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– No puedo.

– Entonces no hay más que hablar.

Ghita se dirigió a la puerta.

– No te vayas así -rogó Jeannie-. Somos amigas desde hace demasiado tiempo.

Ghita se marchó.

– ¡Mierda!-exclamó Jeannie-. ¡Mierda!

La puerta de la calle se cerró de un portazo.

¿He perdido una de mis más viejas amigas?, se preguntó Jeannie.

Ghita la había abandonado. Jeannie comprendía sus motivos: se estaba ejerciendo una intensa presión sobre una joven que trataba de hacer carrera. Con todo, a quien se atacaba en realidad era a Jeannie, no a Ghita. La amistad de Ghita no había sobrevivido a la prueba de una crisis.

Jeannie se preguntó si otras amigas actuarían de la misma manera.

Acongojada, tomó una ducha rápida y empezó a ponerse prendas de ropa, rápidamente, un poco al tuntún. Luego se interrumpió y pensó. Iba a plantar batalla: era cuestión de arreglarse y ponerse lo mejor de su vestuario. Se quitó los vaqueros negros y la camiseta roja de manga corta. Se acicaló la cara meticulosamente: maquillaje de fondo, polvos, rimel y lápiz labial. Se puso un traje sastre negro con blusa gris debajo, medias transparentes y zapatos de charol. Cambió el aro de la nariz por un pendiente plano.

Se examinó ante el espejo de cuerpo entero. Se consideró peligrosa y se dijo que su aspecto era formidable.

– A matar, Jeannie, a matar -murmuró.

Salió de casa.

31

Al volante de su coche, durante el trayecto hacia la UJF, Jeannie iba pensando en Steve Logan. Le había llamado chicarrón fuertote, pero en realidad era más maduro de lo que muchos hombres adultos llegarían a ser. Ella había llorado sobre su hombro, de modo que, sin duda, confiaba inconscientemente en él hasta un nivel bastante profundo. Le gustó como olía, algo así como a tabaco antes de encenderlo. A pesar de la desolación que la embargaba no pudo por menos notar su erección, aunque Steve se esforzó en impedir que ella se diese cuenta. Resultaba halagador que el chico se excitase de aquel modo con sólo abrazarla, y Jeannie sonrió al recordar la escena. Era una lástima que Steve no tuviese diez o quince años más.

Le recordaba a su primer amor, Bobby Springfield. Ella tenía trece años y él quince. Ella no sabía casi nada acerca del amor y el sexo, pero la ignorancia del chaval en ese aspecto era idéntica y se embarcaron juntos en un viaje de descubrimiento. Jeannie se sonrojó al rememorar las cosas que llegaban a hacer los sábados por la noche en la última fila de la filmoteca. Lo incitante de Bobby, lo mismo que de Steve, era la sensación de arrebato apasionado. Bobby la deseaba con tal ardor, le inflamaba de tal modo acariciarle a ella los pezones o tocarle las bragas, que Jeannie se sentía enormemente poderosa. Durante una temporada abusó de ese poder, caldeándole hasta ponerlo al rojo vivo e incomodándole sólo para demostrar que podía hacerlo. Pero no tardó en comprender, incluso a la edad de trece años, que ese era un juego más bien tonto. Sin embargo, nunca perdió el sentido del peligro, el deleite que representaba jugar con un gigante encadenado. Y sentía lo mismo con Steve.

El muchacho era lo único bueno en el horizonte. Ella se encontraba en un apuro serio. Ahora no podía renunciar a su puesto en la UJF. Después de que el New York Times la había lanzado a la celebridad por haber desafiado a sus jefes, le iba a ser muy difícil encontrar otro empleo de carácter científico. Si yo fuese profesora, no se me ocurriría contratar a alguien susceptible de provocar esta clase de conflictos, pensó.

Pero era demasiado tarde para adoptar una postura cautelosa. Su única esperanza residía en mantenerse obstinadamente firme, utilizar los datos del FBI y obtener unos resultados científicos tan convincentes que el personal volviera a considerar su metodología y a debatir seriamente la ética de la misma.

Eran las nueve cuando detuvo su automóvil en la plaza de aparcamiento que tenía asignada. Mientras cerraba el vehículo y entraba en la Loquería notó en el estómago una sensación agria: demasiada tensión y nada de comida.

En cuanto entró en su despacho supo que alguien había estado ahí.

No se trataba del personal de limpieza. Estaba familiarizada con los pequeños cambios que producían: las sillas movidas cosa de cuatro o cinco centímetros, los círculos de los vasos fregados, la papelera en el rincón que no le correspondía. Esto era diferente. Alguien se había sentado ante el ordenador. El teclado se encontraba en un ángulo impropio; el intruso o la intrusa lo había situado inconscientemente de la forma que tenía por costumbre. Había dejado el ratón en mitad de la alfombrilla, cuando ella siempre lo dejaba a un lado, junto al borde del teclado. Al mirar a su alrededor observó que la puerta de un armario estaba ligeramente abierta y que la esquina de una cuartilla asomaba por el borde de un archivador.

Habían registrado el despacho.

Al menos, se consoló, esto es obra de un aficionado. No daba la impresión de que fuese la CIA quien anduviera tras ella. A pesar de todo, se sintió profundamente inquieta, como si tuviera mariposas aleteando dentro del estómago, mientras se sentaba y encendía el ordenador. ¿Quién había estado allí? ¿Un miembro de la facultad?,¿Un estudiante? ¿Un guarda de seguridad sobornado? ¿Algún intruso? ¿Y con qué fin?

Habían introducido un sobre por debajo de la puerta. Llevaba en su interior una autorización firmada por Lorraine Logan, que Steve remitió por fax a la Loquería. Jeannie sacó de un archivo la de Charlotte Pinker y guardó las dos en una cartera de mano. Se las llevaría consigo a la Clínica Aventina. Se sentó al escritorio y recuperó el correo electrónico. Sólo había un mensaje: el resultado de la exploración del FBI.

– Aleluya -musitó.

Transfirió la lista de nombres y direcciones con inmenso alivio. Estaba justificada; realmente, el rastreo encontró parejas. No veía el momento de empezar a revisarlas y comprobar si se daban más anomalías como la de Steve y Dennis.

Jeannie recordó que, con anterioridad, Ghita le había enviado por correo electrónico un mensaje en el que le anunciaba que iba a efectuar la exploración. ¿Qué pasó con él? Se preguntó si lo habría puesto en pantalla el fisgón de la noche anterior. Eso podría explicar la empavorecida llamada telefónica nocturna al jefe de Ghita.

Se disponía a echar una mirada a los nombres de la lista cuando sonó el teléfono. Era el presidente de la universidad.

– Aquí, Maurice Obell. Creo que sería conveniente que hablásemos sobre ese reportaje del New York Times, ¿no le parece?

Se tensó el estómago de Jeannie. Ya estamos, pensó aprensivamente. Empieza el baile.

– Naturalmente -dijo-. ¿A qué hora le conviene que pase por su despacho?

– Confiaba en que pudiera venir ahora mismo.

– Me tendrá ahí dentro de cinco minutos.

Copió en un disquete los resultados del FBI y luego salió de Internet. Extrajo el disquete del ordenador y cogió un bolígrafo. Reflexionó unos segundos y luego escribió en la etiqueta COMPRAS.LST. Posiblemente sería una precaución innecesaria, pero la hizo sentirse mejor.

Dejó caer el disquete en la caja donde guardaba sus archivos de seguridad y salió del despacho.

El día empezaba a caldearse. Mientras cruzaba el campus se preguntó qué quería obtener de la entrevista con Obell. Su único objetivo era que le permitiesen continuar con la investigación. Necesitaba mostrarse dura y dejar bien claro que no iba a permitir que la avasallaran; pero lo ideal sería que se calmaran los ánimos, se apaciguara la irritación de las autoridades universitarias y el conflicto perdiera virulencia.

Se alegró de haberse puesto el traje negro, aunque por culpa de él estuviera sudando: le proporcionaba un aspecto más serio y maduro, además de infundirle autoridad. Sus altos tacones repicaron contra las losas al acercarse a Hillside Hall. La introdujeron directamente en el rebosante despacho del presidente.

Berrington Jones estaba sentado allí, con un ejemplar del New York Times en la mano. Jeannie le sonrió, complacida de contar con un aliado. Berrington le correspondió con una glacial inclinación de cabeza.

– Buenos días, Jeannie -dijo.

Maurice Obell ocupaba su sillón rodante, al otro lado de su enorme mesa. Con los modales bruscos de costumbre, declaró:

– Sencillamente, esta universidad no puede tolerar esto, doctora Ferrami.

No la invitó a sentarse, pero Jeannie no había ido allí a la defensiva, predispuesta a aguantar varapalo alguno, de modo que eligió una silla, se acercó a ella, tomó asiento y cruzó las piernas.

– Es una lástima que hayan comunicado a la prensa que habían cancelado mi proyecto, antes de comprobar si tenían derecho legal a hacerlo -dijo con toda la frialdad que le fue posible reunir-. Por mi parte, estoy de acuerdo con usted en que se ha puesto en ridículo a la universidad.

Obell se encrespó.

– No he sido yo quien ha puesto a la universidad en ridículo.

Aquello era bastante subido de tono, decidió Jeannie; era el momento de decirle que ambos estaban en el mismo bando. Descruzó las piernas lentamente.

– Claro que no -convino-. Lo cierto es que ambos nos precipitamos un poco y la prensa se aprovechó de ello.

Intervino Berrington:

– El daño ya está hecho, ahora… ya no sirve de nada poner paños calientes.

– No estaba poniendo paños calientes -replicó Jeannie. Volvió la cara hacia Obell y le dedicó una sonrisa-. Sin embargo, creo que deberíamos dejar de pelearnos.

De nuevo fue Berrington quien le contestó: -Es demasiado tarde para eso.

– Estoy segura de que no -dijo Jeannie. Se extrañó de que Berrington hubiera dicho aquello. Tenía que desear la reconciliación; no era lógico que le interesase inflamar los ánimos. Mantuvo los ojos y la sonrisa sobre el presidente-. Somos personas razonables. Debemos ser capaces de encontrar una fórmula de compromiso que me permita a mí seguir con mi trabajo y a la universidad salvaguardar su dignidad.