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– Pero el espermatozoide y el óvulo ¿proceden de mi padre y mi madre o de los Pinker?

– No lo sé.

– Así que puede darse el caso de que los Pinker sean mis verdaderos padres. ¡Dios!

– Hay otra posibilidad.

Por la cara de preocupación que había puesto Jeannie comprendió Steve que la muchacha temía también sobresaltarle. El cerebro de Steve dio un salto hacia delante y adivinó lo que ella iba a decir.

– Tal vez el espermatozoide y el óvulo no procedían de mis padres ni de los Pinker. Yo podría ser hijo de unos absolutos extraños.

Jeannie no contestó, pero la expresión solemne de su rostro indicó a Steve que había dado en el clavo. Se sintió desorientado. Era como una pesadilla en la que él veía de pronto desplomándose en el vacío.

– Es duro de aceptar -confesó. El hervidor automático se apagó solo y, para hacer algo con las manos, Steve echó agua hirviendo en la tetera-. Nunca me he parecido mucho físicamente a ninguno de mis padres. ¿Me parezco a alguno de los Pinker?

– No.

– Entonces lo más probable es que se trate de perfectos desconocidos.

– Steve, nada de todo eso anula el hecho de que tu madre y tu padre te han querido siempre, te han criado y ahora mismo darían su vida por ti. Es un hecho incuestionable.

A Steve le temblaban las manos mientras vertía té en dos tazas.

Dio una a Jeannie y se sentó en el sofá, junto a la mujer.

– ¿Cómo te explicas lo del tercer gemelo?

– Si en la probeta hay dos mellizos, lo mismo puede haber tres. El proceso es el mismo: uno de los embriones vuelve a dividirse. Sucede en la naturaleza, así que supongo que también puede darse en el laboratorio.

Steve continuaba teniendo la impresión de que caía dando vueltas en el aire, pero ahora empezó a tener un nuevo sentimiento: alivio. La historia que contaba Jeannie era extraña, pero al menos proporcionaba una explicación racional a la circunstancia de que le hubieran acusado de dos crímenes brutales.

– ¿Saben algo de esto mi padre y mi madre?

– No creo. Tu madre y Charlotte Pinker me dijeron que habían ido a la clínica para recibir un tratamiento de hormonas. Por aquellas fechas no se practicaba la inseminación in vitro. En esa técnica, la Genético marchaba varios años por delante de todos los demás. Y creo que hacían pruebas con ella sin informar a sus pacientes de que las estaban llevando a cabo.

– No me extraña que la Genético esté asustada -dijo Steve-. Ahora comprendo por qué Berrington trata tan desesperadamente de desacreditarte.

– Sí. Lo que hicieron fue realmente algo falto de ética. Comparado con ello, la invasión de la intimidad parece una insignificancia. No sólo fue inmoral, sino que podría representar la ruina financiera para la Genético.

– Es un agravio… una afrenta civil. Lo vimos el año pasado en la facultad. -En el fondo de su cerebro pensaba: ¿por qué diablos le estoy hablando de agravios?… Lo que de veras deseo decirle es que me he enamorado de ella-. Si la Genético ofrecía a una mujer tratamiento hormonal y luego le implantaba el feto de otra persona sin informarla de ello, eso significaba quebrantamiento por fraude del contrato implícito.

– Pero eso sucedió hace mucho tiempo. ¿No hay un estatuto de limitaciones por el que prescribiría el delito?

– Sí, pero se empieza a contar a partir de la fecha del descubrimiento del fraude.

– Sigo sin ver cómo podría eso arruinar a la empresa.

– Es un caso ideal para reclamar daños y perjuicios. Eso significa que el dinero no es sólo para compensar a la víctima, por el coste, digamos, de la educación y crianza del hijo de otra persona, sino también para castigar a las personas que cometieron el delito y garantizar en lo posible que otras escarmienten en cabeza ajena y se asusten lo suficiente como para no perpetrarlo a su vez.

– ¿Cuánto?

– Si la Genético abusara a sabiendas del cuerpo de una mujer en beneficio de fines secretos… estoy seguro de que cualquier abogado que conociese su profesión lo bastante como para ganarse el pan ejerciéndola pediría tranquilamente cien millones de dólares.

– Según ese artículo que apareció ayer en el The Wall Street Journal, la compañía sólo vale ciento ochenta millones.

– Así que estarían arruinados.

– ¡Puede que ese juicio tardara años en celebrarse!

– Pero ¿no te das cuenta? ¡La simple amenaza del proceso sabotearía la operación de compraventa!

– ¿Por qué?

– La posibilidad de que la Genético corra el peligro de tener que pagar una fortuna en daños y perjuicios reduce el valor de sus acciones. El traspaso se aplazaría por lo menos hasta que la Landsmann evaluase la suma a que ascenderían sus responsabilidades.

– ¡Vaya! Entonces no es sólo su reputación lo que está en juego. También pueden perder todo ese dinero.

– Exacto. -La mente de Steve volvió a proyectarse sobre sus propios problemas-. Nada de esto me sirve -dijo, y de pronto volvió a apoderarse de su ánimo un tenebroso pesimismo-. Necesito ponerme en situación de demostrar tu teoría del tercer gemelo. El único modo de hacerlo es encontrarlo. -Se le ocurrió una idea-. ¿Existe la posibilidad de utilizar tu sistema informático de búsqueda? ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Desde luego.

Steve se entusiasmó.

– Si una exploración dio conmigo y con Dennis, otra puede descubrirnos a mí y al tercero, a Dennis y al tercero o a los tres.

– Sí.

Jeannie no parecía tan animada como debiera estarlo.

– ¿Puedes hacerlo?

– Después de este torbellino de publicidad negativa me va a ser muy difícil encontrar a alguien dispuesto a permitirme usar su base de datos.

– ¡Maldita sea!

– Pero hay una posibilidad. He logrado hacerme con un barrido del archivo de huellas dactilares del FBI.

La moral de Steve se elevó como un cohete.

– Seguro que Dennis figura en sus archivos. ¡Si al tercer gemelo le han tomado alguna vez las huellas digitales, ese barrido lo sacará a la superficie! ¡Eso es magnífico!

– Pero los resultados están en un disquete que se encuentra en mi despacho.

– ¡Ah, no! ¡Y te han prohibido la entrada!

– Así es.

– Rayos, echaré abajo la puerta. Pongámonos en marcha, ¿a qué esperamos?

– Puedes acabar otra vez en la cárcel. Y quizás haya un medio más fácil.

Steve se tranquilizó mediante un esfuerzo.

– Tienes razón. Tiene que haber otro medio de conseguir ese disquete.

Jeannie cogió el teléfono.

– Le pedí a Lisa Hoxton que intentase entrar en mi despacho. Veamos si lo ha logrado. -Marcó un número-. Hola, Lisa, ¿cómo estás?… ¿Yo? Pues no demasiado bien. Escúchame, esto te va a parecer increíble. -Resumió lo que había descubierto-. Sé que cuesta trabajo creerlo, pero lo podré demostrar si consigo echarle mano al disquete… ¿No podrías entrar en mi despacho?

– ¡Mierda! -Jeannie puso cara larga-. En fin, gracias por intentarlo. Ya sé que te arriesgaste. Te lo agradezco de todo corazón… Sí. Adiós.

Colgó y dijo: -Lisa intento convencer al guardia de seguridad para que la dejase entrar. Casi lo había logrado, pero el hombre consultó con su superior y por poco lo despiden.

– ¿Qué vamos a intentar ahora?

– Si en la audiencia de mañana por la mañana me reintegran a mi empleo, entraré de nuevo en mi despacho como si no hubiera ocurrido nada.

– ¿Quién es tu abogado?

– No tengo abogado, nunca lo necesité.

– Apuesta algo a que la universidad va a disponer del abogado más caro de la ciudad.

– Mierda. No puedo permitirme el lujo de un abogado.

Steve apenas se atrevía a exponer lo que le pasaba por la cabeza. -Bueno… yo soy abogado.

Jeannie le contempló con aire especulativo.

– Sólo he pasado un año en la facultad de Derecho, pero en los ejercicios de abogacía mis notas han sido las más altas de la clase.

Le emocionaba la idea de defenderla frente al poder de la Universidad Jones Falls. Pero ¿no pensaría Jeannie que era demasiado joven e inexperto? Se esforzó en leer en el cerebro de la muchacha, pero fracasó. Ella seguía mirándole. Steve le devolvió la mirada, clavando la suya en los ojos oscuros de Jeannie. Pensó que podía estar haciéndolo indefinidamente.

Al final, Jeannie se inclinó y le besó en los labios, leve y fugazmente.

– Diablo, Steve, eres auténtico -dijo.

Fue un beso muy rápido, pero resultó eléctrico. Steve se sintió grande. No estaba muy seguro de lo que Jeannie quería decir con «auténtico», pero debía de ser bueno.

Tendría que justificar la fe que depositaba en él. Empezó a pensar en la audiencia.

– ¿Tienes alguna idea acerca de las reglas de la comisión, los trámites que se siguen en la audiencia?

Ella introdujo la mano en la bolsa de lona y le tendió una carpeta de cartulina.

Steve examinó el contenido. Las normas eran una mezcla de la tradición de la universidad y jerga legal moderna. Entre las infracciones por las que se podía despedir a un miembro del profesorado figuraban la blasfemia y la sodomía, pero la que a Jeannie le daba la impresión de ser la más importante era tradicionaclass="underline" llevar la infamia y el descrédito a la universidad.

Realmente, la comisión de disciplina no tenía la última palabra; simplemente presentaba una recomendación al consejo, cuerpo de gobierno de la universidad. Eso merecía la pena saberlo. Si a la mañana siguiente Jeannie perdía, el consejo podía servirle como tribunal de apelación.

– ¿Tienes una copia del contrato? -pregunto Steve.

– Claro. -Jeannie se acercó a un pequeño escritorio del rincón y abrió un cajón-. Aquí está.

Steve lo leyó rápidamente. En la cláusula doce Jeannie accedía a acatar las decisiones del consejo de la universidad. Eso le dificultaría legalmente desobedecer la decisión definitiva.