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Jeannie telefoneó a la policía nada más llegar a casa. Sabía que Mish no iba a estar en el cuartelillo, pero dejó recado para que la detective la llamase con la máxima urgencia.

– ¡No dejó usted también un mensaje urgente a primera hora de esta mañana? -le preguntaron.

– Sí, pero este es otro, tan importante como aquél.

– Haré cuánto esté en mi mano para transmitirlo -manifestó la voz escépticamente.

La siguiente llamada la hizo a la casa de Steve, pero no descolgaron el teléfono. Supuso que estarían con el abogado, intentando conseguir la libertad de Charles, y que Steve la llamaría en cuanto le fuera posible.

Se sentía desilusionada; estaba deseando dar a alguien la buena noticia. La emoción de haber dado con el apartamento de Harvey se disipó y Jeannie empezó a sentirse deprimida. Volvió a pensar en lo peligrosa que era su situación frente al futuro, sin dinero, sin empleo y sin forma humana de ayudar a su madre.

Se preparó un desayuno tardío como método para animarse. Se hizo tres huevos revueltos, puso en la parrilla el beicon que compró el día anterior para Steve y se lo comió acompañado de tostadas y café. Cuando dejaba los platos en el fregadero sonó el timbre del portero automático.

Cogió el interfono.

– ¡Hola!

– ¿Jeannie? Soy Steve.

– ¡Entra! -acogió ella, eufórica.

Steve llevaba un jersey de algodón del mismo color que sus ojos, y parecía estar en buena forma para comer. Jeannie lo besó y lo apretó contra sí, dejando que sus senos se oprimieran debidamente sobre el pecho de Steve. Las manos del chico se deslizaron espalda abajo hasta las nalgas de Jeannie y la apretó también contra su cuerpo. Steve volvía a oler distinto: se había aplicado alguna clase de loción para después del afeitado con fragancia de hierbas. También sabía distinto, algo así como si hubiera bebido té.

Al cabo de un momento, Jeannie se separó.

– No vayamos demasiado aprisa jadeó. Deseaba saborear aquello-. Sentémonos. ¡Tengo muchas cosas que contarte!

El chico se sentó en el sofá y ella se acercó al frigorífico.

– ¿Vino, cerveza, café?

– Vino me parece de perlas.

– ¿Crees que estará bueno?

Qué diablos quería decir con eso de «¿Crees que estará bueno?».

– No sé -respondió.

– ¿Cuánto tiempo hace que la descorchamos?

«Muy bien, compartieron una botella de vino, pero no se la acabaron, así que volvieron a ponerle el corcho, la guardaron en el frigorífico y ahora ella se pregunta si el vino estará bien. Pero quiere que sea yo quien decida.»

– Veamos, ¿qué día fue?

– El miércoles; hace cuatro días.

El chico ni siquiera sabía si se trataba de vino tinto o blanco. «Mierda.»-Demonios, echa un poco en un vaso y lo probaremos.

– Genial idea.

Jeannie vertió un poco de vino en una copa y se lo tendió. Él lo saboreó.

– Se deja beber -dijo el muchacho.

Jeannie se inclinó por encima del respaldo del sofá.

– Deja que lo pruebe. -Le besó en los labios y dijo-: Abre la boca, quiero catar el vino. -El rió entre dientes e hizo lo que le pedía. Jeannie le introdujo la punta de la lengua en la boca. «Dios mío, esta mujer es realmente provocativa»-. Tienes razón -dijo Jeannie-. Se deja beber.

Se echó a reír, llenó la copa del chico e hizo lo propio con la suya.

El falso Steve empezó a sentirse a gusto.

– Pon algo de música -sugirió.

– ¿En qué?

El no tenía idea de lo que Jeannie estaba diciendo. «Oh, Cristo, acabo de meter la pata.» Miró en torno: nada de estero. «Tonto.»

– Mi padre me robó el estero, ¿no te acuerdas? -dijo Jeannie-. No tengo ningún aparato para poner música. Un momento, claro que tengo uno. -Pasó a la habitación contigua (el dormitorio, seguramente) y volvió con una de esas radios a prueba de agua que se cuelgan en la ducha-. Es una tontería, mamá me lo dio unas Navidades, antes de que empezara a volverse majareta.

«El padre le robó el estero, la madre esta pirada… ¿de qué clase de familia procede?»

– Suena fatal, pero es lo único que tengo. -Lo encendió-. Siempre está sintonizado en la 92Q.

– Veinte éxitos seguidos -dijo el muchacho automáticamente.

– ¿Cómo lo sabes?

«Ah, mierda, Steve no conocería las emisoras de radio de Baltimore.»

– La cogí en el coche cuando venía.

– ¿Qué clase de música te gusta?

«No tengo ni idea de los gustos de Steve, pero supongo que tu tampoco, así que la verdad servirá.»

– Me va el rap gangsta… Snoop Doggy Dog, Ice Cube, ese tipo de cosas.

– Joder, haces que me sienta una carrozona de mediana edad.

– ¿Qué te gusta a ti?

– Los Ramones, los Sex Pistols, los Damned. Quiero decir cuando era chica, una chica de verdad, una punki, ya sabes. Mi madre oía toda esa charanga horrible de los sesenta que a mí nunca me dijo nada. Luego, cuando me anduve por los once años, de pronto, zas! Talking Heads. ¿Te acuerdas de «Psycho Killer»?

– Desde luego que no.

– Vale, tu madre tenía razón, soy demasiado vieja para ti. -Se sentó junto a él. Le puso la mano sobre el hombro y luego la deslizó por dentro del jersey azul celeste. Le acarició el pecho y le frotó los pezones con la punta de los dedos. Le gustó-. Me alegro de que estés aquí -dijo.

Él también deseaba tocarle los pezones, pero tenía cosas más importantes qué hacer. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para decir:

– Es preciso que hablemos en serio.

– Tienes razón. -Jeannie se irguió en el sofá y tomó un sorbo de vino-. Tú primero. ¿Sigue tu padre bajo arresto?

«Jesús, ¿qué tengo que decir?»

– No, primero tú -se escabulló-. Dijiste que tenías muchas cosas que contarme.

– Vale. Número uno: sé quién violó a Lisa. Se llama Harvey Jones y vive en Filadelfia.

«¡Cielo santo!» Harvey tuvo que esforzarse al máximo para mantener impávida la expresión. «Gracias a Dios que he venido aquí»

– ¿Hay pruebas de que sea él quien lo hizo?

– Estuve en su apartamento. El vecino de al lado me abrió la puerta con un duplicado de la llave y me facilitó la entrada.

«A ese jodido marica le voy a romper el asqueroso cuello.»

– Encontré la gorra de béisbol que llevaba el domingo pasado. Estaba colgada de un gancho, detrás de la puerta.

«¡Jesús! Debí haberla tirado. Pero ¿quién iba a imaginarse que alguien iba a seguirme la pista y a dar conmigo?»

– Lo has hecho asombrosamente bien. -Steve se mostraría entusiasmado con tales noticias; le libraba de toda sospecha-. No sé cómo darte las gracias.

– Ya se me ocurrirá algo. -Jeannie le dedicó una sonrisa pícaramente sensual.

«¿Podré volver a Filadelfia a tiempo de desembarazarme de esa gorra antes de que se presente allí la policía?»

– Todo esto se lo habrás contado ya a la policía, ¿no?

– No. Dejé un mensaje para Mish, pero aún no me ha llamado.

«¡Aleluya! Aún tengo una oportunidad.»

– No te preocupes -continuó Jeannie-. Ignora por completo que estemos ya encima de él. Pero no has oído lo mejor. ¿A quién más conocemos que se llame Jones?

«¿Digo "Berrington"? ¿Se le ocurriría a Steve decirlo?»

– Es un apellido muy corriente…

– ¡Berrington, desde luego! ¡Creo que Harvey se ha criado como hijo de Berrington!

«Se supone que debo mostrarme sorprendido.»

– ¡Increíble! -exclamó Harvey.

«¿Qué rayos he de hacer ahora? Tal vez papá tenga alguna idea. He de contarle todo esto. Necesito una excusa para llamarle por teléfono.

Jeannie le tocó la mano.

– ¡Eh, mírate las uñas!

«Joder, ¿qué pasa ahora?»

– ¿Qué tienen de malo?

– ¡Te crecen rápido! Cuando saliste de la cárcel estaban rotas y como dientes de sierra. ¡Ahora las tienes largas!

– Todo se me cura enseguida. Jeannie le dio la vuelta a la mano y le lamió la palma.

– Hoy estás caliente -comentó Harvey.

– ¡Oh, Dios! Me paso de insinuante, ¿verdad? -Otros hombres le habían dicho lo mismo. Desde que llegó, Steve estuvo frío y reservado, y ella comprendía ahora el motivo-. Sé por qué lo dices. Toda la semana pasada te estuve dando largas y ahora tienes la sensación de que trato de devorarte para cenar.

El asintió.

– Sí, más o menos.

– Simplemente es que soy así. Una vez me decido por un hombre, voy al grano y a por todas. -Dio un bote y saltó fuera del sofá-. De acuerdo, daré marcha atrás. -Se fue a la cocina y cogió una sartén. Era tan grande y pesada que necesitó las dos manos para levantarla-. Ayer compré comida para ti. ¿Estás hambriento? -La sartén tenía cierta cantidad de polvo, Jeannie no cocinaba mucho, y la limpió con un paño de cocina-. ¿Te apetecen unos huevos?

– En realidad, no. Pero, cuéntame, ¿fuiste punki?

Jeannie dejó la sartén.

– Sí, durante una temporadita. Ropa rota y deshilachada, pelo verde.