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– Podemos intentarlo. Invitarlos a todos, con la esperanza de que se presente al menos uno.

En el suelo, Harvey abrió los ojos y emitió un gemido.

Jeannie casi se había olvidado de él. Al mirarlo, esperó que tuviese una buena herida en la cabeza. Después se sintió culpable y lamentó ser tan vengativa.

– Teniendo en cuenta como le he sacudido, probablemente debería verle un médico.

Harvey se recobró enseguida.

– Desátame, puta asquerosa -barbotó.

– Olvidémonos del médico -dijo Jeannie.

– Suéltame ahora mismo o te juro que en cuanto esté libre te rebanaré los pezones con una navaja barbera.

Jeannie le metió en la boca el paño de cocina.

– Cierra el pico, Harvey -dijo.

– Va a ser muy interesante -comentó Steve, pensativo- eso de introducirle a hurtadillas en una habitación de hotel.

Llegó de la planta baja la voz de Liza, que saludaba al señor Oliver. Al cabo de un momento entraba en el cuarto, vestida con pantalones azules y calzada con pesadas botas Doc Marten. Miró a Steve y a Harvey y exclamó:

– ¡Dios mío, es cierto!

Steve se puso en pie.

– Yo soy el que señalaste en la rueda de identificación -dijo-. Pero el que te asaltó fue él.

– Harvey intentó repetir conmigo lo que te hizo a ti -explicó Jeannie-. Steve llegó justo a tiempo y echó abajo la puerta de la calle.

Lisa se acercó al tendido Harvey. Lo miró fijamente durante un buen rato; luego, pensativamente, echó hacia atrás la pierna para cobrar impulso, y le descargó un puntapié en las costillas, con todas sus fuerzas. La puntera de las pesadas botas Doc Marten chasqueó sobre el costado de Harvey, que emitió un gemido y se retorció de dolor.

Lisa repitió la patada.

– ¡Jolines! -dijo, al tiempo que sacudía la cabeza-. ¡Qué a gusto se queda una!

En un dos por tres, Jeannie puso a Lisa al corriente de los acontecimientos de la jornada.

– ¡La cantidad de cosas que han pasado mientras dormía! -exclamó Lisa, asombrada.

– Llevas un año en la UJF, Lisa… -dijo Steve-, me extraña que no hayas visto nunca al hijo de Berrington.

– Berrington no alterna con sus colegas académicos -respondió ella-. Es una celebridad demasiado importante. Es absolutamente posible que en la Universidad Jones Falls nadie haya visto nunca a Harvey.

Jeannie bosquejó un plan para reventar la conferencia de prensa.

– Tal como dijimos, nuestra confianza subiría muchos enteros si asistiese al acto alguno de los otros clones.

– Bueno, Per Ericson ha muerto y Dennis Pinker y Murray Claud están en la cárcel; pero aún nos quedan tres posibilidades: Henry King, en Boston, Wayne Stattner, en Nueva York, y George Dassault… que podría encontrarse en Buffalo, Sacramento o Houston, no sé dónde, pero podríamos intentar otra vez localizarlos. Tengo los números de teléfono de todos.

– Yo también -dijo Jeannie.

– Podríamos consultar los vuelos por CompuServe -dijo Lisa-. Dónde está tu ordenador, Jeannie?

– Me lo robaron.

– Llevo mi PowerBook en el maletero, iré a buscarlo.

Mientras Lisa estaba ausente, Jeannie comentó:

– Tendremos que pensar bien cómo podemos convencer a esos chicos para que vuelen a Baltimore. Es difícil, avisándoles con tan poco tiempo. Y tendremos que ofrecernos a pagarles el billete y los demás gastos. No estoy muy segura de que mi tarjeta de crédito de para tanto.

– Tengo una tarjeta American Express que me dio mi madre para emergencias. Sé que ella considerará esto una emergencia.

– Tienes una madre estupenda -observó Jeannie con cierta envidia.

– Eso es verdad.

Regresó Lisa y conectó su ordenador al modem de Jeannie.

– Un momento -dijo Jeannie-. Organicemos el asunto.

58

Jeannie redactó el comunicado de prensa, Lisa accedió a World Span Travelshopper y tomó nota de los vuelos y Steve se hizo con un ejemplar de las Páginas Amarillas y empezó a telefonear a los hoteles más importantes, con la pregunta: «¿Tienen programada para mañana una conferencia de prensa de la Genético, S.A. o de la Landsmann?».

Al cabo de tres intentos, se le ocurrió que tal vez la conferencia no iba a tener lugar en un hotel. Quizá la celebraran en un restaurante o en algún sitio más exótico, como a bordo de un barco; o acaso la sede de la Genético, situada al norte de la ciudad, dispusiera de un salón de actos lo bastante amplio. Pero en la séptima llamada, un empleado amable dijo:

– Sí, es en la Sala Regencia, a mediodía, señor.

– ¡Estupendo! -se animó Steve. Jeannie le dirigió una mirada interrogativa y Steve sonrió e hizo el signo de la victoria con el pulgar hacia arriba-. ¿Podría reservar una habitación para esta noche, por favor?

– Le pasó con Reservas. Tenga la bondad de esperar un momento.

Steve alquiló la habitación, que pagó con la tarjeta American Express de su madre. Cuando colgó, Lisa dio su informe:

– Hay tres vuelos que podrían traernos a Henry King a tiempo de asistir a la conferencia, todos son de la USAir. Salen a las seis y veinte, a las siete cuarenta y a las nueve cuarenta y cinco. Todos ellos tienen plazas disponibles.

– Encarga un asiento para el de las nueve cuarenta y cinco -dijo Jeannie.

Steve pasó a Lisa la tarjeta de crédito y la muchacha tecleó los datos.

– Aún no sé cómo voy a convencerle para que venga -confesó Jeannie.

– ¿No dijiste qué es estudiante y que trabaja en un bar? -preguntó Steve.

– Sí.

– Seguro que anda a la cuarta pregunta. Déjame intentar una cosa. ¿Qué número tiene?

Jeannie se lo dio.

– Le llaman Hank -aclaró.

Steve marcó el número. Nadie contestó al teléfono. Steve sacudió la cabeza, decepcionado.

– No hay nadie en casa.

Jeannie se mostró momentáneamente alicaída; luego chasqueó los dedos. -Tal vez esté trabajando en el bar.

Dio a Steve el número y éste lo marcó. Contestó un hombre con acento hispano.

– Blue Note…

– ¿Me puede poner con Hank?

– Se supone que está trabajando, ¿sabe? -replicó el hombre en tono irritado.

Steve sonrió a Jeannie y le informó, tapado el micro: «¡Aquí lo tenemos!». -Es muy importante, no le entretendré prácticamente nada.

Al cabo de un minuto llegó por la línea una voz exactamente como la de Steve.

– ¿Sí, quién es?

– Hola, Hank, me llamo Steve Logan y tenemos algo en común.

– ¿Vende algo?

– Tu madre y la mía recibieron tratamiento en un lugar llamado Clínica Aventina, antes de que tú y yo naciéramos. Puedes comprobarlo con ella.

– Sí, ¿y qué?

– Para abreviar: he demandado a la clínica por diez millones de dólares y me gustaría que te unieras a mi querella.

Una pausa reflexiva.

– No sé si lo que dices es verdad o no, colega, pero tampoco tengo dinero para entablar un juicio.

– Correré con los gastos del proceso. No quiero tu dinero.

– ¿Por qué me llamas, entonces?

– Porque mi caso tendrá mucha más fuerza contigo a bordo.

– Será mejor que me escribas y me des los detalles…

– Ese es el problema. Te necesito aquí en Baltimore, en el hotel Stouffer, mañana al mediodía. He convocado una conferencia de prensa, previa al litigio, y quiero que asistas a ella.

– ¿Quién quiere ir a Baltimore? Vaya, no es Honolulu.

«Sé un poco serio, imbécil.» -Tienes reservada una plaza en el vuelo de la USAir que despega de Logan a las diez menos cuarto. El billete ya está pagado, puedes comprobarlo con la línea aérea. Recógelo en el aeropuerto.

– ¿Estás ofreciéndome compartir diez millones de dólares contigo?

– Ah, no. Tú recibirás tus propios diez millones.

– ¿En qué basas tu demanda?

– Quebrantamiento por fraude de contrato implícito.

– Estudio comercio. ¿No hay un estatuto de limitaciones sobre eso? ¿No prescribe ese delito? Algo que sucedió hace veintitrés años…

– Hay un estatuto de limitaciones, pero el caso empieza a contar a partir de la fecha del descubrimiento del fraude. Que en este caso fue la semana pasada.

Al fondo, una voz hispana gritó:

– ¡Eh, Hank, tienes esperando a cien clientes!

Hank dijo a través del teléfono:

– Empiezas a parecer un poco más convincente.

– ¿Eso significa que vas a venir?

– Diablos, no. Significa que lo pensaré cuando salga del trabajo esta noche. Ahora tengo que servir consumiciones.

– Puedes llamarme al hotel -dijo Steve, pero demasiado tarde: Hank ya había colgado.

Jeannie y Lisa le miraban expectantes.

Steve se encogió de hombros.

– No sé -dijo el muchacho en tono poco optimista-. No sé si le he convencido o no.

– Tendremos que esperar, a ver si le da por presentarse -dijo Lisa.

– ¿Cómo se gana la vida Wayne Stattner?

– Es dueño de clubes nocturnos. Probablemente ya tiene diez millones.

– En tal caso lo suyo será picarle la curiosidad. ¿Tienes su número?

– No.

Steve llamó a Información.

– Si es una celebridad puede que no figure en la guía.

– Tal vez haya un número comercial. -Le respondieron y dio el nombre. Al cabo de un momento tuvo el número. Llamó y consiguió la respuesta de un contestador automático. Dijo: Hola, Wayne, me llamo Steve Logan y como notarás enseguida mi voz es exactamente igual a la tuya. Eso se debe a que, lo creas o no, tú y yo somos idénticos. Mido metro ochenta y ocho, peso ochenta y seis kilos y nos parecemos como dos gotas de agua. Es probable que también tengamos otras más cosas en común: soy alérgico a las nueces australianas, no tengo uñas en los dedos pequeños de los pies y cuando me quedo pensativo me rasco el dorso de la mano izquierda con los dedos de la derecha. Y ahora viene lo sorprendente: no somos gemelos. Somos varios. Uno cometió un delito el domingo pasado en la Universidad Jones Falls, por eso recibiste ayer la visita de la policía de Baltimore. Y mañana al mediodía nos vamos a reunir en el hotel Stouffer de Baltimore. Ya se que resulta extraño, pero todo es verdad. Llámame al hotel, a mí o a la doctora Ferrami, o si te parece, preséntate allí sin más. Será interesante. -Colgó y miró a Jeannie-. ¿Qué te parece?