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Berrington le tendió la salida impresa tomada del correo electrónico de Jeannie. Mientras Jim lo examinaba, Berrington miró a su alrededor. En las paredes de su despacho, Jim tenía fotos de sí mismo con todos y cada uno de los presidentes de Estados Unidos posteriores a Kennedy. Allí estaba el uniformado capitán Proust saludando a Lyndon Johnson; el comandante Proust, con la cabeza aún cubierta por una lisa cabellera rubia, estrechando la mano a Dick Nixon; el coronel Proust fulminando siniestramente con la mirada a Jimmy Carter; el general Proust compartiendo un chiste con Ronald Reagan, ambos riéndose a mandíbula batiente; Proust en traje de calle, subdirector de la CIA, en sesuda conversación con un George Bush de ceño fruncido; y el senador Proust, ahora calvo y con gafas, agitando el índice ante Bill Clinton. También había fotos de Proust bailando con Margaret Thatcher, jugando al golf con Bob Dole y montado a caballo, cabalgando junto a Ross Perot. Berrington tenía unas cuantas fotos similares, pero las de Jim formaban toda una maldita galería completa. ¿A quién trataba de impresionar? Era muy probable que a sí mismo. Verse continuamente con las personas más poderosas del mundo convencía a Jim de que era un personaje importante.

– Jamás oí aludir a alguien que se llame Ghita Sumra -dijo Jim-. No puede tratarse de alguien que esté muy arriba.

– ¿A quién conoces en el FBI? -se impacientó Berrington.

– ¿Conoces a los Creanes, David y Hilary?

Berrington denegó con la cabeza.

– El es un director asistente, ella una alcohólica redimida. Ambos se andan por la cincuentena. Hace diez años, cuando yo llevaba la CIA, David trabajó para mí en la Directiva Diplomática: vigilaba todas las embajadas extranjeras y sus secciones de espionaje. Me caía bien. De cualquier modo, una tarde Hilary se emborrachó, salió por ahí en su Honda Civic y mató a una niña de seis años, una chica negra, en Beulah Road, cerca de Springfield. No se detuvo, siguió hasta un centro comercial, y llamó desde allí a Dave, que estaba en Langley. El acudió a buscarla en su Thunderbird, la recogió, la llevó a casa y luego puso una denuncia, declarando que les habían robado el Honda.

– Pero algo salió mal.

– Hubo un testigo del accidente que estaba seguro de que el coche lo conducía una mujer blanca de edad mediana y un detective obstinado que sabía que son muy pocas las mujeres que roban automóviles. El testigo identificó de manera positiva a Hilary, la cual se vino abajo y confesó.

– ¿Cómo acabo el asunto?

– Fui al fiscal del distrito. Quería meterlos a los dos en la cárcel. Le juré que aquel caso era una importante cuestión de seguridad nacional y le convencí para que retirara las acusaciones. Hilary empezó a ir a Alcohólicos Anónimos y no ha vuelto a beber desde entonces.

– Y a Dave lo transfirieron a la Oficina, donde se las ha arreglado bastante bien.

– Y, muchacho, están en deuda conmigo.

– ¿Puede parar los pies a esa tal Ghita?

– Es uno de los nueve directores asistentes que despachan con el subdirector. No lleva la división de huellas dactilares, pero es un tipo bastante influyente.

– Pero ¿puede hacerlo?

– ¡No lo sé! Se lo pediré, ¿de acuerdo? Si puede, lo hará por mí.

– Muy bien, Jim -dijo Berrington-. Coge ese condenado teléfono y pídeselo.

27

Jeannie encendió la luz del laboratorio de psicología y entró en él, seguida de Steve.

– El lenguaje genético tiene cuatro letras -explico la doctora-. A, C, G y T.

– ¿Qué representan?…

– Adenina, citosina, guanina y timina. Son los componentes químicos unidos a los largos filamentos centrales de la molécula de ADN. Forman palabras y frases del tipo de «Cada pie tiene cinco dedos».

– Pero el ADN de toda persona debe decir «Cada pie tiene cinco dedos».

– Buena observación. Tu ADN es similar al mío y al de todos los demás habitantes del planeta. Tenemos mucho en común con los animales, porque están hechos de las mismas proteínas que nosotros.

– ¿Cómo puedes determinar, entonces, la diferencia entre el ADN de Dennis y el mío?

– Entre las palabras hay trozos que no significan nada, son jerigonza de relleno. Como espacios en una frase. Se los llama oligonucleótidos, pero todo el mundo los conoce por oligos. En el espacio entre «cinco» y «dedos» puede haber un oligo que diga TETEGEGECCCC, repetido.

– ¿Todos tenemos TETEGEGECCCC?

– Sí, pero el número de repeticiones varía. Mientras que tú puedes tener treinta y un oligos TETEGEGECCCC entre «cinco» y «dedos», tal vez yo tenga doscientos ochenta y siete. Carece de importancia la cantidad que uno tenga, puesto que el oligo no significa absolutamente nada.

– ¿Cómo comparas mis oligos con los de Dennis?

Jeannie le mostró una placa rectangular del tamaño y la forma de un libro.

– Cubrimos esta placa con un gel, tallamos unas muescas en la parte superior y vertemos muestras de tu ADN y del de Dennis en las muescas. Luego ponemos la placa aquí dentro. -Encima del banco había un pequeño depósito de cristal. Sometemos el gel a una corriente eléctrica durante un par de horas. Eso hace que los fragmentos de ADN rezumen a través del gel en líneas rectas. Pero los fragmentos pequeños se desplazan más deprisa que los grandes. De modo que los tuyos, que tienen treinta y un oligos, acabarán por delante de los míos, con sus doscientos ochenta y siete.

– ¿Cómo compruebas hasta dónde llegan en su desplazamiento?

– Usamos productos químicos llamados sondas. Se unen a oligos específicos. Supongamos que tenemos un oligo que atrae TETEGEGECCCC. -Le mostró un trozo de tela que parecía un paño de cocina-. Tomamos una membrana de nailon empapada en solución sonda y la extendemos sobre el gel para que absorba los fragmentos. Las sondas son también luminosas, de modo que marcarán una película fotográfica. -Miró el otro depósito-. Veo que Lisa ha extendido el nailon sobre la película. -Le echó un vistazo-. Me parece que ya se ha formado la muestra. Todo lo que hay que hacer es fijar la película.

Steve intentó ver la imagen de la película mientras Jeannie la lavaba en un recipiente que contenía algún producto químico. Jeannie la aclaró después bajo el chorro del grifo. La historia de Steve estaba escrita en aquella página. Pero lo único que el muchacho pudo distinguir fue el dibujo de una escala sobre la claridad del plástico.

Por último, Jeannie lo agitó para que se secara y lo puso delante de una caja de luz.

Steve se apresuró a escudriñarlo. La película aparecía surcada, desde la parte superior hasta el fondo, por una serie de líneas rectas, de unos tres milímetros de ancho, como pistas grises. Las pistas estaban numeradas en la parte inferior de la película, del uno al dieciocho. Dentro de las pistas había unas limpias marcas negras semejantes a guiones. Aunque eso no significaba nada para Steve.

– Las marcas negras indican hasta dónde han llegado tus fragmentos en su recorrido por las pistas -explicó Jeannie.

– Pero hay dos marcas negras en cada pista.

– Eso es porque tienes dos filamentos de ADN, uno de tu padre y otro de tu madre.

– Claro. La doble hélice.

– Exacto. Y tus padres tenían oligos diferentes. -Consultó las notas escritas en una hoja de papel y luego alzó la mirada-. ¿Estás seguro de que te encuentras preparado para esto…, tanto si el resultado es en un sentido como en otro?

– Desde luego.

– Muy bien. Jeannie volvió a bajar la mirada-. La pista tres es tu sangre.

Había dos marcas, separadas cosa de dos centímetros y medio, hacia la mitad vertical de la película.

– La pista cuatro es un control. Probablemente sea mi sangre o la de Lisa. Las marcas deberían estar en posiciones completamente distintas.

– Lo están.

Las dos marcas se encontraban bastante juntas, en la parte inferior de la película, cerca de los números.

– La pista cinco es Dennis Pinker. ¿Están las marcas en la misma posición que las tuyas o en una posición distinta?

– En la misma -dijo Steve-. Coinciden perfectamente.

Jeannie le miró.

– Steve, sois gemelos -dijo.

No quería creerlo.

– ¿Existe alguna posibilidad de error?

– Claro -repuso Jeannie-. Hay una posibilidad entre cien de que dos individuos sin conexión alguna puedan tener un fragmento del mismo ADN materno y paterno. Normalmente probamos cuatro fragmentos distintos, utilizando diferentes oligos y sondas. Eso reduce la posibilidad de error a una entre cien millones. Lisa efectuará tres pruebas más; cada una de ellas tarda medio día en realizarse. Pero sé cuál será el resultado. Y tú también lo sabes, ¿verdad?

– Supongo que sí. -Steve suspiró-. Vale más que empiece a creer eso. ¿De dónde diablos vengo?

La expresión de Jeannie era pensativa.

– Se me ha quedado en la cabeza una cosa que dijiste. «No tengo hermanos ni hermanas.» Por lo que has contado acerca de tus padres, parecen la clase de personas a las que les gustaría tener la casa llena de críos, tres o cuatro.

– Eso es cierto -dijo Steve-. Pero mamá tenía dificultades para concebir. Había cumplido los treinta y tres años y llevaba diez casada con papá cuando vine yo. Escribió un libro sobre eso: Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada. Fue su primer superventas. Con el dinero que obtuvo compró una cabaña de verano en Virginia.

– Charlotte Pinker tenía treinta y nueve años cuando nació Dennis. Apuesto algo a que también tenía problemas de esterilidad. Me pregunto si eso no significará algo.

– ¿Cómo qué?

– No lo sé. ¿Se sometió tu madre a alguna clase de tratamiento especial?

– No he leído el libro. ¿La llamo?

– ¿Lo harías?