– ¡Venga!
Sin dejar de toser, medio ahogada, Jeannie cruzó el vestíbulo dando traspiés y salió al bendito aire libre.
Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.
Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jeannie avanzó entre la muchedumbre, escudriñando los rostros. Ahora que se encontraban fuera de peligro, todo el mundo emitía risas nerviosas. Casi todos los estudiantes iban más o menos desnudos, por lo que reinaba una atmósfera curiosamente íntima. Las chicas que se las habían arreglado para salvar sus bolsas prestaban prendas de ropa a las compañeras menos afortunadas. Mujeres desnudas agradecían las sucias y sudadas camisetas que les dejaban sus amigas. Varias personas se cubrían sólo con toallas.
Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jeannie volvió hasta el guardia de seguridad de la puerta.
– Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro -dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.
– No seré yo quien entre a buscarla -dijo el guardia rápidamente.
– Un hombre valiente -saltó Jeannie.
No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.
Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.
– Ese trabajo les corresponde a ellos -señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.
Jeannie empezaba a temer de veras por la vida de Lisa, pero no sabía qué hacer. Observó, saturada de impotencia, a los bomberos, que se apeaban del vehículo y se ponían las máscaras respiratorias.
Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.
Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:
– ¿Dónde cree que empezó?
– En el vestuario de mujeres -le contestó el guardia.
– ¿Y dónde está eso, exactamente?
– En el sótano, al fondo.
– ¿Cuántas salidas tiene el sótano?
– Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.
Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:
– Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.
Jeannie captó la atención del oficial de bomberos.
– Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro -dijo.
– ¿Hombre o mujer?
– Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.
– Si está ahí, la encontraremos.
Jeannie se tranquilizó durante un momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no habían prometido encontrarla viva.
Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jeannie se dirigió al jefe de bomberos:
– Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.
– El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro -intervino el guardia del vestíbulo.
– Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.
– Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra…
– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! -saltó Jeannie-. ¡Tal vez me lo imaginé, pero si no es así, su vida puede estar en peligro!
Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.
– Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso -dijo-. Me metió mano.
– Tranquilas -aconsejó el jefe de bomberos-, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.
Se alejó.
Jeannie fulminó con la mirada al guardia del vestíbulo. Se daba cuenta de que el oficial de bomberos no le había hecho a ella demasiado caso porque había gritado al guardia. Se retiró, contrariada.
¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»
El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.
Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:
– ¡Lisa! ¿Estás ahí?
El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.
– ¡Maldita sea! -exclamó, frenética-. ¿Dónde diablos te has metido?
Jadeante, se apresuró a salir de nuevo de Psicología. Decidió rodear el edificio del gimnasio, por si acaso Lisa se encontrara sentada en el suelo, en algún punto, recobrando el aliento. Dobló la esquina y cruzó un patio lleno de enormes cubos de basura. En la parte posterior había un pequeño aparcamiento. Divisó una figura que corría por el camino, alejándose. Era alguien demasiado alto para tratarse de Lisa y, además, Jeannie casi tuvo la seguridad de que era un hombre. Se le ocurrió que tal vez fuese el guardia de seguridad que echaban de menos, pero la figura torció por la esquina de la Unión de Estudiantes y se perdió de vista antes de que Jeannie tuviese la certeza de ello.
Continuó rodeando el edificio del gimnasio. En el otro extremo había una pista de atletismo, desierta en aquel momento. Siguió completando el círculo y llegó a la entrada frontal.
La multitud era más numerosa que antes y había más coches de bomberos, camiones bomba y vehículos patrulla de la policía. Pero no veía a Lisa. Estaba prácticamente segura de que aún se encontraba en el edificio incendiado. Una especie de hado fatal serpenteó por el ánimo de Jeannie, que se resistió a aceptarlo. «¡No puedes permitir que esto suceda!»
Localizó al jefe de bomberos con el que había hablado antes. Lo cogió por un brazo.
– Tengo la casi absoluta certeza de que Lisa Hoxton está ahí dentro -manifestó, apremiante-. Por aquí fuera he mirado en todas partes y no la encuentro.
El hombre le dirigió una dura mirada y, finalmente, decidió que era de fiar. Sin responderle, se acercó a los labios el transmisor-receptor.
– Buscad a una joven blanca que se cree esta dentro del edificio, llamada Lisa, repito, Lisa.
– Gracias -dijo Jeannie.
Tras una seca inclinación de cabeza, el bombero se alejó de la muchacha.
Jeannie se alegró de que le hubiera hecho caso, pero aún no se sentía tranquila. Lisa podía verse atrapada allí dentro, encerrada en un lavabo o rodeada por las llamas, sin que nadie oyera sus gritos desesperados; o acaso se hubiera caído, se hubiera dado un golpe en la cabeza que la dejara inconsciente o hubiera perdido el sentido a causa del humo y yaciera en el suelo mientras el fuego crepitaba, acercándosele poco a poco, segundo a segundo.
Jeannie recordó que el hombre de mantenimiento había dicho que existía otra entrada al sótano. No la había visto cuando dio la vuelta al edificio del gimnasio por primera vez. Decidió examinar otra vez el terreno. Volvió a la parte posterior del edificio.
La encontró enseguida. Aquella entrada se abría en el suelo, cerca del muro del gimnasio y un Chrysler New Yorker de color gris medio la ocultaba. La tapa de la trampilla estaba fuera de su sitio, apoyada en la pared del edificio. Jeannie se arrodilló junto a la abertura rectangular y bajó la vista hacia el interior.
Una escalerilla descendía hacia una habitación sucia, iluminada por unos tubos fluorescentes. Jeannie distinguió diversa maquinaria y muchas tuberías. Flotaban en el aire tenues jirones de humo, nada de nubes densas; el cuarto debía de estar aislado del resto del sótano. A pesar de ello, no faltaba cierto olor a humo, lo que le recordó cómo había tosido y cómo se medio asfixió mientras tanteaba a ciegas en busca de la escalera. Notó que ese recuerdo le aceleraba el ritmo del corazón.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó a voces.
Le pareció oír un leve ruido, pero no podía estar segura. Aumentó el volumen de su voz.
– ¡Hola!
No hubo respuesta.
Titubeó. Lo razonable sería volver a la parte delantera del gimnasio y avisar a uno de los bomberos, pero eso podría llevar demasiado tiempo, en especial si al hombre del servicio contra incendios le daba por interrogarla. La alternativa era descender por la escalerilla y echar un vistazo.