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Jordan prosiguió. Quien le conocía bien sabía que ahora hablaba más para sí mismo que para los otros.

– La víctima estaba en una posición que pretende aludir a la manía de Linus, el personaje de Charles Schulz que se chupa el dedo mientras sostiene su manta fetiche contra la oreja.

Señaló con el índice de la mano derecha la frase que había compuesto en la pequeña pantalla del teléfono.

– Estas palabras son las que usa otro personaje de Snoopy cuando abre su consultorio de psiquiatra en la calle.

Burroni le observaba con una expresión de suficiencia. Pero el tono de su voz disimulaba a duras penas su admiración.

– ¿Y esto qué significa, según tú?

Jordan se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta de piel.

– No creo que el asesino quisiera que el mensaje que dejó en la pared resultara difícil de descifrar. El sistema es tan simple que cualquiera de los programas que usa la policía o el FBI podría descodificarlo en pocos segundos.

Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cigarrillo sin extraer la cajetilla. Lo encendió y exhaló al mismo tiempo una bocanada de humo y el fin de su historia.

– No, pienso que, para el asesino, esto ha sido una especie de divertimento, una pequeña broma con la que pretende indicarnos…

Se interrumpió bruscamente.

«Ya no soy teniente, Rodríguez.»

– … Con la que pretende indicaros sus futuros movimientos.

Nadie dio muestras de haber advertido la pequeña corrección, una sutileza que para Jordan representaba la diferencia entre la noche y el día.

Christopher se acercó un paso. Burroni estaba pálido.

– Explícate mejor, Jordan.

El hombre que había sido policía, y que según el agente Oscar Rodríguez lo sería siempre, indicó con un gesto de la mano las cifras escritas en la pared.

– Bien. Quien mató a ese hombre lo ha caracterizado como Linus, uno de los personajes de Snoopy Es probable que haga lo mismo con la siguiente víctima.

Sin darse cuenta, Jordan se había puesto al frente de la situación y ahora todos estaban pendientes de sus palabras.

– No sé quién será esta desafortunada persona, pero si estoy en lo cierto, hay dos cosas muy probables: la primera es que se tratará de una mujer…

– ¿Y la segunda? -le apremió Christopher.

– La segunda es que en su mente retorcida el asesino la llama Lucy.

6

Lysa Guerrero reaccionó con una ligera flexión del busto tras el suave empellón que hizo el tren al detenerse. El soplido herrumbroso de los frenos significaba la Grand Central Station, y esta estación significaba Nueva York. Una ciudad nueva, más gente indiferente y otra casa llena de muebles que no había elegido ella. Pero esta vez era una elección definitiva, un lugar donde terminar y donde volver a empezar.

Se puso de pie y cogió la maleta con ruedas del portaequipajes. Su pelo largo y ondulado se movió alrededor de su rostro como si estuviera vivo. Por el rabillo del ojo, Lysa vio una expresión soñadora en la cara del hombre que había pasado parte del viaje sentado frente a ella, en compañía de un niño de unos ocho años, observándola cuando creía que no le miraba. Era un tipo con aspecto anónimo de empleado, de esos que usan corbata con nudo postizo y mangas cortas bajo la chaqueta. El hombre parecía intimidado por su belleza, y la única vez en que sus miradas se cruzaron se refugió con alivio en las respuestas que exigían las preguntas del hijo.

Lysa le guiñó un ojo.

Vio cómo se ruborizaba y concentraba de pronto toda su atención en la mochila que el hijo intentaba ponerse solo.

Lysa bajó del tren, recorrió el andén y siguió las indicaciones, indiferente a las miradas que la precedían, la seguían y la empujaban hacia la salida. Nadie la esperaba, y en ese momento de su vida no quería que la esperara nadie.

Se encontró en el enorme vestíbulo de la Grand Central Station, un monumento hecho de mármol, madera, escaleras y películas vistas una y otra vez.

Aquel altísimo techo no era otra cosa que un trozo de cielo de la ciudad, un pedazo de historia reciente que Jacqueline Kennedy había salvado de la destrucción y que había quedado como testimonio de un tiempo pasado en medio de edificios que ya formaban parte del futuro.

Arrastrando su maleta, giró a la derecha y se dirigió hacia el pasaje subterráneo, siguiendo las indicaciones para el metro.

Sabía que en la planta inferior de la Grand Central Station había un restaurante muy famoso, el Oyster Bar, donde era posible encontrar todos los tipos de ostras que la naturaleza y el ser humano habían creado para el placer de los paladares más refinados. Decidió que había que celebrar oficialmente su llegada a la ciudad. Ostras y una copa de champán para inaugurar su nueva vida. Y quizá incluso para olvidarla, para impedir que se convirtiera en un recuerdo demasiado pesado…

«¡Vamos, Lysa! Un poco más y ya está.»

Durante toda la vida había buscado un lugar tranquilo donde refugiarse. Lo que más deseaba en el mundo era la serenidad de las cosas que para la mayor parte de la gente representaban, en cambio, una pesadilla. Su mayor deseo era pasar inadvertida; sin embargo, su aspecto físico estaba muy lejos de producir ese efecto. Se había pasado la vida con decenas de ojos encima, ojos que llevaban escrita una sola y muda pregunta. Sus preguntas, siempre diferentes, habían recibido decenas de respuestas siempre iguales.

Y al fin se había dado por vencida.

Si el mundo que la rodeaba la quería así, así sería. Sin embargo, aquella bandera blanca que había decidido agitar costaría muy cara a todos los que quisieran descubrir su precio.

Recorrió el plano inclinado que llevaba hacia abajo y se encontró ante el restaurante que buscaba.

Entró por la puerta de vidrio del Oyster Bar con indiferencia, pero ninguno de los presentes permaneció impasible ante su entrada.

Dos yuppies algo entrados en años, sentados a la barra justo frente a la entrada, interrumpieron su conversación, y un tío más bien gordo, sentado dos lugares más allá, dejó caer sobre la servilleta que tenía en el regazo la ostra que estaba comiendo.

Un camarero vestido con el uniforme del lugar -camisa blanca y chaleco oscuro- fue a su encuentro y la acompañó a través del amplio salón cuadrado hasta una mesa en un rincón, puesta para dos con un mantel a cuadros rojos y blancos.

Lysa se sentó, sin mirar hacia el lugar vacío, y acomodó contra la pared de su izquierda el bolso y la maleta. El camarero, cortés e indiferente, le puso delante el menú, que tenía impreso en la tapa el logo del local.

Ella lo apartó con la mano y, con una de sus mejores sonrisas, que logró convertir la indiferencia y la cortesía del camarero en simpatía, dijo:

– Tomaré una selección de las mejores ostras que tengan, y media botella de champán muy frío.

– Óptima elección. ¿Cree que una docena bastará?

– Mejor tráigame dos docenas.

El camarero tomó nota y luego se inclinó hacia ella con expresión cómplice.

– Si mi influencia con el maître no ha disminuido, creo que lograré que le dejen una botella de champán entera por el precio de media. Bienvenida a Nueva York, señorita.

– ¿Cómo sabe que no soy de aquí?

– Lleva una maleta y sonríe. No puede ser de Nueva York.

– También los que se van llevan maleta.

Lysa le había provocado, y obtuvo la inevitable respuesta.

– Sí, pero los que se van de esta ciudad solo recuperan la sonrisa cuando están muy lejos.

El camarero se alejó con su simple y apocalíptica filosofía de neoyorquino y Lysa se quedó sola.

En el ángulo opuesto del salón en el que ella se sentaba había una mesa con media docena de hombres. Estaba segura de que tampoco ellos eran de la ciudad. Lysa había sido forastera demasiadas veces y durante demasiado tiempo como para no reconocerlos a primera vista. Los observó unos instantes, con disimulo, mientras hacía su pedido. Cuando llegó y se sentó, los había poseído un frenesí propio de una pelea de gatos.