Volvió a las reglas de la comisión de disciplina.
– Aquí dice que tienes que notificar al presidente, por adelantado, tu deseo de que te represente un abogado u otra persona -observó Steve.
– Ahora mismo llamamos a Jack Budgen -repuso Jeannie-. Son las ocho…, estará en casa.
Cogió el teléfono.
– Aguarda -pidió Steve-. Tracemos antes el plan de los términos en que vamos a plantear la conversación.
– Tienes razón. Tú piensas estratégicamente y yo no.
Steve se sintió complacido. Aquel consejo legal se lo había dado como abogado suyo y Jeannie lo consideró provechoso.
– Ese hombre tiene tu destino en sus manos. ¿Cómo es?
– Es el bibliotecario jefe y mi contrincante en el tenis.
– ¿El que jugaba contigo el domingo?
– Sí. Es más un administrador que un pedagogo académico. Y un buen jugador táctico, pero en mi opinión nunca tuvo el instinto asesino que impulsa a un tenista hasta la cima.
– Vale, o sea que mantiene contigo cierta relación competitiva.
– Supongo que sí.
– Ahora bien, ¿qué impresión queremos darle? -Enumeró con los dedos-. Uno: queremos parecer optimistas y seguros del triunfo. Estás deseando verte en la audiencia. Eres inocente, te alegras de tener la oportunidad de demostrarlo y tienes una fe ciega en que la comisión verá la verdad en el fondo del asunto, bajo la sabia dirección de Budgen.
– Muy bien.
– Dos: estás desamparada. Eres una muchacha débil, indefensa…
– ¿Bromeas?
Steve sonrió.
– Tacha eso. Eres una profesora universitaria novata y te enfrentas a Berrington y Obell, dos astutos veteranos, duchos en el arte de hacer su santa voluntad en la Universidad Jones Falls. Rayos, ni siquiera puedes permitirte contratar a un abogado. ¿Budgen es judío?
– No lo sé. Puede que sí.
– Espero que lo sea. Las minorías están más predispuestas a revolverse contra el sistema. Tres: la historia de por qué Berrington te está acosando ha de salir a la luz. Es un tanto asombrosa, pero hay que contarla.
– ¿En qué puede ayudarme explicar eso?
– Sugiere la idea de que es muy posible que Berrington tenga algo que ocultar.
– Muy bien. ¿Algo más?
– No creo.
Jeannie marcó el número y le tendió el teléfono.
Steve lo tomó rezumando turbación. Era la primera llamada que efectuaba como representante jurídico de alguien. «Quiera Dios que no lo eche todo a perder.»
Mientras escuchaba el timbre de tono, intentó evocar la forma de jugar al tenis de Jack Budgen. Steve se había concentrado en Jeannie, naturalmente, pero recordaba la figura de un hombre en bastante buena forma, calvo, de unos cincuenta años, que se movía con agilidad y jugaba con picardía. Budgen había vencido a Jeannie, pese a que ella era más joven y fuerte. Steve se prometió no subestimarle.
Una voz tranquila y cultivada contestó al teléfono:
– Dígame.
– ¿Profesor Budgen?, me llamo Steve Logan.
Hubo una breve pausa.
– ¿Le conozco, señor Logan?
– No, señor. Le llamo, en su calidad de presidente de la comisión de disciplina de la Universidad Jones Falls, para informarle de que mañana acompañaré a la doctora Ferrami. Aguarda impaciente que se celebre la audiencia y desea quitarse de encima cuanto antes esas acusaciones.
El tono de Budgen fue frío:
– ¿Es usted abogado?
Steve comprobó que recobraba el aliento con rapidez, como si hubiese estado corriendo y ahora realizase un esfuerzo para mantener la calma.
– Estoy en la facultad de Derecho. La doctora Ferrami no puede permitirse el lujo de contratar a un abogado. Sin embargo, haré cuanto esté en mi mano para ayudarle en el presente caso y, si mi actuación es deficiente, tendré que ponerme a merced de usted. -Hizo una pausa para ofrecer a Budgen la oportunidad de intercalar un comentario amistoso o, aunque sólo fuera, un gruñido de simpatía; pero no hubo más que gélido silencio. Steve continuó-: ¿Puedo preguntarle quién representará a la universidad?
– Tengo entendido que han contratado a Henry Quinn, de Harvey Horrocks Quinn.
Steve se quedo sobrecogido. Era una de las firmas más antiguas de Washington. Trató de que su voz sonase relajada.
– Un bufete WASP 1 extraordinariamente respetable -comentó, con una risita.
– ¿De veras?
El encanto de Steve no daba resultado con aquel hombre. Había llegado el momento de enseñar las uñas.
– Tal vez debiera mencionarle una cosa. Nos vamos a ver obligados a contar el verdadero motivo por el cual Berrington Jones ha actuado así contra la doctora Ferrami. Bajo ninguna clase de condiciones aceptaremos la cancelación de la audiencia. Eso dejaría suspendida sobre su cabeza la nube de la duda. La verdad ha de salir a la superficie, me temo.
– No tengo noticia de ninguna propuesta de cancelación de la audiencia.
Claro que no tenía noticia. No existía tal propuesta. Steve siguió adelante con su farol.
– Pero si surgiera una, le ruego tome nota de que será inaceptable para la doctora Ferrami. -Decidió cortar la conversación antes de meterse en excesivas profundidades-. Profesor, muchas gracias por su cortesía. Estoy deseando verle a usted por la mañana.
– Adiós.
Steve colgó.
– ¡Joder! Vaya témpano de hielo.
Jeannie parecía perpleja.
– Normalmente no es así. Tal vez sólo se mostraba protocolario.
Steve tenía la casi plena certeza de que Budgen ya había adoptado la determinación de ser hostil a Jeannie, pero no se lo dijo a la mujer.
– De todas formas, ya le he transmitido nuestros tres puntos. Y he descubierto que la Universidad Jones Falls ha contratado a Henry Quinn.
– ¿Es bueno?
Era legendario. Pensar que iba a actuar contra Henry Quinn había dejado a Steve como un carámbano. Pero no quería deprimir a Jeannie.
– Quinn solía ser muy bueno, pero es posible que su mejor momento haya pasado ya.
Jeannie aceptó aquella opinión.
– ¿Qué debemos hacer ahora?
Steve la miró. El albornoz rosa dejaba una abertura en la parte del escote y el muchacho vislumbró un seno anidado entre los pliegues de la suave tela de rizo.
– Deberemos repasar las preguntas que van a formularte en la audiencia -dijo Steve en tono pesaroso-. Esta noche nos queda por hacer un montón de trabajo.
37
Jane Edelsborough estaba infinitamente mejor desnuda que vestida. Yacía tendida sobre una sábana de color rosa pálido, bajo la claridad de la llama de una vela perfumada. Su piel suave y diáfana resultaba más atractiva que los tonos turbios, de tierra fangosa, de la ropa que solía ponerse. Las prendas que le gustaba vestir tendían a ocultar su cuerpo; era una especie de amazona, de pechos rozagantes y amplias caderas. Era corpulenta, pero le sentaba bien.
Echada en la cama, sonreía lánguidamente a Berrington mientras este se ponía sus calzones azules.
– ¡Vaya, eso fue más estupendo de lo que esperaba! -comentó Jane.
Berrington pensaba lo mismo, pero no era lo bastante tonto como para confesarlo. Jane conocía numeritos que normalmente él tenía que enseñar a las mujeres más jóvenes que solía llevarse a la cama. Se preguntó ociosamente donde habría aprendido Jane a follar tan bien. Estuvo casada en otro tiempo; su marido, fumador de cigarrillos, había muerto de cáncer de pulmón diez años antes. Debieron de disfrutar juntos de una vida sexual fantástica. La había gozado de tal modo que no tuvo necesidad de recurrir a su fantasía de costumbre, en la que imaginaba hacer el amor a una beldad famosa, Cindy Crawford, Bridget Fonda o la princesa Diana, y en la que, rematado el coito, la belleza en cuestión, tendida a su lado, le susurraba al oído: «Gracias, Berry, ha sido el mejor polvo que me han echado jamás, eres magnifico, muchas gracias».
– ¡Me siento tan culpable! -dijo Jane-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice algo tan depravado.
– ¿Depravado? -preguntó Berrington, que se estaba atando los cordones de los zapatos-. No sé por qué. Eres libre, blanca y mayor de edad, como solíamos decir. -Ella hizo una mueca: la frase «libre, blanca y mayor de edad» era entonces políticamente incorrecta-. De todas formas, eres libre e independiente -se apresuro a añadir.
– Oh, lo depravado no fue la fiesta carnal -declaró desmayadamente-. Es que me consta que lo hiciste sólo porque formo parte de la comisión de la audiencia de mañana.
Berrington se petrificó en el acto de ponerse la corbata rayada.
Jane continuó:
– ¿Se supone que soy tan ingenua como para pensar que me viste en el otro extremo de la cafetería de estudiantes y te sentiste hechizado por mi magnetismo sexual? -Le sonrió tristemente-. No tengo el menor magnetismo sexual, Berry, al menos para alguien tan superficial como tú. Por fuerza debías de tener un motivo ulterior y tardé apenas cinco segundos en imaginar que podía ser.
Berrington se sentía como un imbécil. No sabía qué decir.
– Ahora bien, en tu caso, tu sí que tienes magnetismo sexual. Rayos. Tienes encanto y un hermoso cuerpo, sabes vestir y hueles bien. Y, por encima de todo, cualquiera se da cuenta a primera vista que realmente te gustan las mujeres. Puedes manipularlas y explotarlas, pero también las adoras. Eres el perfecto plan para una noche y gracias. Como remate de sus palabras, Jane cubrió con la sabana su cuerpo desnudo, se dio media vuelta y, tendida de costado, cerró los ojos.
Berrington acabó de vestirse con toda la rapidez que pudo.
Antes de marcharse, se sentó en el borde de la cama. Jane abrió los ojos. Berrington le preguntó: