Выбрать главу

– Me lo temía. ¿Hay algún modo de comprobarlo?

– Supongo que puedo llamarlos y descubrir si han tenido noticias de ella.

– Tendrás que ser discreto.

– Me sacas de quicio, Jim. A veces te comportas como si fueras el único tío, en todo Estados Unidos con medio jodido cerebro. Claro que seré discreto. Volveré a llamarte.

El golpe que dio al colgar resonó estruendoso.

Los nombres y números de teléfono de los clones, escritos en una clave sencilla, estaban en su Wizard. Lo sacó de un cajón del escritorio y lo abrió.

Les había seguido la pista a lo largo de los años. Se sentía hacia ellos mucho más paternal que Preston o Jim. Al principio, escribía cartas desde la Clínica Aventina, pidiendo información, con el pretexto de ponerse al corriente en los estudios sobre el tratamiento de hormonas. Con posterioridad, cuando esa excusa resulto inverosímil, recurrió a diversos subterfugios, tales como fingirse agente de la propiedad inmobiliaria que llamaba para preguntar si tenían intención de vender la casa o hacerse pasar por vendedor de libros que deseaba saber si los padres estarían interesados en adquirir una obra en la que figuraban todas las becas disponibles para los hijos de antiguos miembros del estamento militar. Había observado con creciente consternación que la mayoría de los muchachos evolucionaban de la condición de niños inteligentes pero desobedientes a la de audaces delincuentes juveniles y a la de brillantes adultos inestables. Eran desdichados subproductos de un experimento histórico, pero el se sentía culpable debido a los muchachos. Lloró cuando Per Ericson se mató mientras realizaba saltos mortales en la pista de esquí de Vail.

Contempló la lista mientras trataba de imaginar un pretexto plausible para llamar. Luego cogió el teléfono y marcó el número del padre de Murray Claud. El teléfono sonó y sonó, pero no respondió nadie. Al final, Berrington se figuró que aquel era el día en que el hombre iba a la cárcel a visitar a su hijo.

A continuación llamó a George Dassault. Esa vez tuvo más suerte. Descolgó el auricular una joven voz conocida.

– ¿Sí, quién es?

– Aquí, la Bell Telephone, señor -dijo Berrington-: Estamos comprobando la existencia de llamadas fraudulentas. ¿Ha recibido usted alguna fuera de lo normal en las últimas veinticuatro horas?

– No, no puedo decirlo. Pero he estado ausente de la ciudad desde el viernes, así que no me encontraba aquí para responder al teléfono.

– Gracias por colaborar en nuestro estudio, señor. Adiós.

Jeannie podía tener el nombre de George, pero no había entrado en contacto con él. Claro que eso era poco concluyente.

Berrington probó entonces con Hank King, de Boston.

– ¿Sí, quién es?

Era asombroso, reflexionó Berrington, todos contestaban al teléfono de la misma forma carente de simpatía. Puede que no hubiese un gen que suavizase los modales telefónicos. Pero la investigación de mellizos estaba plagada de tales fenómenos.

– Aquí la AT y T -dijo Berrington-. Estamos realizando un estudio relativo al uso fraudulento del teléfono y desearíamos saber si ha recibido usted alguna llamada extraña o sospechosa en el curso de las últimas veinticuatro horas.

La voz de Hank tenía dificultades con las palabras.

– Dios, la juerga ha sido tan tremenda, que no podría recordarlo. -Berrington puso los ojos en blanco. Claro, ayer fue el cumpleaños de Hank. Estaba seguro de que se emborrachó o se drogó. O las dos cosas-. ¡No, espere un momento! Hubo algo. Ahora me acuerdo. Fue en medio de la jodida noche. Ella dijo que estaba en la policía de Boston.

– ¿Ella? -Muy bien podía haber sido Jeannie, pensó Berrington, con la premonición de una mala noticia.

– Sí, era una mujer.

– ¿Dio su nombre? Eso nos permitiría determinar su autenticidad.

– Claro que lo dio, pero no lo recuerdo. Sarah o Carol o Margaret… o Susan, eso es, detective Susan Farber.

Ya no cabía duda. Susan Farber era la autora de Gemelos idénticos educados en ambientes distintos, único libro sobre el tema. Jeannie había empleado el primer nombre que se le vino a la cabeza. Lo que significaba que tenía la lista de nombres. Berrington se sintió aterrado.

– ¿Qué dijo, señor?

– Me preguntó mi fecha y lugar de nacimiento.

Eso le confirmaría que estaba hablando con el verdadero Henry King.

– Me pareció que era como un poco raro -continuo Hank-. ¿Se trata de algún tipo de chanchullo?

Acuciado por la situación, Berrington inventó:

– Realizaba una prospección de datos para una compañía de seguros. Es ilegal, pero lo hacen. AT y T lamenta las molestias que hayamos podido ocasionarle, señor King, y le agradecemos la cooperación que nos ha prestado en nuestro estudio.

– No faltaría más.

Berrington colgó, absolutamente desolado. Jeannie tenía los nombres. Que los localizase a todos sólo era cuestión de tiempo.

Berrington se hallaba ante la situación más comprometida de su vida.

54

Mish Delaware se negó en redondo a subirse a un coche y trasladarse a Filadelfia para entrevistar a Harvey Jones.

– Ya lo hicimos ayer -respondió a Jeannie, cuando esta consiguió hablar con ella por teléfono, a las siete y media de la mañana-. Mi nieta cumple hoy un año. Tengo una vida privada, ¿sabes?

– ¡Pero te consta que estoy en lo cierto! -protestó Jeannie-. Tuve razón en el caso de Wayne Stattner… era un doble de Steve.

– Salvo por el pelo. Y el individuo tenía coartada.

– ¿Qué vas a hacer, entonces?

– Voy a llamar a la policía de Filadelfia, hablaré con alguien de la Unidad de Delitos Sexuales de allí y le pediré que vaya a verle. Enviaré por fax el retrato electrónico de identificación facial. Ellos comprobarán si Harvey Jones se parece al sujeto del retrato y le preguntarán si puede dar cuenta de sus movimientos en la tarde del domingo pasado. Si los resultados son «Si» y «No», respectivamente, tendremos un sospechoso.

Jeannie colgó el teléfono con un golpe furioso. ¡Después de haber pasado por todo lo que había pasado! ¡Después de haber estado toda la noche siguiendo la pista y localizando a los clones!

Si de algo estaba segura era de que no iba a quedarse cruzada de brazos, a la espera de que la policía hiciese algo. Decidió ir a Filadelfia y echarle una mirada a Harvey. No le abordaría ni le dirigiría la palabra. Aparcaría el coche delante de su casa y comprobaría si la abandonaba. Caso de fallar eso, podría hablar con sus vecinos y enseñarles la foto de Steve que Charles le había dado. De una manera o de otra, se las arreglaría para determinar que era el doble de Steve.

Llegó a Filadelfia alrededor de las diez y media. En la Ciudad Universitaria había familias negras que vestían con elegancia y se congregaban fuera de las iglesias evangélicas y adolescentes ociosos que fumaban en los porches de las vetustas casas, pero los estudiantes aún estaban en la cama y su presencia en el barrio sólo la denunciaban los desvencijados Toyotas y los abollados Chevrolets cubiertos de pegatinas que aclamaban gráficamente a equipos deportivos de las facultades y a las emisoras de radio de la localidad.

El edificio donde vivía Harvey Jones era una casa victoriana enorme y destartalada, dividida en apartamentos. Jeannie encontró un espacio libre en un aparcamiento, al otro lado de la calle, y observó la puerta de la fachada durante un rato.

A las once entró en el edificio.

El inmueble se aferraba tenazmente a sus últimos vestigios de respetabilidad. Una zarrapastrosa alfombra ascendía por la escalera y en los alfeizares de las ventanas se veían jarrones baratos con flores de plástico cubiertas de polvo. Avisos de papel, escritos a mano con la esmerada caligrafía de una mujer de edad, rogaban a los inquilinos que cerrasen las puertas sin dar golpes, que sacasen la basura en bolsas de plástico bien cerradas y que no dejasen que los niños jugaran por los pasillos.

Vive aquí, pensó Jeannie, y notó un hormigueo en la piel. Me pregunto si estará ahora en su casa.

La dirección de Harvey era el 5B, que estaba en el último piso. Llamó a la primera puerta de la planta baja. Un hombre con cara de sueño, pelo largo y barba enmarañada salió descalzo a abrir.

Jeannie le mostró la foto. El hombre sacudió negativamente la cabeza y cerró de un portazo. Le recordó al residente del edificio de Lisa que le había dicho: «¿Dónde te crees que estás, joven… en la aldea de Hicksville? Ni siquiera se que aspecto tiene esa vecina».

Jeannie apretó los dientes y subió a pie los cuatro pisos, hasta la última planta de la casa. En la puerta del apartamento 5B había un marquito de metal con una tarjeta que decía simplemente «Jones». La puerta no tenía ningún otro rasgo distintivo.

Jeannie permaneció unos segundos allí quieta, atento el oído. Lo único que pudo percibir fueron los asustados latidos de su propio corazón. Ningún ruido llegaba del interior del piso. Probablemente no estaba allí.

Llamó con los nudillos a la puerta del 5A. Se abrió al cabo de un momento y en el hueco apareció un hombre blanco muy entrado en años. Llevaba un traje a rayas que en otro tiempo debió de ser elegante y su pelo tenía un color tan rojizo que por fuerza tenía que ser producto del tinte. El anciano parecía cordial.

– Hola -dijo.

– Hola. ¿Está su vecino en casa?

– No.

Jeannie se sintió aliviada y decepcionada a la vez. Sacó la foto de Steve que le había dado Charles.

– ¡Se parece a este chico?

El hombre tomó la foto y la contempló con los párpados entornados.

– Sí, es él.

«¡Tenía razón! ¡Estaba en lo cierto! ¡Mi programa informático de búsqueda funciona!»