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– ¿Ahora soy una madre judía? ¿Se supone que he de sentirme impresionada por el hecho de que sea médico?

– Es doctora en ciencias, no en medicina.

– Si ya tiene el doctorado, debe de ser mayor que tú.

– Veintinueve años.

– Hummm. ¿Cómo es?

– Bueno, tirando a impresionante, ya sabes, alta y muy bien dotada, juega al tenis endiabladamente, pelo negro, ojos oscuros, nariz perforada con un delicado aro de plata, y es, en fin, fuerte, no tiene pelos en la lengua a la hora de decir de manera directa lo que cree que tiene que decir, pero también se ríe mucho, a gusto, yo le hice soltar carcajadas un par de veces, pero sobre todo es -busco la palabra adecuada-, es pura presencia, cuando está delante, uno no puede mirar a otro sitio…

Se interrumpió.

Su madre se le quedó mirando y luego dijo:

– ¡Ay, muchacho!… Te ha dado fuerte.

– Bueno, no necesariamente… -Se cortó-. Si, tienes razón. Estoy loco por esa chica.

– ¡Ella siente lo mismo por ti?

– Aún no.

Su madre le sonrió cariñosamente.

– Anda, ve a verla. Confío en que te merezca.

Steve la besó.

– ¿Cómo te las arreglas para ser tan buena persona?

– Práctica -respondió la madre.

El coche de Steve estaba aparcado en la puerta; lo habían ido a recoger al campus de la Jones Falls y su madre lo condujo de vuelta a Washington. Desembocó en la I-95 y se dirigió de nuevo a Baltimore.

A Jeannie le vendría bien un poco de afectuosa solicitud. Cuando la llamó por teléfono, ella le contó que el presidente de la universidad la había traicionado y su padre le había robado. Necesitaba que alguien derrochase cariño sobre ella y esa era una labor que él estaba cualificado y deseoso de cumplir.

Mientras conducía se la imaginó sentada a su lado, riendo y diciendo cosas como: «Me alegro de que hayas vuelto a verme, haces que me sienta mucho mejor, ¿por qué no nos desnudamos y nos metemos en la cama?».

Hizo un alto en un centro comercial de un barrio de Mount Washington, donde compró una pizza de marisco, una botella de vino blanco de diez dólares, un recipiente de helado Ben amp; Jerry -sabor Rainforest Crunch- y diez claveles amarillos. Captó su atención un titular acerca de la Genético, S. A. que destacaba en la primera plana del The Wall Street Journal. Recordó que era la empresa que había financiado la investigación de Jeannie sobre los gemelos. Al parecer estaba a punto de hacerse cargo de ella la Landsmann, una corporación alemana. Compró el periódico.

El deleite de sus fantasías se vio ensombrecido por la intranquilidad que le produjo de pronto la idea de que tal vez Jeannie hubiese salido después de haber hablado con él. O quizás estuviera en casa, pero se negase a abrir la puerta. O tal vez tuviera visita.

Se alegró al ver un Mercedes 230C rojo estacionado cerca del edificio. Luego se dijo que Jeannie podía haberse ido a pie. O en taxi. O en el coche de alguna amiga.

Tenía portero automático. Pulsó el timbre del interfono y miró el altavoz, deseando que emitiese algún ruido. No ocurrió así. Volvió a tocar el timbre. Se oyó un chasquido. El corazón le dio un salto en el pecho. Una voz irritada preguntó:

– ¿Quién es?

– Steve Logan. He venido a levantarte el ánimo.

Una pausa prolongada.

– No tengo ganas de recibir visitas, Steve.

– Déjame al menos entregarte unas flores.

Jeannie no contestó. Está asustada, pensó Steve, y se sintió amargamente desilusionado. Ella le había dicho que le creía inocente, pero eso fue cuando se encontraba segura al otro lado de los barrotes. Ahora que él se encontraba ante su puerta y Jeannie estaba sola, la cosa ya no era tan fácil.

– No habrás cambiado de idea acerca de mí, ¿verdad? -dijo. Steve-. ¿Aún crees que soy inocente? Si no es así, me iré.

Sonó un zumbido y se abrió la puerta.

Steve se dijo que no era mujer que resistiese un desafío.

El muchacho entró en un pequeño vestíbulo en el que había dos puertas. Una estaba abierta de par en par y conducía a una escalera. En lo alto de la misma se erguía Jeannie, con una camiseta de manga corta y luminoso color verde.

– Supongo que es mejor que subas -invitó.

No era la más entusiasta de las bienvenidas, pero Steve sonrió y subió la escalera con los regalos en una bolsa de papel. Jeannie le introdujo en una sala de estar con cocina americana. Steve observó que a la muchacha le gustaba el blanco y negro con salpicaduras de colores vivos. Tenía un sofá negro con cojines anaranjados, un reloj azul eléctrico en una pared blanca, pantallas de color amarillo brillante, y un blanco mostrador de cocina con tazas de café rojas.

Dejó la bolsa encima del mostrador.

– Verás -dijo-, lo que te hace falta es comer algo. En cuanto lo hagas, te sentirás mejor. -Sacó la pizza-. Y un vaso de vino te rebajará la tensión. Luego, cuando estés preparada para concederte un tratamiento especial, puedes tomarte este helado directamente del envase de cartón, no tienes por qué ponerlo en un plato. Y cuando toda la comida y la bebida se haya acabado, aún te quedarán las flores. ¿Vale?

Le contempló como si fuera una criatura llegada de Marte.

– Y de todas formas -continuó Steve-, se me ocurrió que necesitabas además que viniese alguien aquí y te dijera que eres una persona maravillosa y especial.

A Jeannie se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Vete a hacer puñetas! -exclamó-. ¡Yo nunca lloro!

Steve apoyó las manos en los hombros de Jeannie. Era la primera vez que la tocaba. Probó a acercársela. Ella no opuso resistencia. Casi sin atreverse a creer en su buena suerte, la abrazó. Era casi tan alta como él. Jeannie apoyó la cabeza en el hombro de Steve y los sollozos sacudieron su cuerpo. Él le acarició los cabellos. Era un pelo suave y espeso. Steve tuvo una erección y se retiró un poco, confiando en que ella no lo hubiera notado.

– Todo se arreglará -dijo, abrazándola nuevamente-. Ya verás como las cosas se solucionan.

Jeannie permaneció en sus brazos durante un largo y delicioso momento. Steve notó la cálida tibieza de su cuerpo e inhaló su perfume. Se preguntó si debía atreverse a besarla. Vaciló, temeroso de que si precipitaba los acontecimientos, ella le rechazase. Luego, el instante pasó y Jeannie se apartó.

Se limpió la nariz con el faldón de la holgada camiseta y al hacerlo brindó a Steve un sensual vistazo al estómago liso y atezado por el sol.

– Gracias -articuló Jeannie-. Necesitaba un hombro sobre el que llorar.

Le descorazonó el tono un tanto despreocupado. Para él fue un instante de intensa emoción; para ella, solo un alivio de la tensión.

– Es parte del servicio -dijo Steve, irónico, y al instante se dijo que había perdido una magnífica ocasión de quedarse callado.

Jeannie abrió un aparador y sacó platos.

– Ya me siento mejor -dijo-. Comamos.

Steve se encaramó a un taburete ante el mostrador de la cocina. Cortó la pizza y descorchó la botella de vino. Disfrutó de la contemplación de los movimientos de la mujer por la casa: viéndola cerrar un cajón con un golpe de cadera, mirar con los párpados entrecerrados la tonalidad del vino que contenía la copa, coger el sacacorchos con sus dedos largos y hábiles. Recordó la primera chica de la que se había enamorado. Se llamaba Bonnie y tenía siete años, los mismos que él entonces; y Steve se había quedado mirando aquellos bucles rubio fresa y aquellos ojos verdes y pensó que era un milagro que pudiera existir alguien tan perfecto en el patio de la Escuela Primaria de Spiller Road. Durante una temporada albergó la idea de que pudiera ser realmente un ángel.

No creía que Jeannie fuese un ángel, pero parecía envolverla una fluida gracia física que le hacía sentir la misma portentosa sensación.

– Tienes una tremenda capacidad de recuperación -comentó Jeannie-. La última vez que te vi, tu aspecto era horrible. De eso hace sólo veinticuatro horas, pero pareces nuevo.

– Salí bastante bien librado. Sólo me duele un poco en el punto donde el detective Allaston me golpeó la cabeza contra la pared y la contusión que me produjo Gordinflas Butcher al patearme las costillas a las cinco de esta mañana, pero se me pasará enseguida, siempre y cuando no vuelvan a meterme en chirona.

Apartó esa idea de la cabeza. No iba a volver a la celda; la prueba de ADN lo eliminaría como sospechoso.

Le dio un repaso visual a la librería de Jeannie. Había muchos títulos ajenos a la narrativa. Biografías de Darwin, Einstein y Francis Bacon; unas cuantas mujeres novelistas que él no había leído: Erica Jong y Joyce Carol Oates; cinco o seis Edith Wharton, algunos clásicos modernos.

– ¡Vaya, veo que tienes mi novela favorita de toda la vida! -comentó.

– Deja que adivine: Matar un ruiseñor.

Steve se quedó atónito.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vamos. El protagonista es un abogado que se enfrenta a los prejuicios sociales para defender a un hombre inocente. ¿No es ese tu gran sueño? Además, no creo que hubieses elegido The Women's Room.

Steve sacudió la cabeza, resignado.

– Sabes muchas cosas acerca de mí. Le acobardas a uno.

– ¿Cuál crees que es mi libro preferido?

– ¿Se trata de una prueba?

– Apuesta algo.

– Ah… ejem, Middlemarch.

– ¿Por qué?

– La protagonista es una mujer fuerte, independiente.

– ¡Pero no hace nada! De cualquier modo, el libro que tenía en la cabeza no es ninguna novela. Te doy otra oportunidad.

Steve meneó la cabeza.

– No es novela. -Tuvo un golpe de inspiración-. Ya sé. La historia de un brillante y distinguido descubrimiento que explicaba algo crucial para la existencia del hombre. Apuesto a que es La doble hélice.