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Jeannie se quedó helada.

– ¿Qué se fue a la cama con el hombre que no debía? -repitió.

Lisa se incorporó en la cama.

– Quiero irme a casa -dijo.

– Esa parece una idea infernalmente buena -opinó Jeannie.

Abrió la cremallera de la bolsa de lona y procedió a poner prendas de ropa encima de la cama.

El pasmo se apoderó momentáneamente del médico. Después dijo en tono rabioso:

– Hagan lo que les parezca. -Y abandonó la estancia.

Jeannie y Lisa intercambiaron una mirada.

– No puedo creer que esto haya sucedido -silabeó Jeannie.

– Gracias a Dios que se han marchado -dijo Lisa, y bajó de la cama.

Jeannie la ayudó a quitarse la bata del hospital. Lisa se puso rápidamente la ropa limpia y se calzó las zapatillas.

– Te llevaré a casa -declaró Jeannie.

– ¿Te importaría dormir en mi piso? -pidió Lisa-. No quiero estar sola esta noche.

– Claro. Te haré compañía de mil amores.

McHenty las esperaba fuera. Daba la impresión de haber perdido parte de su confianza en sí mismo. Tal vez había comprendido que llevó fatal el interrogatorio.

– Aún faltan unas cuantas preguntas más -apuntó.

– Nos vamos -Jeannie habló en voz baja y tranquila-. Lisa está demasiado trastornada en este momento como para contestar preguntas.

El agente casi estaba asustado.

– Tiene que hacerlo -dijo-. Ha presentado una denuncia.

– No me violaron -dijo Lisa-. Todo fue un error. Sólo quiero irme a casa ahora mismo.

– ¿Se da cuenta de que hacer una falsa alegación constituye un delito?

– Mire, esta mujer no es ninguna criminal -terció Jeannie en tono irritado-… Es la víctima de un crimen. Si su jefe le pregunta por qué retiramos la denuncia, dígale que se debe a que ha sido acosada brutalmente por el agente McHenty del Departamento de Policía de Baltimore. Ahora la voy a llevar a su casa. Disculpe, por favor.

Pasó el brazo por encima de los hombros de Lisa y la condujo hacia la salida, tras pasar junto al agente.

Cuando salían, oyeron al hombre murmurar:

– ¿Qué es lo que hice?

3

Berrington Jones miró a sus dos viejos amigos.

– No puedo creer que seamos nosotros tres -dijo-. Vamos a cumplir los sesenta dentro de nada. Ninguno ha ganado nunca más de doscientos mil dólares al año. Ahora nos ofrecen sesenta millones a cada uno… ¡y estamos aquí sentados hablando de rechazar la oferta!

– Nunca estuvimos en esto por dinero -declaró Preston Barck.

– Aún sigo sin entenderlo -dijo el senador Jim Proust-. Si soy propietario de la tercera parte de una compañía que vale ciento ochenta millones de dólares, ¿Cómo es que voy por ahí conduciendo un Crown Victoria de tres años de antigüedad?

Los tres hombres poseían una pequeña empresa particular de biotecnología, la Genético, S.A. Preston llevaba los asuntos administrativos y comerciales cotidianos de la misma; Jim se dedicaba a la política, y Berrington era una autoridad académica. A bordo de un avión en vuelo a San Francisco había conocido al director ejecutivo de Landsmann, una corporación farmacéutica alemana, y consiguió que se interesase por la empresa hasta el punto de presentar una oferta de compra. Y ahora tenía que convencer a sus socios para que la aceptaran. Cosa que le estaba resultando más ardua de lo que había previsto.

Se encontraban reunidos en el estudio de una casa de Roland Park, barrio opulento de Baltimore. La casa pertenecía a la Universidad Jones Falls, que la prestaba temporalmente a profesores visitantes. Berrington, titular de cátedra en Berkeley (California) y en Harvard, así como en Jones Falls, ocupaba la vivienda durante las seis semanas que pasaba en Baltimore. Pocos objetos personales suyos había en la habitación: un ordenador portátil, una fotografía de su ex esposa y su hijo, y un montón de ejemplares nuevos de su último libro: Heredar el futuro: la transformación de Norteamérica mediante la Ingeniería Genética. Un televisor con el sonido desconectado mostraba las imágenes de la ceremonia de los Emmy.

Preston era delgado y serio. Aunque se trataba de uno de los más extraordinarios científicos de su generación, tenía todo el aspecto de un contable.

– Las clínicas siempre han dado dinero -dijo Preston. La Genético poseía tres clínicas de fertilidad especializadas en concepción in vitro, niños probeta, un procedimiento que se hizo posible gracias a la investigación pionera realizada por Preston durante el decenio de los setenta-. La fecundación es el terreno de la medicina de mayor desarrollo en Estados Unidos. La Genético será la vía por la que la Landsmann irrumpirá en este nuevo e inmenso mercado.

Quieren que abramos anualmente cinco nuevas clínicas durante los próximos diez años.

Jim Proust era un hombre calvo, bronceado por el sol, con una nariz enorme y gafas de gruesos cristales. Su enérgico y poco agraciado rostro era todo un regalo para los caricaturistas políticos. Berrington y él eran amigos y colegas desde hacia veinticinco años.

– ¿Cómo es que nunca vemos un centavo? -preguntó Jim.

– Siempre estamos invirtiendo en investigación.

La Genético tenía sus propios laboratorios y, por otra parte, también acordaba contratos de investigación con departamentos de biología y psicología de diversas universidades. Berrington se encargaba de los contactos de la empresa con el mundo académico.

– No me explico por qué vosotros dos sois incapaces de ver que esta es nuestra gran oportunidad -reprochó Berrington, sulfurado.

Jim señaló el televisor.

– Dale volumen al sonido, Berry… Ahí apareces tú.

Los Emmy habían dado paso al programa Larry King en directo, y Berrington era el personaje invitado. Odiaba a Larry King -aquel hombre era un progresista teñido de rojo, en su opinión-, pero el programa constituía la oportunidad de dirigirse a millones de estadounidenses.

Contempló la imagen con ojo analítico y le encantó lo que veía.

En realidad, era un hombre de menguada estatura, pero la televisión lograba que todos midiesen lo mismo. Su traje era de buen corte, la camisa azul celeste hacia juego con sus ojos y la corbata color rojo borgoña no resultaba chillona en la pantalla. Como era supercrítico, pensó que su cabellera plateada era demasiado pulcra, casi como si la llevase crepada: corría el riesgo de parecer un telepredicador.

King, que lucía aquellos tirantes que eran como sus señas de identidad, estaba de un talante agresivo, y su voz de timbre grave resonaba desafiante.

– Profesor, ha vuelto usted a desatar la polémica con su último libro, pero el público opina que eso no es ciencia, sino política. ¿qué tiene que responder a tal dictamen popular?

Berrington se sintió gratificado al comprobar que su voz tenía un tono suave y razonable al contestar:

– Lo que trato de exponer es que las decisiones políticas deben fundamentarse en ciencia sólida y consistente, Larry. Si a la naturaleza se la deja obrar por sí misma, favorece a los genes buenos y extermina a los malos. Nuestra política del bienestar actúa en contra de la selección natural. Así es como estamos creando una generación de estadounidenses de segunda categoría.

Jim tomó un sorbo de whisky y encomió:

– Buena frase… Una generación de estadounidenses de segunda categoría. Toda una cita.

En el televisor, Larry King preguntaba: -Si impone usted su criterio, ¿qué ocurre con los hijos de los pobres? Se mueren de hambre, ¿no?

En la pantalla, el semblante de Berrington adoptó una expresión solemne.

– Mi padre murió en I942, cuando un submarino japonés hundió el portaaviones Wasp en Guadalcanal. Yo tenía seis años. Mi madre tuvo que luchar y sacrificarse mucho para criarme y enviarme al colegio. Soy un hijo de la pobreza, Larry.

Aquello se acercaba bastante a la verdad. Su padre, un brillante ingeniero, dejó a su madre una pequeña renta, lo suficiente como para que la mujer no se viera obligada a trabajar ni a volver a casarse. La madre llevó a Berrington a colegios particulares caros y luego a Harvard… pero le había costado un esfuerzo tremendo.

– Das una imagen estupenda, Berry… -dijo Preston-, con excepción, quizá, de ese corte de pelo estilo Oeste rural.

Barck, que a sus cincuenta y cinco años era el más joven del trío, llevaba su pelo negro muy corto y aplastado contra el cráneo como una boina calada.

Berrington emitió un gruñido irritado. Había tenido la misma idea, pero le fastidiaba oírla expresada en labios de otro. Se sirvió un poco de whisky. Bebían Springbank, de pura malta.

– Filosóficamente hablando -decía Larry King en la pantalla-, ¿en que difieren sus puntos de vista de, pongamos, los de los nazis?

Berrington cogió el mando a distancia y apagó el televisor.

– Llevo diez años haciendo esto -dijo-. Tres libros, un millón de nauseabundas entrevistas televisadas a continuación, ¿y de que ha servido? De nada. Todo sigue igual.

– Todo no sigue igual -señaló Preston-. Produces genética y tienes un programa en marcha. Lo que te pasa es que eres un impaciente.

– ¿Impaciente? -replicó Berrington, en tono irritado-. ¡Apuesta a que soy un impaciente! Cumpliré los sesenta dentro de quince días. No dispongo ya de mucho tiempo!

– Tiene razón, Preston -intervino Jim-. ¿Ya no te acuerdas de cuando éramos jóvenes? Ahora miramos a nuestro alrededor y vemos que Estados Unidos se está yendo al centro del infierno: derechos civiles para los negros, los mexicanos invadiendo nuestro país a raudales, los mejores colegios inundados por hijos de comunistas judíos, nuestros chicos fumando marihuana y dando esquinazo al servicio militar. Y, muchacho, ¡tenemos razón! ¡Mira cómo han cambiado las cosas desde nuestra juventud! Ni en nuestras peores pesadillas hubiéramos imaginado nunca que las drogas ilegales se convertirían en una de las más importantes industrias estadounidenses y que a una tercera parte de los niños que nacen en este país los alumbran madres acogidas al seguro de enfermedad. Y nosotros somos las únicas personas con agallas para plantar cara a los problemas… nosotros y unas cuantas personas que piensan como nosotros. Todos los demás cierran los ojos y esperan que las cosas mejoren solas.