Llegaron a La Guardia poco después de las ocho y tomaron un destartalado taxi amarillo que las adentró por Nueva York. El vehículo tenía los muelles de la suspensión en un estado realmente deplorable y no paró de dar botes y traqueteos a lo largo del trayecto por Queens y el Midtown Tunnel, hasta Manhattan. Jeannie se hubiera sentido incómoda en un Cadillac: se dirigía a ver al hombre que la había atacado en su propio automóvil y notaba el estómago como un caldero de ácido hirviente.
La dirección de Wayne Stattner resultó ser un impresionante edificio del centro de la ciudad, al sur de la calle Houston. La mañana era soleada y en las calles ya había gente que compraba bollos, tomaba capuchinos en los bares de las aceras y miraban los escaparates de las galerías de arte.
Un detective de la comisaría número uno las estaba esperando, en un Ford Escort aparcado en doble fila y con una de las puertas posteriores abollada. Les estrechó la mano y se presentó malhumoradamente como Herb Reitz. Jeannie supuso que hacer de canguro de detectives forasteros le parecía al hombre algo así como denigrante.
– Te agradecemos que hayas acudido a ayudarnos en sábado. -Mish acompañó sus palabras con una sonrisa cálida y coqueta. El hombre se suavizó un poco.
– No hay problema.
– Si alguna vez necesitas que te echen una mano en Baltimore, no tienes más que recurrir a mí personalmente.
– Dalo por hecho.
Jeannie se mordió la lengua para no intervenir: «¡Por el amor de Dios, vayamos a lo nuestro!».
Entraron en el edificio y subieron al último piso en un ascensor lentísimo.
– Un apartamento por planta -informó Herb-. Es un sospechoso con pasta. ¿Qué hizo?
– Violación -dijo Mish.
El ascensor se detuvo. La puerta se abría directamente a otra puerta, de forma que no podían apearse hasta que esa otra puerta la del piso, se abriera. Mish pulsó el timbre. Sucedió un largo silencio. Herb mantuvo abiertas las puertas del ascensor. Jeannie rezó para que Wayne no se hubiera ido a pasar fuera de la ciudad el fin de semana; ella no resistiría la decepción. Mish volvió a llamar mantuvo el dedo sin levantarlo del timbre.
Por fin llegó una voz del interior:
– ¿Quién coño llama?
Era él. La voz congeló de horror a Jeannie.
– Policía -dijo Herb-, esa es el coño que llama. Abra la puerta.
Wayne Stattner cambió el tono:
– Por favor, muestre su tarjeta de identidad delante del panel de cristal que tiene frente a usted.
Herb puso su insignia delante de la mirilla.
– Muy bien, un momento.
Eso es, pensó Jeannie. Ahora voy a echarle la vista encima.
Abrió la puerta un joven despeinado y descalzo, envuelto en un ajado albornoz negro de felpa.
Jeannie le miró con fijeza, desorientada. Era el doble de Steve…, salvo que tenía el pelo negro.
– ¿Wayne Stattner? -pregunto Herb.
– Sí.
Debió de teñírselo, pensó Jeannie. Debió de teñírselo ayer o el jueves por la noche.
– Soy el detective Herb Reitz, de la comisaría numero uno.
– Siempre he colaborado con la policía, Herb -dijo Wayne. Miró a Mish y a Jeannie. Esta no captó el más leve aleteo de reconocimiento en su rostro-. ¿No quieren pasar?
Entraron. El recibidor, carente de ventanas, estaba pintado de negro, con tres puertas rojas. En un rincón se erguía un esqueleto humano del tipo de los que se suelen usar en las escuelas de medicina, pero aquél tenía la boca amordazada con un pañuelo escarlata y unas esposas de acero de la policía sujetaban los huesos de sus muñecas.
Wayne los condujo por una de las puertas rojas a un desván espacioso y de techo alto. Negras cortinas de terciopelo cubrían las ventanas y lámparas de pie iluminaban la estancia. Una bandera nazi de tamaño natural ocupaba una pared. Una colección de látigos llenaban un paragüero, expuestos bajo la luz de un foco. Una gran pintura al óleo, que representaba una crucifixión, descansaba en un caballete de pintor; al acercarse, Jeannie vio que la figura crucificada no era Cristo, sino una voluptuosa mujer de larga cabellera rubia. Se estremeció de asco.
Aquel era el hogar de un sádico: no podría resultar más evidente ni aunque lo anunciaran en la puerta con un letrero.
Herb miraba a su alrededor, asombrado.
– ¿Qué hace usted para ganarse la vida, señor Stattner?
– Soy propietario de dos clubes nocturnos de Nueva York. Con franqueza, precisamente ese es el motivo por el que siempre estoy tan predispuesto a cooperar con la policía. He de tener las manos inmaculadamente limpias, con vistas al negocio.
Herb chasqueó los dedos.
– Naturalmente, señor Stattner. Leí algo sobre usted en un artículo de la revista New York. «Jóvenes millonarios de Manhattan.» Debí haber reconocido el nombre.
– ¿No quieren sentarse?
Jeannie echó a andar hacia un asiento y luego vio que se trataba de una silla eléctrica de las que se emplean en las ejecuciones. Optó por cambiar de destino, hizo una mueca y se sentó en otra.
– Le presento a la sargento Michelle Delaware, de la policía de la ciudad de Baltimore -dijo Herb.
– ¿Baltimore? -Wayne se manifestó sorprendido. Jeannie no le quitaba ojo, por si en su rostro aparecía algún indicio de miedo, pero parecía buen actor. Stattner preguntó, sarcástico-: Pero ¿se cometen delitos en Baltimore?
– Se ha teñido el pelo, ¿verdad? -terció Jeannie.
Mish le disparó una centelleante mirada de fastidio. Jeannie estaba allí para observar, no para interrogar al sospechoso.
Sin embargo a Wayne no le importó la pregunta.
– Muy lista al notarlo.
Tenía yo razón, pensó Jeannie, exultante. Es él. Al mirarle las manos las recordó mientras le desgarraban a ella la ropa. Tu lo hiciste, hijo de perra, pensó.
– ¿Cuándo se lo tiñó? -insistió.
– Cuando tenía quince años -respondió Stattner.
«Embustero.»
– El negro siempre ha estado de moda, desde que tengo uso de razón.
«Tu pelo era rubio el jueves, cuando pusiste tus manazas en mi falda, y el domingo, cuando violaste a mi amiga Lisa en el gimnasio de la Universidad Jones Falls.»
Pero ¿por qué está mintiendo? ¿Sabía que teníamos un sospechoso de pelo rubio?
– ¿A qué viene todo esto? -dijo Stattner-. ¿El color de mi pelo es una pista? Adoro los misterios.
– No le entretendremos mucho tiempo -manifestó Mish vivamente-. Sólo necesitamos saber dónde estaba usted el domingo pasado, a las ocho de la tarde.
Jeannie se preguntó si tendría coartada. Para él habría sido facilísimo declarar que estuvo jugando a las cartas con algunos tipos de los bajos fondos, a los que luego pagaría para que confirmasen sus palabras, o decir que había estado en la cama con alguna furcia, lo cual perjuraría lo que fuese a cambio de un chute de droga.
Pero, ante la sorpresa de Jeannie, el muchacho dijo: -Eso es fácil. Estaba en California.
– ¿Alguien puede corroborarlo?
Se echo a reír.
– Más o menos, un millón de personas, supongo.
Jeannie empezó a presentir la catástrofe. No era posible que contase con una verdadera coartada. Tenía que ser el violador.
– ¿Qué quiere decir? -pregunto Mish.
– Asistía a los Emmy.
Jeannie recordó que el televisor de la habitación que ocupaba Lisa en el hospital retransmitía la cena de los Premios Emmy ¿Cómo podía ser que Wayne hubiese estado en la ceremonia? Difícilmente habría podido presentarse en el aeropuerto en el tiempo que tardó Jeannie en llegar al hospital.
– No obtuve ningún premio, naturalmente -añadió-. No estoy en ese negocio. Pero si se lo dieron a Salina Jones, y es una vieja amiga.
Lanzó un vistazo hacia la pintura al óleo y Jeannie comparendo que la mujer del cuadro era la actriz que interpretaba el papel de Babe, la hija del quisquilloso Brian, el del restaurante de la comedia Too Many Cooks. Sin duda había posado.
– Salina ganó el premio a la mejor actriz de comedia -informó Wayne-, y la besé en ambas mejillas cuando bajó del escenario con el trofeo en la mano. Fue un momento divino, que las cámaras de televisión captaron y difundieron al instante por todo el mundo. Lo tengo en video. Y hay una foto en el número de la revista People de esta semana.
Señaló una revista que estaba encima de una carpeta.
Jeannie la cogió. Había en ella un retrato de Wayne, increíblemente elegante con su esmoquin, besando a Salina mientras la muchacha sostenía la estatuilla del Emmy.
El pelo de Wayne era negro.
El pie de la foto decía: «El empresario de clubes nocturnos de Nueva York, Wayne Stattner, felicita a su antigua amante Salina Jones tras recibir esta en Hollywood, el domingo por la noche, el Emmy por Too Many Cooks.
Como coartada no podía ser más inexpugnable.
¿Cómo era posible?
– Bien, señor Stattner -dijo Mish-, no es preciso que le robemos más tiempo.
– ¿Qué pensaban que pude haber hecho?
– Investigamos una violación que tuvo lugar en Baltimore el domingo por la noche.
– Yo no estaba -dijo Wayne.
Mish miró la crucifixión y el muchacho siguió la dirección de sus ojos.
– Todas mis víctimas son voluntarias -declaró Wayne, y dedicó a Mish una larga y sugestiva mirada.
La detective se sonrojó y dio media vuelta.
Jeannie estaba desolada. Todas sus esperanzas se habían volatilizado. Pero su cerebro continuaba trabajando y cuando se disponían a salir, dijo: