La idea de entrar de nuevo en el edificio hizo que le temblaran las piernas. Aún tenía el pecho resentido a causa de los violentos espasmos de la tos que provocó el humo. Pero quizá Lisa estuviera allí abajo, imposibilitada para moverse, atrapada bajo alguna madera que le hubiese caído encima, o simplemente desvanecida. Tenía que hacer un reconocimiento de aquel cuarto.
Hizo acopio de valor y puso un pie en la escala. Notó que se le doblaban las rodillas y en un tris estuvo de caerse. Vaciló. Al cabo de un momento se sintió más fuerte y bajó otro peldaño. Un poco de humo se le aferró entonces a la garganta y Jeannie subió de nuevo hasta la calle.
Cuando dejó de toser volvió a intentarlo.
Bajó un escalón, luego otro. Se dijo que, si el humo la hacía toser de nuevo, saldría otra vez a la calle. El tercer escalón ya le resultó más fácil, y a partir de ahí descendió con más rapidez y acabó plantándose de un salto en el suelo de hormigón.
Se encontró en una sala bastante grande sembrada de bombas y filtros, presumiblemente de la piscina. El olor a humo era fuerte, pero podía respirar con cierta normalidad.
Vio a Lisa instantáneamente, y eso le provocó un grito sofocado.
Estaba caída de costado, encogida sobre sí misma, en posición fetal, desnuda. En el muslo se apreciaba una mancha con todos los visos de ser de sangre. No se movía.
Durante unos segundos Jeannie se quedó rígida de miedo.
Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí.
– ¡Lisa! -gritó. Percibió el tono agudo que ponía la histeria en su voz y respiró hondo para mantener la calma. «¡Por favor, Dios mío, que no le haya pasado nada grave!» Atravesó el cuarto entre la maraña de tubos y se arrodilló junto a su amiga-. ¿Lisa?
Lisa abrió los ojos.
– Gracias a Dios -murmuró Jeannie-. Pensé que habías muerto.
Despacio, Lisa se sentó. No se atrevía a mirar a Jeannie. Tenía los labios magullados.
– Me… me violó -dijo.
El alivio que había experimentado Jeannie al ver viva a Lisa se transformó en un angustioso sentimiento de horror que le oprimía el corazón.
– ¡Dios mío! ¿Aquí?
Lisa asintió con la cabeza.
– Me dijo que la salida era por aquí.
Jeannie cerró los párpados. Comprendía el dolor y la humillación de Lisa, la pesadumbre producida por verse atropellada, violada, mancillada. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, pero las obligó a retroceder. Durante un momento se sintió demasiado débil y asqueada para pronunciar palabra. Luego trató de recobrarse.
– ¿Quién fue?
– Un tipo de seguridad.
– ¿Con la cara cubierta por un pañuelo con pintas?
– Se lo quitó. -Lisa apartó la mirada-. No paraba de sonreír.
Encajaba. La chica de los pantalones caqui había dicho que un guardia de seguridad le había metido mano. El guardia de seguridad del vestíbulo declaró que en el edificio no había más personal de seguridad que él.
– No era ningún guardia de seguridad -dijo Jeannie.
Le había visto alejarse a paso ligero pocos minutos antes. Una oleada de rabia se abatió sobre ella ante el pensamiento de que aquel individuo hubiera cometido aquella atrocidad allí mismo, en el campus, en el edificio del gimnasio, donde todo el mundo se consideraba lo suficientemente seguro como para quitarse la ropa y ducharse. Le temblaron las manos y deseó con toda el alma coger a aquel individuo y estrangularle.
Oyó ruidos bastante fuertes: hombres que gritaban, pasos resonantes y el siseo de los chorros de agua. Los bomberos abrían sus mangueras a pleno caudal.
– Escucha, aquí corremos peligro -dijo en tono acuciante-. Hemos de salir del edificio.
La voz de Lisa sonó apagada y monótona.
– No tengo ropa.
«¡Podríamos morir aquí!»
– No te preocupes por la ropa, ahí fuera todo el mundo anda medio desnudo.
Jeannie exploró el cuarto rápidamente con la vista y vio las bragas y el sujetador de encaje rojo de Lisa; formaban un confuso y sucio montón debajo de un tanque. Se apresuró a recoger las prendas.
– Ponte tu ropa interior. Esta sucia, pero es mejor que nada.
Lisa continuó sentada en el suelo, con la mirada perdida.
Jeannie combatió el sentimiento de pánico que la amenazaba.
¿Qué podía hacer si Lisa se negaba a moverse? Probablemente tendría fuerzas para levantarla, pero ¿podría trasladarla hasta la escalerilla? Alzó la voz:
– ¡Vamos, levántate!
Agarró a Lisa por las manos, tiró de ella y la obligó a ponerse en pie.
Por fin, Lisa la miró a los ojos.
– Fue horrible, Jeannie -dijo.
Jeannie le echó los brazos al cuello y la apretó con fuerza contra sí.
– Lo siento, Lisa. No sabes cuánto lo siento.
El humo empezaba a hacerse más denso, a pesar de la gruesa puerta. En el ánimo de Jeannie, el temor sustituyó a la compasión.
– Hemos de salir de aquí… el edificio está ardiendo. ¡Por el amor de Dios, ponte eso!
Lisa acabó por decidirse a entrar en acción. Se puso las bragas y se abrochó el sostén. Jeannie la tomó de la mano y la condujo hasta la escalerilla de la pared, luego le indicó que subiera primero.
Cuando Jeannie se disponía a seguirla, la puerta se vino abajo y un bombero irrumpió en el cuarto entre una nube de humo. El agua se arremolinaba alrededor de sus botas. Pareció llevarse un susto al ver a las dos mujeres.
– Estamos bien, vamos a salir por aquí -le gritó Jeannie.
Luego subió por la escalerilla, en pos de Lisa.
Instantes después estaban fuera, al aire libre.
Jeannie se sentía débil de puro alivio: había conseguido sacar a Lisa del fuego. Pero ahora Lisa necesitaba ayuda. Jeannie le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia la fachada del edificio. Camiones de bomberos y coches patrulla de la policía aparcados por todas partes al otro lado de la calzada. La mayor parte de las mujeres habían encontrado algo con que cubrir su desnudez y con sus prendas íntimas de color rojo, Lisa destacaba entre aquel gentío.
– ¿Le sobra a alguien un par de pantalones o cualquier otra cosa? -mendigó Jeannie mientras avanzaban entre la gente.
Todos habían prestado ya las prendas que les sobraban. Jeannie hubiese cedido su sudadera a Lisa, pero no llevaba sujetador debajo.
Por último, un hombre alto y negro se quitó la camisa y se la dio a Lisa.
– Quisiera que me la devolvieses, es una Ralph Lauren -dijo-. Soy Mitchell Waterfield, del departamento de matemáticas.
– Me acordare -prometió Jeannie, agradecida.
Lisa se puso la camisa. Ella era bajita y le llegaba a las rodillas.
Jeannie se dio cuenta de que empezaba a tener la pesadilla bajo control. Condujo a Lisa hacia los vehículos de emergencia. Tres agentes permanecían recostados en un coche patrulla, mano sobre mano. Jeannie se dirigió al de más edad, un blanco bastante gordo, con bigote gris.
– Esta mujer se llama Lisa Hoxton. La han violado.
Esperaba que la noticia de que se había cometido un delito grave los electrizase, pero la reacción de los policías fue de una displicencia sorprendente. Tardaron unos cuantos segundos en digerir la noticia y Jeannie se disponía a manifestar su impaciencia, cuando el agente del bigote se apartó de encima del capó y dijo:
– ¿Dónde ocurrió eso?
– En el sótano del edificio incendiado, en el cuarto de máquinas de la piscina, situado en la parte de atrás.
Uno de los otros, un joven de color, observó:
– Esos bomberos deben de estar ahora cargándose todas las pruebas con sus mangueras, sargento.
– Tienes razón -repuso el hombre de edad-. Será mejor que te acerques allá abajo, Lenny, y pongas a buen recaudo la escena del crimen. -Lenny se alejó presuroso. El sargento se volvió hacia Lisa y le preguntó-: ¿Conoce al hombre que lo hizo, señora Hoxton?
Lisa denegó con la cabeza.
– Es un individuo blanco, alto, con una gorra de béisbol roja en cuya parte delantera lleva la palabra SEGURIDAD. Le vi en el vestuario de mujeres poco después de que se declarase el incendio y me parece que también le vi huir corriendo poco antes de encontrar a Lisa -explicó Jeannie.
El sargento introdujo la mano en el automóvil y sacó el micrófono de la radio.
– Si es lo bastante tonto como para seguir llevando esa gorra, lo cogeremos -dijo. Se dirigió al tercer policía-. McHenty, lleva a la víctima al hospital.
McHenty era un joven blanco con gafas. Se dirigió a Lisa: -¿Quiere ocupar el asiento delantero o prefiere ir detrás?
Lisa no respondió, pero su expresión no podía ser más aprensiva. Jeannie le ayudó.
– Siéntate delante. No querrás parecer una sospechosa.
Por su rostro cruzó un gesto de terror, y habló por fin: -¿No vas a venir conmigo?
– Lo haré, si quieres -respondió Jeannie tranquilizadoramente. Claro que también puedo acercarme a mi piso, coger algunas prendas de ropa para ti y reunirme contigo en el hospital.
Lisa miró a McHenty con cara de preocupación.
– Todo irá bien, Lisa -aseguró Jeannie.
McHenty mantuvo abierta la portezuela del coche para que subiera Lisa.
– ¿A qué hospital la lleva?
– Al Santa Teresa.
El agente se puso al volante.
– Me tendrás allí dentro de unos minutos -gritó Jeannie a través del cristal de la ventanilla, mientras el coche salía disparado.
Se dirigió a paso ligero al aparcamiento de la facultad; lamentaba ya no haber ido con Lisa. Cuando se separó de ella su semblante expresaba un miedo y una angustia profundos. Naturalmente, necesitaba ropas limpias, pero acaso su necesidad más urgente fuera tener a su lado una mujer que le cogiese la mano y le proporcionara confianza. Probablemente lo último que deseaba era quedarse a solas con un macho armado de pistola. Mientras subía a su coche, Jeannie tuvo la sensación de que acababa de jorobarlo todo.