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– Ah, fuera hay un coche de la policía.

Una sospecha terrible irrumpió en la mente de Steve. Cabía la posibilidad de que Jeannie se hubiera puesto en contacto con Mish Delaware y le hubiese contado lo que averiguó respecto a Harvey, en cuyo caso tal vez la policía decidió detener a Harvey. Y a Steve le iba a costar Dios y ayuda convencerles de que él no era Harvey Jones, cuando vestía ropas de Harvey, estaba sentado en la cocina del padre de Harvey y comía bollos de arándano preparados por la cocinera del padre de Harvey.

No deseaba volver a la cárcel. Pero eso no era lo peor. Si le arrestaban ahora, se perdería la conferencia de prensa. Y si no se presentaba ninguno de los otros clones, Jeannie sólo dispondría de Harvey. Y un único gemelo no demostraba nada.

Berrington se levantó y fue hacia la puerta.

– ¿Qué pasará si vienen a por mí? -preguntó Steve.

Marianne parecía encontrarse al borde de la muerte.

– Les diré que no estás aquí -repuso Berrington. Salió de la estancia.

Steve no oyó la conversación que se desarrollaba en la puerta. Permaneció petrificado en su silla, sin comer ni beber. Marianne estaba inmóvil como una estatua delante del fogón, con una espátula de cocina en la mano.

Al final, volvió Berrington.

– Anoche robaron en las casas de tres de nuestros vecinos -informó-. Supongo que nosotros tuvimos suerte.

Durante la noche, Jeannie y el señor Oliver fueron turnándose y, mientras uno vigilaba a Harvey el otro se acostaba, pero ninguno de los dos descansó gran cosa. Sólo Harvey durmió, roncando bajo la mordaza.

Por la mañana utilizaron el cuarto de baño también por turnos. Jeannie se puso las prendas que había llevado en la maleta, blusa blanca y falda negra, con las que tal vez tuviera suerte y la tomasen por una azafata.

Pidieron el desayuno al servicio de habitaciones. No podían dejar que el camarero entrase en el cuarto, ya que vería a Harvey atado encima de la cama. El señor Oliver firmó el recibo en la puerta, con la explicación:

– Mi esposa no se ha vestido aún, yo mismo llevaré el carrito.

Permitió a Harvey tomar un vaso de zumo de naranja, se lo llevó hasta los labios mientras Jeannie se situaba detrás, preparada para golpearle con la llave inglesa si el muchacho intentaba algo.

Jeannie esperaba impaciente la llamada de Steve. ¿Qué le habría ocurrido? Steve pasó la noche en casa de Berrington. ¿Logró engañarle durante todo el tiempo?

Lisa llego a las nueve, con un montón de comunicados de prensa, y luego partió rumbo al aeropuerto para recibir a George Dassault y a cualquier otro de los clones que pudieran presentarse.

Ninguno de los tres había llamado.

Steve telefoneó a las nueve y media.

– He de darme prisa -dijo-. Berrington está en el cuarto de baño. Todo va bien, iré a la conferencia de prensa con él.

– ¿No sospecha nada?

– No… Aunque he pasado por algunos momentos con el corazón en un puño. ¿Cómo está mi doble?

– En plan sumiso.

– Tengo que colgar.

– ¿Steve?

– ¡Rápido! ¿Qué?

– Te quiero.

Jeannie colgó. ¿No debería haberlo dicho; se supone que una chica ha de hacerse rogar un poco. Bueno, al diablo.

A las diez efectuó una batida de reconocimiento por la Sala Regencia. La estancia se encontraba en un rincón, tenía un pequeño recibidor y una puerta que daba a una antecámara. Ya había allí una relaciones públicas, que disponía un telón de fondo con el logotipo de la Genético destinado a los objetivos de las cámaras de televisión. Jeannie echó una rápida ojeada por la sala y volvió a la habitación.

Llamó Lisa desde el aeropuerto.

– Malas noticias -dijo-. El vuelo de Nueva York llegará con retraso.

– ¡Oh, Dios! -lamentó Jeannie-. ¿Han dado señales de vida los demás, Wayne o Hank?

– No.

– ¿Cuánto retraso lleva el avión de George?

– Se le espera a las once treinta.

– Aún puedes llegar a tiempo.

– Si conduzco como el rayo…

Berrington salió de su cuarto a las once, terminando de ponerse la chaqueta. Vestía traje azul de rayas blancas, con chaleco, sobre una camisa blanca de puños con gemelos, pasada de moda pero impresionante.

– En marcha -dijo.

Steve se había puesto una chaqueta deportiva de tweed perteneciente a Harvey. Le caía a la perfección, naturalmente, el propietario lo mismo podía ser el propio Steve.

Salieron. Llevaban encima demasiada ropa para aquella época del año. Subieron al Lincoln plateado y encendieron el aire acondicionado. Berrington condujo a bastante velocidad, rumbo al centro urbano. Con gran alivio por parte de Steve, no se habló mucho durante el trayecto. Berrington aparcó en el garaje del hotel.

– La Genético ha contratado un equipo de relaciones públicas para este acontecimiento -comunicó a Steve mientras se dirigían al ascensor-. Nuestro departamento de publicidad interno nunca ha tenido que llevar un asunto tan importante como éste. Cuando se encaminaban a la Sala Regencia les salió al paso una mujer elegantemente tocada y vestida con traje de chaqueta negro.

– Soy Caren Beamish, de Comunicación Total -saludó radiante-. ¿Quieren pasar a la sala de personalidades?

Les mostró una salita en la que se servían canapés y bebidas.

Steve se sentía ligeramente inquieto; le hubiera gustado echar un vistazo a la disposición de la sala de conferencias. Pero quizá diese lo mismo. Mientras Berrington siguiera pensando, hasta la aparición de Jeannie, que él era Harvey, ninguna otra cosa tenía importancia.

Seis o siete personas se encontraban ya en la sala de personalidades, Proust y Barck entre ellas. A Proust le acompañaba un joven musculoso de traje negro con todo el aspecto de guardaespaldas. Berrington presentó Steve a Michael Madigan, jefe de operaciones de la Landsmann en América del Norte.

Nerviosamente, Berrington se bebió una copa de vino blanco de un trago. Steve se hubiera tomado un martini -tenía más razones que Berrington para estar asustado-, pero no le quedaba más remedio que mantener las ideas claras y no podía bajar la guardia un segundo. Consultó el reloj que había retirado de la muñeca de Harvey. Eran las doce menos cinco. «Sólo cinco minutos más. Y cuando esto haya terminado, entonces me tomaré el martini a gusto.»

Caren Beamish dio unas palmadas para reclamar atención y dijo:

– ¿Dispuestos, caballeros? -Se produjo una serie de murmullos aquiescentes e inclinaciones de cabeza-. Entonces les agradeceré que, salvo quienes hayan de ocupar el estrado, se dirijan todos a sus asientos, por favor.

«Eso es. Lo he conseguido. Se acabó.» Berrington volvió la cabeza hacia Steve y dijo:

– Hasta pronto, Moctezuma.

Se le quedó mirando, expectante.

– Claro -repuso Steve.

Berrington sonrió.

– ¿Qué quieres decir con eso de «claro»? Completa la respuesta.

Steve se quedó helado. Ignoraba por completo a que se refería Berrington. Al parecer se trataba de alguna especie de estribillo como «Hasta luego, cocodrilo», pero era una broma privada. Evidentemente, existía una contestación, pero no era «Hasta luego, cocodrilo» ¿qué podría ser? Steve soltó una maldición para sus adentros. La conferencia de prensa estaba a punto de iniciarse… necesitaba mantener su ficción sólo unos pocos segundos más!

Berrington frunció el entrecejo, confundido, con la vista clavada en él.

Steve notó que la frente se le perlaba de sudor.

– No puedes haberlo olvidado -dijo Berrington.

Steve vio surgir la sospecha en sus pupilas.

– Claro que no -respondió Steve precipitadamente…, con demasiada precipitación, porque al instante se dio cuenta de que se había comprometido.

El senador Proust era ya todo oídos.

– Pues completa la frase -instó Berrington.

Steve observó que lanzaba un rápido vistazo al escolta de Proust y que el hombre se ponía visiblemente tenso.

A la desesperada, Steve aventuró:

– Hasta dentro de una hora, Eisenhowver.

Sucedió un momentáneo silencio.

– ¡Esa sí que es buena! -exclamó entonces Berrington, y soltó una carcajada.

Steve se relajó. Aquel debía de ser el juego: dar una respuesta distinta cada vez. Dio gracias al cielo. Para disimular su alivio, se retiró un paso.

– Empieza el espectáculo, todo el mundo a su sitio -manifestó la relaciones públicas.

– Por aquí -le indicó Proust a Steve-. Tú no te sientas en el estrado.

Abrió una puerta y Steve cruzó el umbral.

Se encontró en unos lavabos. Dio media vuelta y dijo:

– No, esto es…

El guardaespaldas de Proust estaba inmediatamente detrás de Steve. Antes de que el muchacho supiese lo que ocurría, el escolta le había aplicado una dolorosa llave de cuello.

– Al menor ruido que hagas, te rompo el jodido brazo -amenazó.

Berrington entró en los servicios detrás del gorila. Jim Proust le siguió y cerró la puerta. El guardaespaldas mantenía inmovilizado al muchacho.

A Berrington le hervía la sangre.

– Joven desgraciado de mierda -siseó-. ¿Quién eres tú? Steve Logan, supongo.

El chico pretendió mantener el engaño.

– Pero ¿qué haces, papá?

– Olvídalo, el juego ha terminado… Veamos ahora, ¿dónde está mi hijo?

El chico no respondió.

– ¿Qué diablos está pasando, Berry? -quiso saber Jim.

Berrington trató de imponer calma.

– Este no es Harvey -le dijo a Jim-. Es alguno de los otros, probablemente el chico de Logan. Debe de haber estado suplantando a Harvey desde ayer por la noche. Y Harvey sin duda está encerrado en alguna parte.