Proust se inclinó hacia delante.
– Bueno, chico, ¿qué averiguaste?
Steve se había inventado un ficticio plan de acción para Jeannie.
– Me parece que podéis tranquilizaros, al menos de momento -explicó-. Jeannie Ferrami intenta demandar judicialmente a la Universidad Jones Falls por despido improcedente. Cree que durante el proceso tendrá la oportunidad de citar la existencia de los clones. Hasta entonces no tiene planes de hacerlo público. Está citada el miércoles con el abogado.
A los tres hombres pareció quitárseles un peso de encima.
– Una demanda por despido improcedente -comentó Proust-. Eso llevará un año por lo menos. Tenemos tiempo de sobra para hacer lo que debemos hacer.
«Qué equivocados estáis, viejos cabrones.»
– ¿Te enteraste de algo acerca del caso de Lisa Hoxton?
– Sabe quien soy y cree que fui yo quien lo hizo, pero no tiene ninguna prueba. Probablemente piensa acusarme, pero opinó que lo considerarán una acusación lanzada a ciegas por una antigua empleada vengativa.
Berrington asintió.
– Eso está bien, pero a pesar de todo te hará falta un abogado.
Ya sabes lo que vamos a hacer. Te quedarás aquí esta noche… De todas formas, es demasiado tarde para conducir hasta Filadelfia.
«¡No quiero pasar la noche aquí!»
– No sé…
– Por la mañana me acompañarás a la conferencia de prensa e inmediatamente después iremos a ver a Henry King.
«¡Es demasiado arriesgado!» «No te dejes dominar por el pánico, piensa.» «Si me quedase aquí, conocería con absoluta exactitud y en todo momento lo que tramarán estos asquerosos. Eso bien vale cierto grado de riesgo. Supongo que no puede suceder gran cosa mientras estoy dormido. Podría hacer una llamada sigilosa a Jeannie, para informarle de lo que está en marcha.» Tomó una decisión instantánea.
– Conforme -se avino.
– Bueno, hemos estado sentaditos aquí, preocupándonos como locos, por nada en absoluto -dijo Proust.
Barck no corrió tanto a aceptar la buena noticia.
– ¿No se le ocurrió a la chica demandar a la Genético y sabotear su venta? -dijo, receloso.
– Es lista, pero no creo que tenga mucho de mujer de negocios -dijo Steve.
Proust hizo un guiño y preguntó:
– ¿Qué tal es en el catre, eh?
– Guerrera -respondió Steve, con una sonrisa, y Proust soltó una rugiente carcajada.
Entró Marianne con una bandeja: pollo en rodajas, una ensalada con cebollas, pan y una Budweiser. Steve le sonrió.
– Gracias -dijo-. Tiene un aspecto suculento.
Al dirigirle Marianne una mirada sorprendida, Steve comprendió que seguramente Harvey no le daba las «gracias» con demasiada frecuencia. Observó que Preston Barck había fruncido el ceño. «¡Cuidado, cuidado! No lo estropees ahora que los tienes donde querías tenerlos. Todo lo que tienes que hacer es aguantar una hora más, que es lo que falta para irse a dormir.»
Empezó a comer.
– ¿Te acuerdas -dijo Barck- que te llevé al hotel Plaza de Nueva York cuando tenías diez años?
Steve estaba a punto de decir «Sí» cuando captó la expresión de perplejidad que reflejaba el rostro de Berrington. «¿Me está sometiendo a prueba? ¿Desconfía Barck?»
– ¿El Plaza? -preguntó a su vez, fruncido el entrecejo. Aparte de eso, la única respuesta que podía dar era-: Caray, tío Preston, no me acuerdo de eso.
– Tal vez fue el chico de mi hermana -se echó atrás Barck.
«Uffff»
Berrington se puso en pie. -Toda esta cerveza me está haciendo orinar como un caballo -dijo. Salió del estudio.
– Necesito un whisky -manifestó Proust.
– Mira en el último departamento del archivador -sugirió Steve-. Ahí es donde papá suele guardarlo.
Proust se acercó al archivador y tiró del cajón.
– ¡Bien dicho, chaval! -jaleó. Sacó la botella y unos vasos.
– Conozco ese escondite desde que tenía doce años -confesó Steve-. Por esas fechas fue cuando empecé a meterle mano.
Proust dejó escapar una sonora risotada. Steve lanzó a Barck una mirada de reojo. La expresión de desconfianza había desaparecido de su rostro. Sonreía.
60
El señor Oliver sacó un descomunal pistolón que guardaba desde la Segunda Guerra Mundial.
– Se lo quité a un prisionero alemán -explicó-. En aquellas fechas no se permitía llevar armas a los soldados de color.
Estaba sentado en el sofá de Jeannie y encañonaba a Harvey con el arma.
Al teléfono, Lisa trataba de localizar a George Dassault.
– Voy a registrarme en el hotel -dijo Jeannie- y dar una batida de reconocimiento.
Puso unas cuantas cosas en una maleta y condujo rumbo al hotel Stouffer, mientras pensaba en cómo se las arreglaría para introducir a Harvey en una habitación sin que los miembros de la seguridad del hotel se percatasen de la jugada.
El Stouffer tenía garaje subterráneo; lo cual era un buen principio. Jeannie dejó allí el automóvil y cogió el ascensor. Observó que sólo llevaba al vestíbulo, no a las habitaciones. Para llegar a éstas era preciso tomar otro ascensor. Pero todos los ascensores estaban juntos en un pasillo que partía del vestíbulo principal, no eran visibles desde la recepción y para trasladarse del ascensor del garaje a los de las habitaciones sólo se tardaría escasos segundos.
¿Llevarían a Harvey en peso, lo tendrían que arrastrar o se mostraría dispuesto a colaborar e iría andando? Le resultó difícil aventurarlo.
Se inscribió, fue a la habitación, dejó la maleta, volvió a salir del cuarto al instante y regresó a su apartamento.
– ¿Ya he entrado en contacto con George Dassault! -anunció Lisa, exultante, en cuanto vio entrar a Jeannie.
– ¡Eso es formidable! ¿Dónde?
– Localicé a su madre en Buffalo y me dio su número de Nueva York. Es actor e interviene en una obra experimental de las que se representan en cafés y pequeñas salas de Broadway.
– ¿Vendrá mañana?
– Sí. Dijo: «Me haré un poco de publicidad». Le concerté el vuelo y he quedado en encontrarme con él en el aeropuerto.
– ¡Eso es maravilloso!
– Tendremos tres clones; en televisión parecerá increíble.
– Si podemos colar a Harvey en el hotel. -Jeannie se volvió hacia el señor Oliver-. Podemos evitar al portero del hotel dejando el coche en el garaje subterráneo. El ascensor sólo llega a la planta baja. Tienes que apearte allí y luego coger otro para subir a las habitaciones. Pero la batería de ascensores queda bastante escondida.
El señor Oliver manifestó, dubitativo:
– Con todo y con eso, vamos a tener que obligarle a estar calladito durante sus buenos cinco o incluso diez minutos, mientras lo trasladamos desde el coche hasta la habitación. ¿Y qué pasará si alguno de los huéspedes del hotel lo ve maniatado? Puede que les dé por hacer preguntas o por avisar a la seguridad.
Jeannie miró a Harvey, atado, amordazado y tirado en el suelo. El chico no le quitaba ojo y era todo oídos.
– He pensado en todo eso y se me han ocurrido algunas ideas -dijo Jeannie-. ¿Es posible volver a atarle los tobillos de forma que pueda andar pero no muy deprisa?
– Claro.
Mientras el señor Oliver lo hacía, Jeannie entró en su dormitorio. Sacó del armario un pareo de colores que había comprado para la playa, un chal, un pañuelo y una careta de Nancy Reagan que le habían dado en una fiesta y que se le olvidó tirar.
El señor Oliver estaba poniendo en pie a Harvey. En cuanto estuvo erguido, Harvey lanzó un golpe al señor Oliver con las manos atadas. Jeannie jadeó y Lisa dejó escapar un grito. Pero el señor Oliver parecía estar esperando aquello. Esquivó el golpe con facilidad y sacudió a Harvey en el estómago con la culata del arma de fuego. Harvey emitió un gruñido, se dobló sobre sí mismo y el señor Oliver le asestó otro culatazo, pero esa vez en la cabeza. Harvey cayó de rodillas. El señor Oliver volvió a enderezarlo. Harvey optó entonces por mostrarse más dócil.
– Quiero vestirlo -dijo Jeannie.
– Adelante -dijo el señor Oliver-. Yo sólo me quedaré a su lado y le sacudiré de vez en cuando para convencerle de que debe colaborar.
Nerviosamente, Jeannie ciñó el pareo alrededor de la cintura de Harvey y lo ató como si fuera una falda. No tenía las manos todo lo firmes que deseaba; estar tan cerca de Harvey le producía repulsión. La falda era larga, cubría los tobillos de Harvey y ocultaba los cables que le trababan. Le echó el chal sobre los hombros y prendió con imperdibles las puntas en torno a las muñecas de Harvey, de forma que pareciese que las sujetaba con las manos, como una anciana. Acto seguido, enrolló el pañuelo, lo puso sobre la boca y lo anudó en la nuca, para evitar que cayese el paño de cocina. Por último, colocó encima la careta de Nancy Reagan para ocultar la mordaza.
– Ha ido a un baile de disfraces, vestido como Nancy Reagan, y está borracho -determinó Jeannie.
– Queda pero que muy bien -alabó el señor Oliver.
Sonó el teléfono. Jeannie descolgó:
– ¡Dígame!
– Aquí Mish Delaware.
Jeannie se había olvidado por completo de la detective. Habían transcurrido catorce o quince horas desde que intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella.
– Hola.
– Tenías razón. Lo hizo Harvey Jones.
– ¿Cómo lo sabes?
– La policía de Filadelfia se dio bastante prisa en poner manos a la obra. Se presentaron en su piso. No estaba allí, pero un vecino les franqueó la entrada. Encontraron la gorra y comprobaron que encajaba perfectamente con la descripción que tenían.