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El silencio reinaba en el local, salvo en la parte donde unos cuantos estudiantes terminaban de almorzar. Jeannie pidió café y una ensalada. Mientras esperaba, abrió el folleto que había cogido en el vestíbulo de la clínica. Leyó:

La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».

Y, de pronto, todo estuvo claro.

34

Jane Edelsborough era una viuda de cincuenta y poco años. Mujer escultural, pero desaliñada, vestía normalmente holgadas prendas étnicas y calzaba sandalias. Poseía un intelecto impresionante, pero nadie lo hubiera supuesto al verla. Era la clase de persona que a Berrington le resultaba incomprensible. Si uno era inteligente, pensaba, ¿porqué disimularlo presentándose como un idiota al vestir de modo tan zafio? Sin embargo, las universidades estaban llenas de personas así…, en realidad, él era una auténtica excepción, siempre tan de punta en blanco, tan esmerado y pulcro.

Hoy su aspecto era especialmente elegante, con su chaqueta de hilo hecha a la medida, el chaleco a juego y los pantalones ligeros de pata de gallo. Le dio un minucioso repaso a su imagen en el espejo de detrás de la puerta, antes de salir del despacho para el encuentro con Jane.

Se dirigió al Gremio de Estudiantes. Los profesores casi nunca comían en aquel establecimiento -Berrington no había entrado una sola vez en el local-, pero Jane estaba almorzando allí, según la parlanchina secretaria de física.

El vestíbulo estaba lleno de muchachos en pantalones cortos formando cola en los cajeros automáticos. Berrington entró en la cafetería y miró en torno. Jane ocupaba una mesa en un rincón del fondo. Leía un periódico y comía patatas fritas con los dedos.

El lugar era un complejo alimentario, como los que Berrington había visto en aeropuertos y centros comerciales, con su Pizza Hut, el mostrador donde servían helados y su Burger King, así como un restaurante de comidas rápidas convencional. Berrington cogió una bandeja y entró en el autoservicio de cafetería. Dentro de una vitrina con cristal delantero había unos pocos bocadillos exánimes y varios pastelillos lastimosos. Se estremeció; en circunstancias normales se hubiera puesto al volante y conducido hasta el siguiente estado antes que comer allí.

Aquella maniobra iba a resultarle difícil. Jane no era su clase de mujer favorita. Lo cual hacía aún más probable que ella dirigiese la audiencia disciplinaria hacía una ruta inconveniente. Tendría que ganarse su amistosa voluntad en muy breve espacio de tiempo. Para ello habría de recurrir al poder de seducción de todos sus encantos.

Adquirió una porción de pastel de queso y una taza de café y se encaminó hacia la mesa de Jane. No le llegaba la camisa al cuerpo, pero hizo cuanto pudo para parecer y sonar relajado.

– ¡Jane! -exclamó-. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Puedo acompañarte?

– Faltaría más -aceptó la mujer amablemente, y puso el periódico a un lado. Se quitó las gafas, lo que dejó al descubierto unos ojos de tono castaño oscuro con regocijadas patas de gallo, pero su pinta era un desastre: llevaba el largo pelo canoso atado con una especie de trapo descolorido y vestía una deformada blusa verde gris con manchas de sudor en las axilas-. No recuerdo haberte visto jamás por estos lares -dijo.

– Es la primera vez que vengo. Pero a nuestra edad es importante no dejarse dominar por la rutina de las costumbres… ¿no estás de acuerdo?

– Yo soy más joven que tú -hizo constar Jane sosegadamente-. Aunque supongo que nadie lo supondría.

– Seguro que sí. -Berrington le dio un mordisco al pastel de queso. La base era dura como una lámina de cartón y el relleno sabía a crema de afeitar sazonada al limón. Lo tragó con esfuerzo- ¿Qué opinas de la biblioteca de biofísica que ha propuesto Jack Budgen?

– ¿Has venido a verme para hablar de eso?

– No he venido aquí a verte, vine para probar la comida, y estoy arrepentido. Es una bazofia terrible. ¿Cómo puedes comer aquí?

Jane hundió la cuchara en lo que parecía alguna incógnita clase de postre.

– Ni siquiera me doy cuenta de lo que como, Berry, pienso en mi acelerador de partículas. Háblame de esa nueva biblioteca.

En otro tiempo, Berrington había sido igual que ella: un obseso del trabajo. Nunca se permitió ir por ahí con aspecto de vagabundo, debido a ello, pero si fue un joven científico que había vivido por la emoción del descubrimiento. Sin embargo, su existencia tomó otro rumbo. Sus libros fueron trabajos de divulgación de obras ajenas; en quince o veinte años no había escrito nada original. Se preguntó fugazmente si habría sido más feliz de elegir otra opción. La zarrapastrosa Jane, que engullía comida barata mientras le daba vueltas en la cabeza a problemas de física nuclear, tenía un aire de tranquilidad y satisfacción que Berrington jamás llegó a conocer.

Y no podía decirse que se las estuviera arreglando bien para encandilarla. Jane era demasiado lista. Tal vez debería halagarla intelectualmente.

– Creo que mereces que tus ingresos sean más altos. Eres el físico más veterano y competente del campus, uno de los científicos más distinguidos que tiene la UJF… debes participar en el proyecto de esta biblioteca.

– ¿Es que va a materializarse?

– Creo que la Genético está dispuesta a financiarla.

– Vaya, esa sí que es una buena noticia. Pero ¿qué interés tienes tú?

– Hace treinta años me hice un nombre a base de empezar a preguntar qué características humanas se heredan y cuáles se aprenden. Gracias a mi trabajo y al de otros como yo, ahora sabemos que la herencia genética de los seres humanos es más importante que la instrucción y el entorno, a la hora de determinar un radio completo de rasgos psicológicos.

– Constitución, no educación.

– Exacto. Demostré que el ser humano es su ADN. A la generación joven le interesa el modo en que funciona este proceso. Qué es el mecanismo a través del cual una combinación de sustancias químicas me proporciona ojos azules, en tanto otra combinación te los facilita a ti de un color castaño oscuro profundo, casi como el chocolate, supongo.

– ¡Berry! -dijo Jane con una sonrisa irónica-. Si fuese una secretaria de treinta años y pechos provocativos podría pensar que tratas de ligarme.

Esto ya va mejor, se dijo Berrington. Por fin se había suavizado.

– ¿Provocativos? -sonrió. Miró con deliberado descaro el busto de Jane y luego desvió la vista hacia su rostro-. Creo que uno es tan provocativo como se siente.

Ella se echó a reír, pero Berrington comprendió que estaba muy complacida. Por fin llegaba a alguna parte con ella. Y entonces Jane dijo:

– Tengo que irme.

Maldición. No podía conservar el dominio de aquella interacción. Debía recuperar su interés de inmediato. Se levantó, dispuesto a marcharse con ella.

– Probablemente habrá un comité que supervisará la creación de la nueva biblioteca -manifestó cuando abandonaban la cafetería-. Quisiera que me dieses tu opinión respecto a las personas susceptibles de formarlo.

– ¡Cielos! Tendré que pensar luego en ello. Ahora he de dar una clase sobre antimateria.

Maldita sea, se me está escapando de entre las manos, pensó Berrington.

A continuación, Jane dijo:

– ¿Podemos volver a hablar del asunto?

Berrington se agarró a aquel clavo ardiendo.

– ¿Mientras cenamos, por ejemplo?

Jane pareció sorprendida.

– Está bien -aceptó al cabo de un momento.

– ¿Esta noche? La perplejidad se enseñoreó del rostro de Jane.

– ¿Por qué no?

Eso le concedía al menos otra oportunidad. Aliviado, Berrington sugirió:

– Pasaré a recogerte a las ocho.

– De acuerdo.

Jane le dio su dirección, que él apuntó en un cuaderno de notas de bolsillo.

– ¿Qué clase de platos te gustan? -le preguntó-. ¡Ah, no me contestes, ahora recuerdo que tu comida favorita es pensar en tu acelerador de partículas. -Salieron al ardiente sol. Berrington le dio un leve apretón en el brazo-. Hasta la noche.

– Berry -silabeó ella-, no andarás detrás de algo, ¿eh?

Él le dedicó un guiño.

– ¿Qué es lo que tienes?

Jane se echo a reír y se alejó.

35

Niños probeta. Fertilización in vitro. Esa era la conexión. Jeannie lo veía ya todo claro.

Charlotte Pinker y Lorraine Logan habían recibido tratamiento contra la esterilidad en la Clínica Aventina. El centro médico fue un adelantado de la fertilización in vitro: proceso por el cual el espermatozoide del padre y el óvulo de la madre se unen en el laboratorio y de ello resulta el embrión que posteriormente se implanta en el útero de la mujer.

Los gemelos idénticos se dan cuando un embrión se divide por la mitad, en el útero, y produce dos individuos. Eso puede haber ocurrido en la probeta. Después, los dos gemelos de la probeta pueden implantarse en dos mujeres distintas. De ese modo, dos madres que no tuvieran ninguna relación entre sí podían alumbrar sendos gemelos idénticos. Bingo.

La camarera le sirvió la ensalada, pero Jeannie estaba demasiado exaltada para comerla.

Tenía la certeza de que al principio del decenio de los setenta los niños probeta no eran más que una teoría. Pero, evidentemente, la Genético llevaba años de adelanto en la investigación.

Tanto Lorraine como Charlotte dijeron que se les había aplicado terapia de hormonas. Al parecer, la clínica les mintió respecto al tratamiento a que las había sometido.

En sí, eso ya era bastante malo, pero al profundizar un poco más en sus implicaciones, Jeannie comprendió que había algo aún peor. El embrión que se dividió podía haber sido el hijo biológico de Lorraine y Charles o el de Charlotte y el comandante…, pero no de ambos. A una de las dos mujeres se le había implantado el hijo de la otra pareja.