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– Está bien, no pasa nada. -La voz sonaba justo delante de la puerta del armario-. ¿Qué hay aquí dentro?

Jeannie apretó con fuerza el picaporte y empujó hacia arriba, dispuesta a resistir la posible presión.

– Ahí es donde guardamos los cromosomas de virus radiactivos -dijo Lisa-. Probablemente es completamente seguro, aunque puede entrar si no está cerrado con llave.

Jeannie contuvo una carcajada histérica. Los cromosomas de virus radiactivos era un camelo inexistente.

– Creo que pasaré de ello -dijo el guardia de seguridad. Jeannie estaba a punto de soltar el picaporte cuando notó una repentina presión. Tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El guardia constató-: Está cerrado, de todas formas.

Sucedió una pausa de silencio. Cuando el hombre volvió a hablar, su voz sonó distante y Jeannie se relajó.

– Si se siente sola, venga a la garita de vigilancia. Le prepararé una taza de café.

– Gracias -respondió Lisa.

La tensión de Jeannie empezó a suavizarse, pero la cautela le aconsejó seguir donde estaba, a la espera de que el terreno se despejase definitiva y totalmente. Al cabo de un par de minutos, Lisa abrió la puerta.

– Ahora está saliendo del edificio informó.

Volvieron a los teléfonos.

Murray Claud era otro nombre poco corriente y lo localizaron enseguida. Jeannie hizo la llamada. Murray Claud padre le dijo, con voz preñada de amargura y perplejidad, que su hijo estaba en la cárcel de Atenas desde hacía tres años, a raíz de una pelea en una taberna a navajazo limpio, y no lo dejarían en libertad hasta el mes de enero, como muy pronto.

– Ese chico podría haber sido cualquier cosa -explicó el hombre-. Astronauta. Premio Nobel. Estrella cinematográfica. Presidente de Estados Unidos. Es inteligente, tiene encanto y buena presencia. Y todo lo ha tirado por la ventana. Sencillamente lo ha tirado por la ventana.

Jeannie comprendió el dolor de aquel padre. Estuvo tentada de contarle la verdad, pero no estaba preparada y, de cualquier modo, tampoco disponía de tiempo. Se prometió volverle a llamar, otro día, y proporcionarle todo el consuelo que pudiera ofrecerle. Luego colgó.

Dejaron a Harvey Jones el último porque sabían que iba a ser el más difícil.

La moral de Jeannie descendió hasta quedar a la altura del barro cuando comprobó que había casi un millón de Jones en Estados Unidos y que H. era una inicial de lo más corriente. El segundo nombre era John. Había nacido en el Hospital Walter Reed, de Washington, D.C., así que Jeannie y Lisa empezaron por llamar a todos los Harvey Jones, a todos los H. J. Jones y a todos los H. Jones de la guía telefónica de Washington. No encontraron uno solo que hubiese nacido aproximadamente veintidós años atrás en el Walter Reed; pero, lo que aún era peor, acumularon una larga lista de posibles: gente que no contestó al teléfono.

De nuevo Jeannie empezó a dudar de las posibilidades de éxito de aquella tarea. Habían dejado sin resolver tres George Dassault y ahora veinte o treinta H. Jones. Su enfoque era teóricamente sólido, pero si las personas no respondían a su llamada, no podían interrogarlas. Empezaba a tener la vista borrosa y los nervios de punta a causa del exceso de café y de no dormir.

A las cuatro de la madrugada Lisa y ella la emprendieron con los Jones de Filadelfia.

A las cuatro y media, Jeannie lo encontró.

Pensó que iba a ser otro de los posibles que quedarían aplazados. El teléfono sonó cuatro veces y acto seguido se produjo la característica pausa y el no menos característico chasquido de un contestador automático. Pero la voz del contestador le resultó sobrecogedoramente familiar.

– Llama usted al domicilio de Harvey Jones -decía el mensaje, y a Jeannie se le erizaron los pelos de la nuca. Era como escuchar a Steve: el mismo timbre de voz, dicción, expresiones, todo era de Steve-. En este momento no puedo ponerme al teléfono, de modo que tenga la bondad de dejar su recado después de oír la señal.

Jeannie colgó y comprobó la dirección. Era un piso de la calle Spruce, en la Ciudad Universitaria, no muy lejos de la Clínica Aventina. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era porque deseaba con toda su alma cerrarlas alrededor de la garganta de aquel individuo.

– He dado con él -le dijo a Lisa.

– Oh, Dios mío.

– Es un contestador automático, pero la voz es la suya, y vive en Filadelfia, cerca de donde me asaltaron.

– Déjame escucharla. -Lisa marcó el número. Al escuchar el mensaje, sus mejillas rosadas se tornaron blancas. Dijo-: Es él. Puedo volver a oírle ahora. «Quítate esas bonitas bragas», dijo. ¡Oh, Dios!

Jeannie descolgó el teléfono y llamó a la comisaría de policía.

53

Berrington se pasó toda la noche del sábado sin pegar ojo. Permaneció en la zona de aparcamiento del Pentágono, sin perder de vista el negro Lincoln Mark VIII del coronel Logan, hasta la medianoche, hora en que llamó a Proust y se enteró de que habían arrestado a Logan, pero que Steve logró escapar; presumiblemente en metro o en autobús, dado que no lo hizo en el automóvil de su padre.

– ¿Qué hacían en el Pentágono? -le preguntó a Jim.

– Fueron a la Comandancia del Centro de Datos. Ahora precisamente trataba de descubrir que era con exactitud lo que se llevaban entre manos. Mira a ver si puedes localizar al chico o a la Ferrami.

Berrington ya no tenía inconveniente en dedicarse a la vigilancia. La situación era desesperada. No era el momento de enarbolar la bandera de la dignidad; si fallaba en la tarea de frenar en seco a Jeannie, no le quedaría dignidad alguna que defender.

Al volver a la casa de Logan se la encontró oscura y desierta; el Mercedes rojo de Jeannie había desaparecido. Esperó cosa de una hora, pero no se presentó nadie. Dando por supuesto que la muchacha habría vuelto a su casa, regresó a Baltimore y recorrió en ambos sentidos la calle donde vivía Jeannie, pero el coche de la joven tampoco estaba allí.

Asomaba la aurora cuando se detuvo delante de su domicilio en Roland Park. Entró en casa y telefoneó a Jim, pero no obtuvo respuesta ni en su domicilio ni en la oficina. Berrington se tendió en la cama, y continuó allí vestido, con los párpados cerrados, pero aunque estaba exhausto, la preocupación le mantuvo despierto.

Se levantó a las siete y volvió a llamar a Jim, pero no consiguió ponerse en contacto con él. Tomó una ducha, se afeitó y se puso unos pantalones de algodón negros y un polo a rayas. Se bebió un vaso largo de zumo de naranja de pie en la cocina. Miró la edición dominical del Baltimore Sun, pero los titulares no le dijeron absolutamente nada; era como si estuviesen escritos en finlandés.

Proust llamó a las ocho.

Jim se había pasado la mitad de la noche en el Pentágono, con un amigo que era general, interrogando al personal del centro de datos, con el pretexto de que investigaba una brecha en la seguridad. Al general, un amigote de los tiempos en que Jim estaba en la CIA, sólo le dijo que Logan trataba de sacar a la luz una operación secreta realizada en los setenta y que él, Jim, pretendía impedírselo.

El coronel Logan, que continuaba arrestado, no decía nada, salvo «Quiero hablar con mi abogado». No obstante, los resultados del barrido de Jeannie estaban en la terminal de la computadora y Steve los había utilizado; eso permitió a Jim enterarse de lo que descubrieron.

– Supongo que tú debiste encargar electrocardiogramas de todos los niños -dijo Jim.

Berrington lo había olvidado, pero ahora volvió a su memoria.

– Sí, los encargamos.

– Logan los encontró.

– ¿Todos?

– Los ocho.

Era la peor de todas las noticias posibles. Los electrocardiogramas, como los de gemelos univitelinos, eran tan semejantes como si se hubiesen tomado a una misma persona en diferentes fechas. Steve y su padre, así como seguramente Jeannie, debían de saber ya que Steve era uno de ocho clones.

– ¡Rayos! -exclamó Berrington-. Hemos mantenido esto en secreto durante veintidós años, y ahora esa maldita chica va y lo descubre.

– Te dije que deberíamos haberla hecho desaparecer.

Sometido a presión, Jim era de lo más insultante. Y después de pasarse una noche en blanco, a Berrington no le sobraba paciencia.

– Si vuelves a pronunciar lo de «Te dije», te vuelo la maldita cabeza, lo juro.

– ¡Está bien, está bien!

– ¿Lo sabe Preston?

– Sí. Dice que estamos acabados, pero siempre lo dice.

– Esta vez podría tener razón.

La voz de Jim adoptó un tono de patio de armas:

– Tú puedes estar preparado para darte por vencido, Berry, pero yo no -rechinó-. Sea como sea, hemos de mantenerlo tapado hasta la conferencia de prensa de mañana. Si nos las arreglamos para conseguirlo, la venta se consumará.

– Pero ¿qué pasará después?

– Después dispondremos de ciento ochenta millones de dólares, y no sabes la enorme cantidad de silencio que se compra con eso.

Berrington deseó creerle.

– Ya que eres tan listo, ¿qué crees que deberíamos hacer ahora?

– Hemos de averiguar cuánto saben. Nadie tiene la certeza de que, cuando salió del Pentágono, Steve Logan llevase en el bolsillo una copia de la lista de nombres y direcciones. La teniente del centro de datos jura que no, pero su palabra no me basta. Ahora bien, esas direcciones tienen veintidós años de antigüedad. Y ésta es mi pregunta: contando sólo con los nombres, ¿puede Jeannie Ferrami seguir la pista de los clones y dar con ellos?

– La respuesta es sí -repuso Berrington-. En el departamento de Psicología somos expertos en eso. Tenemos que hacerlo constantemente, rastrear gemelos idénticos. Si esa lista llegó anoche a manos de Jeannie Ferrami, a estas horas ya habrá encontrado a alguno de ellos.