Saltaba a la vista, claramente, que a Obell le seducía la idea, aunque enarcó las cejas y expuso:
– No acabo de ver como…
– Estamos perdiendo el tiempo lastimosamente -tercio Berrington con impaciencia.
Era la tercera vez que intervenía para echar leña al fuego. Jeannie se tragó la irritada réplica que estuvo a punto de emitir. ¿Por qué se comportaba Berrington de aquel modo? ¿Acaso quería que ella suspendiera su investigación, que tuviese dificultades con la universidad y que la desacreditaran? Empezaba a dar esa impresión. ¿Fue Berrington quien se coló subrepticiamente en su despacho, transfirió al ordenador el correo electrónico y avisó luego al FBI? ¿Pudiera ser incluso la persona que, en primer lugar, informo al New York Times y provocó todo aquel jaleo? Se quedo atónita ante la lógica perversa de tal idea y guardó silencio.
– Ya hemos decidido la línea de acción de la universidad -dijo Berrington.
Jeannie comprendió que se había equivocado respecto a la estructura de poder imperante en aquella estancia. El jefe era Berrington, no Obell. Berrington era el conducto por el que llegaban los millones para la investigación procedentes de la Genético, dinero que Obell necesitaba. A Berrington, Obell no le inspiraba miedo alguno; más bien era a la inversa. Ella se había dedicado a mirar al mono, cuando a quien tenía que observar era a la persona que accionaba la manivela del organillo.
Berrington ya había abandonado el simulacro de que era el presidente de la universidad quien empuñaba las riendas del asunto.
– No te hemos convocado aquí para pedirte opinión -dijo.
– ¿Para qué, entonces? -preguntó Jeannie.
– Para despedirte -replicó Berrington.
Jeannie se quedó de piedra. Esperaba una amenaza de despido, pero no el propio despido. A duras penas podía asumirlo.
– ¿Qué quieres decir? -pregunto estúpidamente.
– Quiero decir que estás despachada -dijo Berrington.
Se alisó las cejas con la yema del dedo índice de la mano derecha, señal que indicaba lo satisfecho de sí mismo que se sentía.
Fue como si le asestaran un puñetazo. No pueden despedirme, pensó. Sólo llevo aquí unas cuantas semanas. Me las estaba arreglando a la perfección, trabajaba duro y a conciencia. Le caía bien a todo el mundo, salvo a Sophie Chapple, ¿cómo ha ocurrido esto tan deprisa?
Trató de recapitular sus pensamientos. -No podéis despedirme -aseveró.
– Acabamos de hacerlo.
– No. -Recobrada del sobresalto inicial, empezó a sentirse furiosa y a mostrarse desafiante-. Aquí no sois caciques de tribu. Hay unos trámites que cumplir.
Normalmente, las universidades no podían despedir a miembros del profesorado sin una especie de audiencia previa. Figuraba en su contrato, pero Jeannie no se había preocupado de comprobar los detalles. De súbito, adquirían una importancia vital para ella.
Maurice Obell suministró la información.
– Se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad, naturalmente -dijo-. En circunstancias normales, es preciso avisar con cuatro semanas de anticipación; pero en vista de la publicidad nefasta que envuelve a este caso yo, en mi calidad de presidente, he recurrido al procedimiento de urgencia y la audiencia se celebrará mañana por la mañana.
A Jeannie le maravilló la rapidez con que habían actuado. ¿La comisión de disciplina? ¿El procedimiento de urgencia? ¿Mañana por la mañana? Aquello no iba a ser un debate. Se trataba más bien de un arresto. Medio esperó que Obell le leyera sus derechos.
El presidente hizo algo parecido. Empujó una carpeta a través de la mesa escritorio.
– Aquí tiene las normas relativas al procedimiento de la comisión. Puede representarla un abogado u otro jurista, siempre y cuando se lo notifique por adelantado al presidente de la comisión.
Jeannie se las arregló por fin para formular una pregunta razonable:
– ¿Quién es el presidente?
– Jack Budgen -contestó Obell.
Berrington alzó la cabeza con brusca vivacidad.
– ¿Eso ya está establecido así?
– Al presidente se le nombra por períodos anuales -explicó Obell-. Jack tomó posesión del cargo al principio del semestre.
– No lo sabía.
Berrington parecía molesto, y Jeannie no ignoraba el motivo, Jack Budgen era el compañero de tenis de Jeannie.
Era un detalle alentador: Jack sería justo con ella. No estaba todo perdido. Jeannie tendría la oportunidad de defenderse y defender sus métodos de investigación ante un grupo de académicos. Eso sería un debate serio y no la palabrería insustancial del New York Times.
Además, contaba con el resultado del barrido del FBI. Empezó a preparar su defensa. Mostraría a la comisión los datos del FBI. Con un poco de suerte, dispondría de una o dos parejas que ignorasen que eran gemelos. Lo cual resultaría impresionante. A continuación explicaría las precauciones que tomaba para proteger la intimidad de los individuos…
– Creo que eso es todo -manifestó Maurice Obell.
Lo que equivalía a decirle que podía retirarse. Jeannie se puso en pie.
– Es una pena que lleguemos a esto -dijo.
– Tú lo has provocado -se apresuró a especificar Berrington.
Era como un niño de los que siempre andan buscando tres pies al gato. Por su parte, Jeannie carecía de paciencia para enzarzarse en controversias inútiles. Le lanzó una mirada despectiva y abandonó el despacho.
Mientras cruzaba el campus reflexionó tristemente que había fracasado por completo en el intento de conseguir sus objetivos. Deseaba alcanzar un acuerdo negociado y lo que logró fue armar una trapatiesta de catástrofe. Pero Berrington y Obell ya tenían adoptada su decisión antes de que ella entrara en el cuarto. La reunión sólo fue un mero formulismo.
Regresó a la Loquería. Al acercarse a su despacho observó con indignación que los de la limpieza habían dejado en el pasillo, junto a la puerta, una bolsa negra de basura. Les leería la cartilla inmediatamente. Pero cuando intentó abrir la puerta ésta parecía atascada. Introdujo la tarjeta varias veces en la ranura del lector, pero la puerta siguió sin abrirse. Estaba a punto de encaminarse a recepción y llamar a mantenimiento cuando una sospecha terrible surgió en su mente.
Miró dentro de la bolsa negra de plástico. No estaba llena de papeles ni de tazas de polietileno para café. Lo primero que vio fue su cartera de lona Land's End. También estaba allí la caja de Kleenex que guardaba en el cajón de la mesa, así como un ejemplar en rústica de A Thousand Acres, de Jane Smiley, dos fotografías enmarcadas y su cepillo del pelo. Habían recogido todas sus cosas de la mesa y clausurado el despacho.
Estaba hundida. Aquel golpe resultaba todavía peor que lo sucedido en la oficina de Maurice Obell. Aquello sólo fueron palabras. Esto era verse desconectada de pronto de una gran parte de su vida. Este es mi despacho, pensó; ¿cómo pueden expulsarme así de él?
– ¿Jodidos cabrones! -calificó en voz alta.
Debieron de hacerlo los de seguridad, mientras ella estaba en el despacho de Obell. Naturalmente, no se lo advirtieron; eso hubiera sido darle la oportunidad de que cogiera de allí lo que juzgase necesario de veras. Una vez más se había dejado sorprender por su crueldad implacable.
Era como una amputación. Le habían arrebatado su ciencia, su trabajo. Ahora no sabía qué hacer con su propia persona, no sabía adónde ir. Durante once años había sido una científica: como estudiante de bachillerato, de licenciatura, de doctorado, como alumna posdoctoral y como profesora adjunta. Ahora, de pronto, no era nada.
Mientras su moral descendía desde el abatimiento hasta la negra desesperación, se acordó del disquete con los datos del FBI. Registró el contenido de la bolsa de plástico, pero allí no había disquetes. Sus resultados, la espina dorsal de su defensa, estaban encerrados dentro del despacho.
Golpeó infructuosamente la puerta con los puños. Un estudiante que pasaba por allí, y al que tenía en la clase de estadística, la miró sorprendido y preguntó:
– ¿Puedo ayudarle en algo, profesora?
Jeannie recordaba su nombre.
– Hola, Ben. Podrías echar abajo a patadas esta maldita puerta.
El muchacho examinó la puerta, con expresión dubitativa.
– No quería decir eso -se excusó Jeannie-. Me encuentro bien, gracias.
El estudiante se encogió de hombros y reanudó su camino.
No servía de nada seguir allí de pie con los ojos clavados en la puerta cerrada. Cogió la bolsa de plástico y entró en el laboratorio. Sentada ante su mesa, Lisa introducía datos en una computadora.
– Me han despedido -anunció Jeannie.
Lisa se la quedó mirando.
– ¿Qué?
– Han cerrado a cal y canto mi despacho, dejándome fuera, después de meter mis cosas en esta jodida bolsa de basura.
– ¡No me lo creo!
Jeannie sacó su cartera de la bolsa y extrajo el New York Times.
– Es debido a esto.
Lisa leyó el primer párrafo y comentó:
– ¡Pero esto es una sarta de chorradas!
Jeannie se sentó.
– Ya lo sé. Por eso me pregunto por qué Berrington finge tomárselo en serio.
– ¿Crees que lo finge?
– Estoy segura. Es demasiado inteligente para dejarse embaucar por esta clase de basura. Tiene otro propósito. -Jeannie tamborileó en el suelo con los pies, hundida en el desvalimiento producto de la frustración-. Está dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea; realmente debe encontrarse en una situación peligrosa… sin duda hay en juego algo importante para él.