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– ¡Estupendo!

– Voy a arrestarle, pero no sé donde está. ¿Y tú?

Jeannie miró a Harvey, vestido como una Nancy Reagan de metro ochenta y ocho de estatura.

– Ni idea -repuso-. Pero puedo decirte donde estará mañana al mediodía.

– Soy toda oídos.

– Sala Regencia, hotel Stouffer, en una conferencia de prensa.

– Gracias.

– Mish, ¿me harías un favor?

– ¿Cuál?

– No le detengas hasta que haya acabado la conferencia de prensa. Es realmente importante para mí que él esté allí.

Mish titubeó, para, por último, conceder:

– De acuerdo.

– Gracias. Te quedo muy reconocida. -Jeannie colgó-. Venga, llevémoslo al coche.

– Ve delante y abre las puertas. Yo me encargo de llevarle -dijo el señor Oliver.

Jeannie cogió las llaves, corrió escaleras abajo y salió a la calle.

Era noche cerrada, pero las estrellas que brillaban en el cielo y la tenue iluminación de los faroles proporcionaban bastante claridad.

Jeannie miró a lo largo de la calle. En dirección opuesta caminaban despacio, cogidos de la mano, una pareja vestida con rotos pantalones vaqueros. Al otro lado de la calzada, un hombre con sombrero de paja paseaba a un perro labrador canelo. Verían con toda claridad lo que pasaba. ¿Mirarían? ¿Se interesarían?

Jeannie aplicó la llave y abrió una portezuela trasera.

Harvey y el señor Oliver salieron de la casa, muy juntos. El señor Oliver empujaba a su prisionero, Harvey iba dando traspiés. Lisa salió tras ellos y cerró la puerta de la casa.

Durante un momento, la escena sorprendió a Jeannie por lo absurda. Una risa histérica le burbujeó garganta arriba. Se llevo el puño a la boca para silenciarla.

Harvey llegó al coche y el señor Oliver le dio el empujón final. Harvey cayó sobre el asiento trasero. El señor Oliver cerró de golpe la portezuela.

A Jeannie se le pasó el instante de hilaridad. Volvió a mirar a las otras personas de la calle. El hombre del sombrero de paja contemplaba la micción de su perro sobre el neumático de un Subaru. La pareja de jóvenes no había vuelto la cabeza.

«Hasta ahora, de maravilla»

– Iré detrás con él -dijo el señor Oliver.

– Muy bien.

Jeannie se puso al volante y Lisa ocupó el asiento de copiloto.

La noche de domingo el centro urbano estaba tranquilo. Entraron en el aparcamiento subterráneo del hotel y Jeannie dejó el automóvil lo más cerca que pudo del ascensor, para reducir en lo posible la distancia que tenían que recorrer llevando a rastras a Harvey. El garaje no estaba desierto. Tuvieron que esperar dentro del coche a que una pareja vestida elegantemente se apeara de un Lexus y emprendiera el ascenso al hotel. Luego, cuando no hubo nadie a la vista, salieron del vehículo.

Jeannie cogió una llave inglesa del maletero, se la enseñó amenazadoramente a Harvey y la guardó en el bolsillo de sus pantalones azules. El señor Oliver llevaba al cinto, oculto bajo los faldones de la camisa, el pistolón de sus tiempos guerreros. A tirones, sacaron a Harvey del coche. Jeannie esperaba que de un momento a otro se tornase violento, pero Harvey anduvo pacíficamente hasta el ascensor.

Les llevó un buen rato llegar. Una vez allí, lo metieron dentro del ascensor y Jeannie pulsó el botón que los subiría al vestíbulo.

En marcha hacia el ascensor, el señor Oliver le lanzó otro viaje al estómago de Harvey.

Jeannie se sobresaltó: no había habido provocación.

Harvey gimió y se dobló por la cintura en el momento en que se abrían las puertas. Dos hombres que esperaban el ascensor se quedaron mirando a Harvey. El señor Oliver dirigió los tumbos de Harvey, al tiempo que decía:

– Perdón, caballeros, este joven tiene una copa de más.

Los dos hombres se apresuraron a apartarse.

Esperaron otro ascensor libre. Pusieron a Harvey en él y Jeannie oprimió el botón de la octava planta. Suspiró aliviada cuando se cerraron las puertas. Llegaron a su piso sin incidente alguno. Harvey se estaba recobrando del último golpe del señor Oliver, pero casi habían llegado a su destino. Jeannie encabezó la marcha hacia la habitación que había alquilado. Al llegar a ella vieron consternados que la puerta estaba abierta. Del picaporte colgaba una tarjeta que decía: «Estamos arreglando la habitación». La doncella debía de estar haciendo la cama o algo así. Jeannie gimió.

De pronto, Harvey empezó a debatirse, a emitir gritos guturales de protesta y a revolverse violentamente con las manos atadas. El señor Oliver intentó arrearle un mandado, pero Harvey le hizo un regate y dio tres pasos por el corredor.

Jeannie se agachó delante de él, agarró con ambas manos la cuerda que le sujetaba los tobillos y dio un tirón. Harvey trastabilló. Jeannie dio otro tirón, pero esta vez sin resultado. «Dios, lo que pesa.» Harvey levantó las manos con intención de golpearla. La muchacha asentó las piernas y dio otro tirón con todas sus fuerzas.

Harvey perdió pie y fue a parar al suelo con cierto estrépito.

– Santo Dios, ¿qué ocurre, en nombre del cielo? -se oyó una voz remilgada. La doncella, una mujer negra de alrededor de sesenta años y ataviada con inmaculado uniforme, había salido del cuarto.

El señor Oliver se arrodilló junto a la cabeza de Harvey y le alzó los hombros.

– Este joven se ha corrido una juerga por todo lo alto -explicó-. Ha soltado hasta la primera papilla sobre el capó de mi limusina.

«Ya entiendo. Se ha convertido en nuestro chofer, en honor de la doncella.»

– ¿Una juerga? -respondió la mujer-. A mí me parece más bien que en lo que se ha liado es en una pelea.

El señor Oliver se dirigió a Jeannie:

– ¿Tendría usted la bondad de levantarle los pies, señora?

Jeannie lo hizo así.

Pusieron en pie a Harvey. El muchacho se retorció. El señor Oliver hizo como que se le escapaba, pero levantó la rodilla y Harvey cayó sobre ella y se quedó sin resuello.

– ¡Tenga cuidado, puede hacerle daño! -advirtió la doncella.

– Levantémoslo otra vez, señora -pidió Oliver.

Lo cogieron y lo llevaron dentro del cuarto. Lo depositaron muy cerca de las dos camas.

La doncella entró en la habitación tras ellos.

– Espero que no vomite aquí.

El señor Oliver le sonrió.

– ¿Cómo es que no la he visto antes por aquí? No hay joven guapa que se les pase por alto a estos ojitos míos, pero no recuerdo haberla visto a usted.

– No se pase de listo -dijo ella, pero sonreía-. No soy ninguna joven.

– Yo tengo setenta y uno, y usted no puede haber pasado un día de los cuarenta y cinco.

– He cumplido los cincuenta y nueve, demasiado vieja para escuchar sus bobadas.

El señor Oliver la tomó de la mano y la condujo amablemente fuera de la habitación.

– Vamos, casi he terminado ya con esta gente. ¿Quiere dar un paseo en mi limusina?

– ¿Ese coche cubierto de vómitos? ¡Ni hablar! -rió la doncella.

– Podría limpiarlo.

– En casa me espera un marido que, si le oyera a usted hablar así, habría algo más que vómitos en su capó, don Limu.

– ¡Oh, oh! -El señor Oliver alzó las manos en gesto defensivo-. No he pretendido ofender a nadie. Hizo una bonita representación cómica de miedo, retrocedió hacia el interior del cuarto y cerró la puerta.

Jeannie se dejó caer en una silla.

– Dios mío, lo conseguimos -dijo.

61

Tan pronto hubo terminado de cenar, Steve se levantó y dijo:

– Necesito acostarme.

Deseaba retirarse lo antes posible a la habitación de Harvey. Una vez estuviera solo tendría la seguridad de que no iban a descubrirle.

La reunión tocó a su fin. Proust se echó al coleto el resto de su whisky y Berrington acompañó a los invitados a sus coches.

Steve vio la oportunidad de llamar a Jeannie y contarle lo que estaba sucediendo. Descolgó el auricular y llamó a información. Tardaban una barbaridad en responder. «¡Vamos, vamos!» Por fin consiguió que le atendieran y pidió el teléfono del hotel. Se equivocó de número la primera vez y le contestaron de un restaurante. Volvió a marcar, frenéticamente, y consiguió por último hablar con el hotel.

– ¿Podría ponerme con la doctora Jean Ferrami? -preguntó.

Berrington regresó al estudio en el preciso momento en que Steve oía la voz de Jeannie.

– ¡Diga!

– Hola, linda, aquí, Harvey -se presentó.

– Steve, ¿eres tú?

– Sí, he decidido pasar la noche en casa de papá; es un poco tarde para volver a casa. El trayecto es muy largo.

– Por el amor de Dios, Steve, ¿te encuentras bien?

– Tengo algunos asuntos que resolver, pero no es nada que no pueda manejar. ¿Qué tal día has pasado, cariño?

– Ya hemos logrado colarlo en el hotel. No resultó fácil, pero lo hicimos. Lisa ha entrado en contacto con George Dassault. Prometió venir, así que es posible que contemos con tres, por lo menos.

– Muy bien. Ahora me voy a dormir. Espero verte mañana, cariño.

– Bien. Buena suerte.

– Lo mismo digo. Buenas noches.

Berrington le hizo un guiño.

– ¿Una nena ardiente?

– Cariñosa.

Berrington sacó unas píldoras y se las tomó con un sorbo de whisky escocés. Al observar que Steve dirigía la vista hacia la botella, explicó:

– Dalmane. Con todo este jaleo, necesito algo que me ayude a dormir.

– Buenas noches, papá.

Berrington rodeó con sus brazos los hombros de Steve.

– Buenas noches, hijo -deseó-. No te preocupes, saldremos de ésta.

Steve pensó que Berrington realmente quería a su despreciable hijo y durante unos segundos se sintió irracionalmente culpable por engañar a un padre amantísimo.