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Quizá debería buscar la respuesta en los archivos médicos de la Clínica Aventina de Filadelfia. Consultó su reloj. Tenía que estar allí a las dos; era cuestión de ponerse en marcha cuanto antes.

Lisa aún no lograba asimilar la noticia.

– No pueden despedirte así, sin más -dijo, indignada.

– Mañana por la mañana habrá una audiencia disciplinaria.

– Dios mío, van en serio.

– No te quepa la menor duda.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Lo había, pero Jeannie no se atrevía a pedírselo. Miró a Lisa como evaluándola. La ayudante de laboratorio llevaba una blusa de cuello alto, con un jersey holgado encima, a pesar del calor: se cubría todo el cuerpo, sin duda reaccionaba así a la violación. Su aire continuaba siendo solemne, como alguien recientemente ultrajado.

¿Resultaría su amistad tan frágil como la de Ghita? La respuesta aterraba a Jeannie. Si Lisa la dejaba en la estacada, ¿a quién podría recurrir? Pero tenía que ponerla a prueba, incluso aunque aquel fuera el peor momento posible.

– Podrías intentar colarte en mi despacho -dijo, vacilante-. Los resultados del FBI están allí.

Lisa no respondió enseguida.

– ¿Cambiaron la cerradura o algo por el estilo?

– Es más sencillo que eso. Alteran el código electrónicamente, de forma que la tarjeta de una queda inservible. Apuesto a que en adelante también me va a ser imposible entrar en el edificio después de las horas laborables.

– Es duro aceptarlo; ha sucedido tan rápido…

A Jeannie no le hacía ninguna gracia apremiar a Lisa, coaccionarla para que se arriesgase. Se estrujó las neuronas en busca de alguna otra solución.

– Tal vez pueda colarme yo misma. Alguien del personal de limpieza podría facilitarme la entrada, pero sospecho que la cerradura tampoco responderá a sus tarjetas. Si no utilizo la habitación, no hay necesidad de limpiarla. Pero los de seguridad si que podrán entrar.

– Esos no te ayudarán. Sabrán ya que se te ha prohibido el paso.

– Eso es verdad -concedió Jeannie-. Aunque no creo que tengan inconveniente en dejarte pasar a ti. Podrías decir que necesitas algo de mi despacho.

Lisa parecía estar sopesando pros y contras.

– Odio tener que pedírtelo -se disculpó Jeannie.

La expresión de Lisa cambió.

– ¡Sí, que diablos! -exclamó por fin-. Claro que lo intentaré.

A Jeannie se le formó un nudo en la garganta.

– Gracias -dijo. Se mordió el labio-. Eres una amiga.

Alargó el brazo por encima de la mesa y apretó la mano de Lisa.

Ésta se sintió algo violenta por la emoción de Jeannie.

– ¿En qué parte de tu despacho está la lista del FBI? -preguntó, yendo a lo práctico.

– La información está en un disquete con la etiqueta de COMPRAS.LIST. Lo puse en una caja de disquetes que guardo en el cajón de mi mesa.

– Entendido. -Lisa frunció el entrecejo-. No consigo entender por qué están contra ti.

– Todo empezó con Steve Logan -explicó Jeannie-. Cuando Berrington lo vio aquí llegaron los problemas. Pero creo que estoy en el buen camino hacia la explicación del motivo.

Se puso en pie.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Voy a ir a Filadelfia.

32

Berrington miraba por la ventana de su oficina. Aquella mañana nadie utilizaba la pista de tenis. Con la imaginación, Berrington se representó a Jeannie allí. El primero o segundo día del semestre la había visto cruzar la pista a toda velocidad de un lado a otro, agitando el breve vuelo de su faldita corta y moviendo ágilmente sus piernas bronceadas, centelleantes las blancas zapatillas… Le había robado el corazón. Enarcó ahora las cejas y se preguntó porqué se había sentido tan fulminantemente cautivado por la figura y las cualidades atléticas de la muchacha. Ver a las mujeres practicar deporte no constituía para él ningún incentivo especial. Nunca hojeaba siquiera American Gladiator, a diferencia del profesor Gormley, de egiptología, quien, si había que hacer caso a los rumores, no se perdía ninguna de sus videocintas y releía los ejemplares, entrada la noche, a solas, en el estudio de su casa. Pero cuando Jeannie jugaba al tenis irradiaba una gracia singular. Era como contemplar a un león cuando, en una película sobre la naturaleza, salía disparado a toda velocidad; los músculos ondulaban vibrantes bajo la piel, los cabellos se agitaban al viento y el cuerpo se movía, se detenía, daba media vuelta, entraba de nuevo en acción con brusquedad repentina, asombrosa, sobrenatural. Era un espectáculo que hipnotizaba y, al contemplarlo, Berrington se sentía hechizado. Y ahora Jeannie amenazaba el fruto por el que el había trabajado toda la vida, y, sin embargo, deseaba poder verla jugar al tenis una vez más.

Resultaba enloquecedor que no pudiera despedirla por las buenas, incluso aunque esencialmente era él quien le pagaba el sueldo. La Universidad Jones Falls era el patrón que la empleaba y la Genético ya les había adelantado el dinero. Un centro universitario no puede despedir a un profesor como un restaurante puede hacer con un camarero incompetente. Esa era la razón por la que no tuvo más remedio que pasar por todo aquel lío.

– Al diablo con ella -dijo en voz alta, y volvió hacia su mesa. La reunión de por la mañana había ido sobre ruedas hasta que surgió la revelación acerca de Jack Budgen. Berrington se las había ingeniado previamente para poner a Maurice a tono y sacarlo de quicio, y luego consiguió evitar limpiamente todo acercamiento. Pero no dejaba de ser una mala noticia la de que el presidente de la comisión de disciplina sería el compañero de tenis de Jeannie. A Berrington se le pasó comprobar aquello por anticipado; dio por supuesto que podría ejercer alguna influencia sobre la elección y le dejó consternado enterarse de que el nombramiento ya estaba hecho.

Existía el grave peligro de que Jack considerase la historia desde el punto de vista de Jeannie.

Se rascó la cabeza, preocupado. Berrington nunca había alternado socialmente con sus colegas académicos: prefería para él la más sugestiva compañía de políticos y miembros de los medios de comunicación. Pero conocía el historial de Jack Budgen. Jack se había retirado del tenis profesional a los treinta años y volvió a la universidad para sacar un doctorado. Demasiado viejo para iniciar químicas, la carrera que deseaba, acabó convirtiéndose en administrador. Llevar el complejo de bibliotecas de la universidad y equilibrar las conflictivas exigencias de los departamentos rivales requería una naturaleza diplomática y servicial, y Jack se las arreglaba muy bien.

¿Cómo se podía convencer a Jack? No era hombre tortuoso; más bien todo lo contrario: su carácter sencillo, tendente a la manga ancha, no estaba exento de ingenuidad. Se ofendería si Berrington le abordara y, de manera abierta o evidente, le ofreciese alguna clase de soborno. Pero puede que fuese factible influir en él obrando de modo discreto.

El propio Berrington había aceptado soborno en una ocasión. Cada vez que pensaba en ello se le revolvían los intestinos. Ocurrió al principio de su carrera, antes de que alcanzase la condición de profesor titular. A una estudiante la sorprendieron intentando un fraude: pagando a otra estudiante para que le preparase el ejercicio de final de trimestre. La transgresora se llamaba Judy Gilmore y era bonita de verdad. Había que expulsarla de la universidad, pero el director del departamento tenía atribuciones para imponer un castigo menos drástico. Judy acudió al despacho de Berrington para «tratar del problema». La chica cruzó y descruzó las piernas, le miró a los ojos con cara de cordero a medio degollar y se inclinó hacia delante para brindar a Berrington la oportunidad de echar una mirada al escote de la blusa y la transparencia del sostén de encaje. Berrington se mostró compasivo y prometió interceder por ella. La moza lloró y le dio las gracias; luego le cogió la mano, le besó en los labios y, como remate previo, le bajó la cremallera de la bragueta.

En ningún momento le propuso trato alguno. No le había ofrecido sexo antes de que el accediese a ayudarla y, después del revolcón por el suelo, la chica se vistió con toda la calma del mundo, se peinó, le dio un beso y abandonó el despacho. Pero al día siguiente, Berrington convenció al director del departamento para que no aplicase a la estudiante más castigo que una simple advertencia.

Berrington aceptó el soborno porque no fue capaz de confesarse que fuese tal. Judy le había pedido ayuda, él se la había concedido, la chica quedó embelesada por sus encantos masculinos e hicieron el amor. Con el paso del tiempo, Berrington había llegado a darse cuenta de que eso era puro sofisma. La oferta de sexo estuvo implícita desde el principio en el comportamiento de la joven, y cuando el prometió lo que se le pedía, Judy selló el trato sabiamente. A Berrington le gustaba pensar de sí mismo que era hombre de principios, no había hecho nada absolutamente vergonzoso.

Sobornar a alguien era casi tan infame como aceptar el soborno. Con todo, sobornaría a Budgen si podía. La idea le provocó una mueca de repugnancia, pero había que hacerlo. Estaba desesperado.

Lo iba a llevar a cabo imitando el ejemplo de Judy: proporcionaría a Jack la oportunidad de engañarse a sí mismo.

Berrington meditó unos instantes más y luego cogió el teléfono y llamó a Jack.

– Gracias por enviarme una copia del memorándum sobre el anexo de biofísica de la biblioteca -dijo a guisa de saludo.

Una pausa sorprendida.

– Ah, sí. Eso fue hace días… pero me alegro de que encontrases tiempo para leerlo.

Berrington apenas había echado un rápido vistazo al documento.

– Creo que tu propuesta tiene un mérito enorme. Te llamo para decirte que puedes contar con mi respaldo cuando llegue el momento de presentarlo ante la junta de asignación.