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Ella no tenía nada que hacer, excepto esperar a Steve. Trató de no pensar en la gran desilusión de la jornada. Era suficiente. Tenía hambre; durante todo el día lo único que tomó fue café. Dudaba entre comer algo o esperar a que llegase Steve. Sonrió al recordar la voracidad con que se desayunó los ocho bollos de canela. ¿Eso había ocurrido el día anterior? Sólo parecía haber pasado una semana.

De pronto se dio cuenta de que no tenía nada en el refrigerador. ¡Sería espantoso que llegase Steve y ella no pudiera darle de comer! Se calzó apresuradamente un par de botas Doc Marten y se precipitó a la calle. Condujo hasta el 7-Eleven de la esquina de Falls Road y la calle 36 y compró huevos, tocino, leche, una hogaza de pan de siete cereales, ensalada preparada, cerveza Dos Equis, un helado Ben amp;: Jerry's Rainforest Crunch y cuatro paquetes más de bollos de canela congelados.

Cuando se encontraba en la caja se le ocurrió que cabía la posibilidad de que Steve se presentase mientras ella estaba ausente. ¡Incluso podía marcharse otra vez! Salió de la tienda con los brazos cargados de comestibles y condujo de vuelta a casa como una posesa, imaginándose a Steve aguardándola impaciente en la puerta del edificio.

No había nadie delante de su casa ni el menor rastro del herrumbroso Datsun. Subió al piso y puso en el refrigerador todo lo que había comprado. Sacó los huevos del envase de cartón y los colocó en la bandeja, abrió el paquete de seis botellines de cerveza, llenó el depósito de la cafetera y la dejó a punto de preparar el café. Luego volvió a quedarse sin nada que hacer.

Se le ocurrió que estaba comportándose de una manera atípica. Hasta entonces, nunca se había preocupado de si un hombre pudiera tener o no tener hambre. Su actitud normal, incluso con Will Temple, consistió siempre en dar por supuesto que si él tenía apetito, con prepararse algo personalmente, listo, y si la nevera estaba vacía, él mismo debería bajar a la tienda y, si la encontraba cerrada, buscar otra que estuviese abierta. Pero ahora se veía dominada por un ataque de espíritu casero. Steve le había causado un impacto mucho mas fuerte que ningún otro hombre, a pesar incluso de que sólo lo conocía desde hacia poco…

El timbre de la puerta de la calle retumbó como un estallido.

Jeannie se puso en pie de un salto, con el corazón bailándole en el pecho, y articuló por el interfono:

– ¿Si?

– ¿Jeannie? Soy Steve.

Apretó el botón que abría la puerta. Permaneció inmóvil un momento, sintiéndose muy tonta. Se comportaba como una adolescente. Vio a Steve subir la escalera con su camiseta de manga corta y sus holgados pantalones. El rostro del muchacho reflejaba el dolor y la decepción de las últimas veinticuatro horas. Le echó los brazos al cuello y lo oprimió con fuerza contra sí. El robusto cuerpo del chico estaba rígido y tenso.

Le condujo al salón. Steve se sentó en el sofá y Jeannie encendió la cafetera. Se sentía muy unida a él. No habían hecho lo que se considera normaclass="underline" salir, ir a restaurantes y al cine juntos, que era el plan que siempre se había trazado Jeannie para conocer a un hombre. En vez de eso, lucharon hombro con hombro en varias batallas, trataron de resolver misterios juntos y juntos se vieron acosados por enemigos medio ocultos. Lo cual hizo que su amistad se fraguara con extraordinaria rapidez.

– ¿Quieres café?

– Preferiría hacer manitas -dijo Steve.

Jeannie se sentó a su lado en el sofá y le tomo la mano. Steve se inclinó hacia ella. La muchacha alzo la cara y Steve la besó en la boca. Era su primer beso auténtico. Jeannie le apretó la mano y entreabrió los labios. El sabor de la boca de Steve le hizo pensar en humo de madera. Durante unos segundos, su pasión se extravió mientras ella trataba de determinar si se había limpiado los dientes; pero enseguida recordó que si lo había hecho y entonces se relajó. Steve le acariciaba los pechos por encima de la lana del jersey: aquellas manos enormes eran sorprendentemente delicadas. Jeannie le imitó, deslizando las palmas de sus manos sobre el pecho de Steve.

Se calentó el ambiente a velocidad de vértigo.

Steve se retiró para mirarla. Contempló el rostro de Jeannie como si quisiera grabar a fuego en su memoria las facciones de la muchacha.

Pasó la yema de los dedos por las cejas, los pómulos, la punta de la nariz y los labios de Jeannie con tanta suavidad como si temiera romper algo. Sacudió la cabeza ligeramente de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que veía.

Jeannie percibió en su mirada un profundo anhelo. Aquel hombre la deseaba con todo su ser. Y el mismo afán se apoderó de ella. La pasión estalló como un repentino viento del sur, abrasador y tempestuoso. Jeannie tuvo la sensación de que se fundía en su ser, algo que no experimentaba desde hacia año y medio. De pronto, lo deseó todo: el cuerpo de Steve encima del suyo, la lengua de Steve dentro de su boca y las manos de Steve por todas partes.

Tomó la cabeza del muchacho, atrajo su rostro y le besó de nuevo, esa vez con la boca abierta. Se echó hacia atrás en el sofá hasta que el cuerpo de Steve se encontró medio tendido sobre el suyo, con el peso del chico oprimiéndole el pecho.

Al cabo de un momento, Jeannie le empujó, jadeante, y dijo:

– Al dormitorio.

Se zafó de él y le precedió camino de la alcoba. Se quitó el jersey pasándoselo por encima de la cabeza y lo arrojó al suelo. Steve entró en el cuarto y cerró la puerta a su espalda con el talón. Al verla desnuda, se desprendió de la camiseta con rápido movimiento.

Todos hacen lo mismo, pensó Jeannie. Todos cierran la puerta con el talón.

Steve se descalzó, se soltó el cinturón y se quitó los pantalones azules. Su cuerpo era perfecto, hombros anchos, pecho, músculos y caderas estrechas enfundadas en calzoncillos blancos.

«Pero ¿cuál de ellos es?»

Steve avanzó hacia ella y Jeannie retrocedió dos pasos.

Aquel individuo dijo por teléfono: «Puedo volver a visitarte».

Steve frunció el entrecejo.

– ¿Qué ocurre?

Jeannie estaba repentinamente asustada.

– No puedo hacerlo -dijo.

Steve respiró hondo y expulsó el aire con fuerza.

– ¡Estupendo! -exclamó. Desvió la mirada-. ¡Esta sí que es buena!

Jeannie cruzó los brazos sobre el pecho, cubriéndose los senos.

– No sé quién eres.

Steve comprendió.

– ¡Oh, Dios mío! -Se sentó en la cama, de espaldas a ella, y sus amplios hombros se inclinaron con desánimo. Pero podía tratarse de una actuación teatral-. Crees que soy el que conociste en Filadelfia.

– Creí que él era Steve.

– Pero ¿por qué iba a fingir que era yo?

– Eso no importa.

– Él no lo hubiera hecho sólo con la esperanza de echar un polvo furtivo -dijo Steve-. Mis dobles tienen modos muy peculiares de gozarla, pero este no figura en su repertorio. Si él quisiera follarte te amenazaría con un cuchillo, te rasgaría las medias o prendería fuego al edificio, ¿no te parece?

– Recibí una llamada telefónica -explicó Jeannie, temblorosa- Anónima. Dijo: «El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte. Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte». Por eso tienes que marcharte ahora.

Recogió el jersey del suelo y se lo puso precipitadamente. No la hizo sentirse ni tanto así más segura.

Había compasión en los ojos de Steve.

– Pobre Jeannie -dijo-. Esos cabrones te han metido el miedo en el cuerpo. Lo siento. Se levantó y se puso los pantalones.

De pronto, Jeannie tuvo la certeza de que estaba equivocada. El clon de Filadelfia, el violador, nunca hubiera vuelto a vestirse en aquella situación. La habría arrojado encima de la cama, le habría arrancado la ropa e intentado tomarla por la fuerza. Este hombre era diferente. Era Steve. Sintió un casi irresistible deseo de echarse en sus brazos y hacer el amor con él.

– Steve…

Él sonrió.

– Soy yo.

Pero ¿no sería ese el propósito de su actuación? Una vez hubiera ganado su confianza, estuviesen desnudos en la cama y el tendido encima, ¿no cambiaría y revelaría su verdadera naturaleza, la naturaleza que se perecía por ver a las mujeres aterrorizadas y sumidas en el dolor? La sacudió un estremecimiento de pánico.

No estaba bien. Desvió la mirada.

– Vale más que te vayas -dijo.

– Podrías preguntarme cosas.

– Vale. ¿Dónde vi a Steve por primera vez?

– En la pista de tenis.

Era la contestación correcta. Pero los dos, Steve y el violador, estaban aquel día en la Universidad Jones Falls.

– Pregúntame otra cosa.

– ¿Cuántos bollos de canela se comió Steve el viernes por la mañana?

Steve sonrió.

– Ocho. Me avergüenza confesarlo.

Jeannie sacudió la cabeza, desconfiadamente. -Puede que hayan puesto micrófonos ocultos en esta casa. Registraron mi despacho y descargaron mi correo electrónico. Es posible que nos estén escuchando en este momento. No es bueno. No conozco a Steve Logan hasta ese punto, y lo que yo sé otros también pueden saberlo.

– Supongo que tienes razón -convino Steve, y se puso de nuevo la camiseta de manga corta.

Se sentó en la cama y se calzó los zapatos. Jeannie se fue al salón, ya que no deseaba seguir en el dormitorio viendo como se vestía. ¿Estaba cometiendo un terrible error? ¿O era el acto más inteligente de cuantos jamás había realizado? Sintió el dolor de la privación en los riñones; deseaba desesperadamente hacer el amor con Steve. Sin embargo, el pensamiento de encontrarse en la cama con alguien como Wayne Stattner la hacía temblar de miedo.

Steve salió del dormitorio, completamente vestido. Jeannie le miró a los ojos, buscó en ellos algo, algún detalle que aclarara sus dudas, pero no lo encontró. “No sé quién eres, ¡sencillamente no lo sé!”