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– ¡Jesús, que día! -exclamo, al tiempo que abandonaba a toda marcha la zona de aparcamiento.

Vivía a escasa distancia del campus. Su apartamento estaba en el último piso de una casita adosada. Dedicó unos minutos a pensar en las prendas que le caerían bien a la pequeña, pero rellena figura de Lisa. Seleccionó un polo que a ella le venía grande y unos pantalones de chándal con cintura elástica. La ropa interior era más difícil. Encontró un par de holgados calzones, pero ninguno de sus sostenes le serviría. Lisa tendría que pasarse sin sujetador. Añadió unas zapatillas de deporte, lo metió todo en una bolsa de lona y salió del piso a todo correr.

Mientras conducía rumbo al hospital su talante empezó a cambiar.

Desde que se declaró el incendio se había concentrado en lo que se debía hacer: ahora empezó a sentirse indignada. Lisa era una muchacha feliz, locuaz y simpática, pero la conmoción y el horror de lo sucedido la habían transformado en una especie de cadáver viviente, en un ser al que le aterraba subir sola a un coche de la policía.

Al avanzar por una calle comercial, Jeannie empezó a buscar con la mirada, inconscientemente, al individuo de la gorra roja, en tanto imaginaba que, caso de verlo, subiría a la acera y lo atropellaría.

A decir verdad, sin embargo, no lo reconocería. Desde luego, se habría quitado el pañuelo de la cara y probablemente también la gorra. ¿Qué más llevaba? La desconcertó darse cuenta de que casi no lo recordaba. Alguna especie de camiseta de manga corta, pensó, con vaqueros azules o quizá pantalones cortos. De todas formas, se habría cambiado ya de ropa, lo mismo que había hecho ella. En realidad, podía ser cualquiera de los hombres blancos que circulaban por la calle: el repartidor de pizzas, con su chaqueta colorada; el caballero calvo que iba a la iglesia acompañado de su esposa, cada uno con su cantoral bajo el brazo; el apuesto hombre de la barba cargado con un estuche de guitarra; incluso el agente de policía que hablaba a un vagabundo en la puerta de la licorería. Nada podía hacer Jeannie con toda su rabia, de modo que se limitó a apretar el volante con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.

Santa Teresa era un gigantesco hospital del extrarradio cerca del límite norte de la ciudad. Jeannie dejó el coche en el aparcamiento y se encaminó al servicio de urgencias. Lisa ya estaba en una cama, con la bata del hospital puesta y la mirada perdida en el espacio. Un televisor, con el sonido apagado, retransmitía la ceremonia de entrega de los premios Emmy: centenares de famosos de Hollywood en elegantes trajes de gala bebían champán y se felicitaban unos a otros. McHenty estaba sentado a la cabecera de la cama con un cuaderno de notas sobre las rodillas.

Jeannie se descargó de la bolsa de lona.

– Aquí tienes tu ropa. ¿Cómo van las cosas?

Lisa continuó inexpresiva y silenciosa. Jeannie supuso que aún estaba conmocionada. Ella, Jeannie, trataba de prescindir de sus sentimientos, de mantener el dominio sobre sí misma. Pero en algún punto tendría que dar vía libre a su cólera. Tarde o temprano se produciría el estallido.

– Debo tomar nota de los detalles fundamentales del caso, señorita… -dijo el policía-. ¿Nos dispensa unos minutos?

– Oh, claro que sí -respondió Jeannie en tono de disculpa. Luego echó una mirada a Lisa y dudó. Unos minutos antes se había maldecido por dejar a Lisa sola con un hombre. Ahora estaba a punto de volver a hacerlo. Dijo-: Pero quizá Lisa prefiera que me quede.

Vio confirmada su intuición cuando Lisa efectuó una casi imperceptible inclinación de cabeza. Jeannie se sentó en la cama y cogió la mano de Lisa.

McHenty pareció irritado, pero se abstuvo de discutir.

– Le estaba preguntando a la señorita Hoxton que clase de resistencia opuso a la agresión -dijo-. ¿Gritó usted, Lisa?

– Una vez, cuando me arrojó contra el suelo -respondió la muchacha-. Luego, el empuñó el cuchillo.

La voz de McHenty era normal y tenía la vista sobre el cuaderno de notas mientras hablaba.

– ¿Forcejeó con él?

Lisa dijo que no con la cabeza.

– Tuve miedo de que me hiriese con el cuchillo.

– Así que en realidad no opuso la menor resistencia después del primer grito.

Lisa volvió a denegar con la cabeza y empezó a llorar. Jeannie le apretó la mano. Deseó preguntarle a McHenty: «¿qué infiernos se supone que debía hacer?». Pero guardó silencio. Aquel día ya se mostró un tanto grosera con el chico que se parecía a Brad Pitt, pronunció una observación maliciosa acerca del tetamen de Lisa y se dirigió con muy malos modos al guardia de seguridad del gimnasio. Sabía que no era aconsejable ganarse la malquerencia de los representantes de la autoridad y estaba decidida a no convertir en enemigo suyo a aquel agente de policía, que lo único que estaba haciendo era intentar cumplir con su deber.

– Poco antes de que la penetrase -continuó McHenty-, ¿empleó la fuerza para obligarla a separar las piernas?

Jeannie dio un respingo. ¿Es que no tenían agentes femeninas para formular aquella clase de preguntas?

– Me tocó el muslo con la punta del cuchillo -articuló Lisa.

– ¿La cortó?

– No.

– Así que usted abrió las piernas voluntariamente.

Intervino Jeannie:

– Si un sospechoso encañona con su arma a un agente, por regla general ustedes le abaten a tiro limpio, ¿no? ¿Diría usted que lo hicieron voluntariamente?

McHenty la obsequió con una mirada furiosa.

– Por favor, déjeme esto a mí. -Volvió la cabeza hacia Lisa-.

¿Está usted herida?

– Estoy sangrando, sí.

– ¿Consecuencia del coito forzado?

– Sí.

– Exactamente, ¿dónde tiene la herida?

Jeannie no pudo contenerse más.

– ¿Por qué no deja que eso lo establezca el médico?

McHenty la contempló como si fuera imbécil.

– Tengo que redactar el informe preliminar.

– Digamos entonces que padece heridas internas como resultado de la violación.

– Soy yo quien dirige este interrogatorio.

– Y soy yo quien le dice que se largue, señor -replicó Jeannie, mientras se esforzaba en dominar la imperiosa necesidad de chillarle-. Mi amiga está profundamente atribulada, tiene un tremendo susto encima y no creo que le haga falta describir sus heridas internas, para que usted las anote, cuando de un momento a otro la va a examinar un médico.

McHenty pareció indignado, pero prosiguió con su interrogativo: -He observado que llevaba usted prendas interiores de color rojo. ¿Cree que eso tuvo alguna influencia para que ocurriera lo que sucedió?

Lisa miró para otro lado, llenos de lagrimas los ojos.

– Si denuncio el robo de mi Mercedes de color rojo -planteó Jeannie-, ¿me preguntaría usted si he provocado ese robo al conducir un automóvil atractivo?

McHenty pasó por alto la pregunta.

– ¿Cree haber conocido con anterioridad al autor de la agresión, Lisa?

– No.

– Pero, sin duda, el humo no le permitió a usted verle con claridad. Y el agresor se cubría la cara con un pañuelo de alguna clase.

– Al principio estaba prácticamente ciega. Pero no había mucho humo en el cuarto donde… donde lo hizo. Le vi. -Asintió con la cabeza, para sí-. Le vi.

– Eso significa que si volviera a verle le reconocería.

Lisa se estremeció.

– Oh, sí.

– Pero no le había visto antes, en algún bar o sitio por el estilo.

– No.

– ¿Suele ir a bares, Lisa?

– Claro.

– ¿A bares de solteros, esa clase de establecimientos?

A Jeannie le hervía la sangre.

– ¿qué diablos de pregunta es esa?

– La clase de pregunta que formulan los abogados -dijo McHenty.

– A Lisa no la están juzgando en un tribunal… ¡no es el delincuente, sino la victima!

– ¿Es usted virgen, Lisa?

Jeannie se levantó.

– Vale, ya basta. No puedo creer que esto esté sucediendo. No es posible que tenga derecho a formular estas preguntas que atentan contra la intimidad.

– Trato de establecer su credibilidad -alzó la voz McHenty.

– ¿Una hora después de que la hayan violado? ¡Olvídelo!

– Cumplo con mi deber…

– No creo que conozca su deber. No creo que sepa usted una mierda de su trabajo, McHenty.

Antes de que el agente tuviese tiempo de contestar, un médico entró en el cuarto sin llamar. Era joven y parecía acosado y cansado.

– ¿Ésta es la violación?

– Ésta es la señora Lisa Hoxton -repuso Jeannie en tono gélido-. Sí, la han violado.

– Necesitare hacer un frotis vaginal.

No tenía el menor encanto personal, pero al menos proporcionaba la excusa precisa para desembarazarse de McHenty. Jeannie miró al agente. Estaba allí plantado, como si considerase que tenía que supervisar la operación de oprimir el hisopo de algodón para la toma de la secreción vaginal.

– Antes de que empiece, doctor -dijo Jeannie-, tal vez el agente McHenty crea conveniente retirarse.

El médico hizo una pausa y miró a McHenty. El policía se encogió de hombros y salió de la habitación.

Con brusco ademán, el médico apartó la sábana que cubría a Lisa.

– Levántese la bata y separe las piernas -ordenó.

Lisa estalló en lágrimas.

Jeannie apenas podía creerlo. ¿Qué pasaba con aquellos hombres?

– Perdone, señor… -se dirigió al médico.

El hombre la fulminó con la mirada, impaciente.

– ¿Tiene algún problema?

– ¿No podría usted intentar ser un poco mas considerado?

Enrojeció el médico.

– Este hospital está lleno de personas que sufren lesiones traumáticas y enfermedades que amenazan su vida -dijo-. En este preciso momento hay tres niños en urgencias víctimas de un accidente automovilístico… Están a punto de morir. ¿Y usted se queja porque no soy lo bastante considerado con una joven que se fue a la cama con el hombre que no debía?