacer uso de la palabra, señoría?

– Sí, pero tenga presente que puede ser perjudicial para usted contarme determinados datos acerca del crimen.