– En fin, le deseo suerte.
– Agradezco su colaboración, doctora Ferrami.
– Adiós. -Jeannie colgó y dijo-: ¡zorra!
Ted le tendió una taza de café.
– Deduzco que han anunciado la cancelación de tu programa.
– No lo entiendo. Berrington me dijo que hablaríamos acerca de lo que íbamos a hacer.
Ted bajo la voz:
– No conoces a Berry tan bien como yo. Créeme, es una serpiente. Yo no lo perdería de vista.
– Tal vez fue un error -dijo Jeannie, deseosa de agarrarse a un clavo ardiendo-. Quizá la secretaria del doctor Obell envió el comunicado por equivocación.
– Es posible -concedió Ted-. Pero yo apuesto mi dinero sobre la teoría de la serpiente.
– ¿Crees que debería llamar al Times y decir que la persona que contestó en mi teléfono era un impostor?
Ted se echó a reír.
– Lo que creo es que deberías presentarte en el despacho de Berry y preguntarle si tenía intención de enviar el comunicado antes de hablar contigo.
– Buena idea.
Jeannie se bebió el café y se levantó.
Ted fue hacia la puerta.
– Buena suerte. Estoy contigo.
– Gracias.
Jeannie pensó en darle un beso en la mejilla, pero decidió no hacerlo. Se alejó pasillo adelante y subió el tramo de escaleras que conducía al despacho de Berrington. La puerta estaba cerrada con llave. Continuó su camino, rumbo a la oficina de la secretaria que estaba al servicio de todos los profesores.
– ¡Hola, Julie! ¿Dónde esta Berry?
– Se marchó y dijo que hoy ya no volvería, pero me pidió que te diese cita para mañana.
Maldición. El hijo de mala madre le daba esquinazo. La teoría de Ted era acertada.
– ¿A qué hora?
– A las nueve y media.
– Aquí estaré.
Bajó a su planta y entró en el laboratorio. Sentada ante el banco de trabajo, Lisa verificaba la concentración de los ADN de Steven y Dennis que tenía en las probetas. Había mezclado dos microlitros de cada muestra con dos mililitros de tintura fluorescente. La tintura brillaba en contacto con el ADN y la intensidad del brillo indicaba la cantidad de ADN, que medía un fluorímetro dotado de un cuadrante que daba el resultado en nanogramos de ADN por microlito de muestra.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.
– Muy bien.
Jeannie observó con atención el semblante de Lisa. Seguía en negativo, eso saltaba a la vista. Concentrada en la tarea, su expresión era impasible, pero se la apreciaba tensa bajo la superficie.
– ¿Hablaste ya con tu madre?
Los padres de Lisa vivían en Pittsburgh.
– No quiero preocuparla.
– Para eso está. Llámala.
– Quizás esta noche.
Jeannie le contó la historia de la reportera del New York Times mientras Lisa seguía con su trabajo: mezcló muestras de ADN con una enzima denominada endonucleasa de restricción. Estas enzimas destruyen el ADN extraño que pueda introducirse en el cuerpo. Actúan cortando la molécula larga de ADN en miles de fragmentos. Lo que las hacía tan útiles para los ingenieros genéticos era que las endonucleasas siempre seccionan el ADN en el mismo punto específico. Así que los fragmentos de dos muestras de sangre se podían comparar. Caso de corresponderse, la sangre era de un solo individuo o de gemelos idénticos. Si los fragmentos eran distintos, debían proceder de individuos diferentes.
Era como cortar dos centímetros de la cinta de casete de una ópera. Se toma un corte de cinco minutos del principio de dos cintas distintas: si la música de ambas piezas de cinta es un dúo que canta Se a caso madama, los trozos de cinta son de Las bodas de Fígaro. Para eludir la posibilidad de que dos óperas completamente distintas pudieran tener la misma secuencia de notas, era necesario comparar varios fragmentos, no sólo uno.
El proceso de fragmentación llevaba varias horas y no podía apresurarse: si el ADN no se fragmentaba en su totalidad, la prueba no resultaría.
A Lisa le causó bastante impacto el relato que le hizo Jeannie, pero no se mostró tan compasiva como la doctora esperaba. Tal vez era porque Lisa había sufrido un trauma devastador sólo tres días antes y, en comparación, la crisis de Jeannie parecía ser menos grave.
– Si hubieses de decir adiós a tu proyecto -dijo Lisa-, ¿qué otro estudio emprenderías?
– No tengo ni idea -replicó Jeannie-. No puedo imaginar que tenga que despedirme de este.
Jeannie se daba cuenta de que Lisa era incapaz de identificarse afectivamente, de comprender ese anhelo que impulsa a los científicos. Para Lisa, ayudante de laboratorio, un proyecto de investigación era más o menos igual que otro.
Jeannie volvió a su despacho y telefoneó a la Residencia Bella Vista del Ocaso. Con todo lo que le estaba ocurriendo a ella, se le había pasado por alto hablar con su madre.
– ¿Podría ponerme con la señora Ferrami, por favor? -pidió.
– Están almorzando. -La respuesta fue brusca.
Jeannie vaciló.
– Bueno. ¿Tendría usted la bondad de decirle que ha llamado su hija y que volverá a hacerlo dentro de un rato?
– Sí.
Jeannie tuvo la sensación de que la mujer no estaba tomando nota del recado.
– Soy J-e-a-n-n-i-e -dijo-. Su hija.
– Sí, vale.
– Gracias, muy amable.
– De nada.
Jeannie colgó. Tenía que sacar a su madre de allí. Aún no había realizado ninguna gestión para conseguir clases que dar durante los fines de semana.
Consultó su reloj: poco más de las doce del mediodía. Cogió el ratón y miró la pantalla, pero parecía inútil seguir trabajando en un proyecto que podían cancelar. Dominada por una sensación de rabia e impotencia, decidió dar por concluida la jornada laboral.
Apagó el ordenador, cerró el despacho y abandonó el edificio. Aún tenía su Mercedes rojo. Subió al coche y palmeó el volante con una agradable sensación de familiaridad.
Trató de animarse. Tenía padre; lo cual no dejaba de ser un raro privilegio. Tal vez debiera pasar tiempo con él, disfrutar de la novedad de su compañía. Podrían darse un paseo hasta el puerto y caminar un poco juntos. Le compraría una chaqueta deportiva nueva en Brooks Brothers. Ella no tenía dinero, pero se la cargarían en cuenta. Qué diablos, para cuatro días que va a vivir una…
Se sentía mucho mejor al aparcar el automóvil ante su domicilio.
– Papá, ya estoy en casa -avisó mientras subía las escaleras. Al entrar en el salón notó que algo no encajaba. Al cabo de un momento reparó en que el televisor no estaba en su sitio. Quizá su padre lo trasladó al dormitorio para ver algún programa. Miró en el cuarto contiguo; su padre no estaba allí. Volvió a la sala de estar-. ¡Oh, no! -exclamó. La videograbadora también había desaparecido-. ¡No es posible que me hayas hecho esto, papá! -El estero había volado, lo mismo que el ordenador de encima del escritorio-. ¡No! ¡No puedo creerlo! -Corrió a su alcoba y abrió el joyero. El pendiente nasal con el diamante de un quilate que le había regalado Will Temple brillaba por su ausencia.
Repicó el teléfono y Jeannie descolgó con gesto estómago.
– Aquí, Steve Logan -dijo la voz-. ¿Cómo estás?
– Este es el día más espantoso de mi vida -dijo Jeannie, y rompió a llorar.
24
Steve Logan colgó el teléfono.
Se había duchado, afeitado y puesto ropa limpia. Tenía el estómago lleno de la lasaña que le preparó su madre. Había contado a sus padres, con todo detalle, minuto a minuto, la prueba por la que pasó. Y aunque el muchacho les dijo que estaba seguro de que retirarían los cargos en cuanto se conociera el resultado de las pruebas de ADN, los padres insistieron en la conveniencia de que dispusiera de asesoría jurídica, y Steve iba a ir a ver a un abogado a la mañana siguiente. Todo el trayecto de Baltimore a Washington se lo pasó durmiendo en el asiento trasero del Lincoln Mark de su padre, y pese a que eso difícilmente podía compensar la noche y media que permaneció despierto, ahora se encontraba en perfectas condiciones.
Y quería ver a Jeannie.
Era un deseo que le acuciaba antes de telefonearla. Y ahora que conocía el apuro en que se encontraba la muchacha, el anhelo de verla era mucho más intenso. Se moría por abrazarla y asegurarle que todo iba a arreglarse.
También barruntaba que entre los problemas de Jeannie y los suyos existía una relación. A Steve le parecía que todo empezó a ir mal para ambos a partir del momento en que Jeannie le presentó a su jefe y Berrington reaccionó de aquel extraño modo.
Steve deseaba saber más respecto al misterio de sus orígenes. No había hablado a sus padres de aquella parte. Era demasiado singular e inquietante. Pero sentía la imperiosa necesidad de tratar el tema con Jeannie.
Volvió a coger el teléfono para llamarla otra vez, pero luego cambió de idea. Seguro que ella iba a decirle que no deseaba hablar con nadie. Las víctimas de la depresión suelen comportarse así, aunque necesiten de veras un hombro sobre el que llorar. Tal vez lo que podía hacer era presentarse sin más en la puerta de su casa y decirle:
– ¡Ea, vamos a intentar animarnos mutuamente!
Se trasladó a la cocina. La madre estaba frotando el plato de la lasaña con un cepillo de alambre. El padre había ido a pasar una hora en el despacho. Steve empezó a poner cacharros en el lavavajillas.
– Mamá -dijo-, te va a parecer un poco extraño, pero…
– Vas a ir a ver a una chica -se le adelantó la madre.
Steve sonrió.
– ¿Cómo lo sabías?
– Soy tu madre, soy telepática. ¿Cómo se llama?
– Jeannie Ferrami. Doctora Ferrami.