Jordan aparcó la moto en un pequeño espacio, frente a la entrada principal de Gracie Mansion. Mientras se aproximaba, se abrió la puerta y apareció en el umbral un mayordomo impecable, muy parecido al mejor John Gielgud.
– Buenos días, señor Marsalis. Sígame usted, por favor. El alcalde le recibirá en el estudio pequeño.
– No es necesario que me acompañe; conozco el camino, gracias.
– Muy bien, señor.
El discreto mayordomo se marchó. Jordan fue por el pasillo que llevaba al otro lado de la casa, orientado hacia East River.
Al salir del piso de Gerald, Christopher le pidió que se reuniera con él en Gracie Mansion. Fuera del edificio, Jordan evitó el asalto de los periodistas recurriendo una vez más a la protección del casco. El ardid resultó útil aunque no era necesario, porque poco después salió Christopher. Los periodistas estallaron en un rumor frenético y se arrojaron sobre él con el ímpetu de hormigas a las que hubieran destruido el hormiguero.
Jordan volvió a la Ducati, la encendió y se marchó sin darse la vuelta para mirar.
Y ahora estaba allí, ante una puerta a la cual no tenía ganas de llamar. Golpeó ligeramente con los nudillos sobre la madera lustrada y entró sin esperar autorización.
Christopher estaba sentado al escritorio, hablando por teléfono. Con una mano le indicó que se acercara. Ruben Dawson se hallaba a un lado, en un sillón, con las piernas cruzadas, elegante, compuesto y aséptico como siempre. Al verlo entrar le hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.
En lugar de sentarse, Jordan prefirió ir un poco más allá del escritorio y quedarse de pie ante el calor de los vidrios de la ventana que daba al Roosevelt Channel. Fuera, sobre el agua, se reflejaba la misma luz que iluminaba Water Street. Una barcaza se movía lentamente por el West Channel, en dirección al sur. Un hombre pasaba llevando a dos niños de la mano, quizá en dirección al campo de juegos del parque. Dos jóvenes se besaban apoyados en la barandilla.
Todo era normal. Ante sus ojos tenía un bonito y normal día de primavera como cualquier otro.
Y a sus espaldas, la voz fría de su hermano, al que acababan de matarle al hijo.
– No, te digo. Lo que ha sucedido no debe utilizarse. Ni foto del padre destrozado de dolor ni nada por el estilo. En este momento hay muchachos estadounidenses luchando en diversas partes del mundo. La pérdida de cualquiera de ellos es tan importante como la de mi hijo; el dolor de un fontanero de Detroit no vale menos que el del alcalde de Nueva York. Todo lo que puedo conceder es que esta ciudad llore la pérdida de un gran artista.
Una pausa.
Jordan ignoraba con quién hablaba su hermano, pero sabía que estaba dando indicaciones a su oficina de prensa sobre cómo actuar en aquellas circunstancias. Volvió a pensar en el rostro de Christopher mientras miraba, con un único y gélido vistazo, el cuerpo de Gerald.
Ahora, en cambio…
– Bien, en todo caso consultadme antes de tomar cualquier decisión.
El ruido del auricular al colgar se confundió con el de la puerta que se abría. Entró Maynard Logan, el jefe de policía, que llevaba en la cara su mejor expresión de circunstancias.
– Christopher, lamento enormemente lo que ha ocurrido. He venido en cuanto me he ent…
El hombre sentado al escritorio le interrumpió sin dar la menor señal de haber oído siquiera el sonido de sus palabras.
– Siéntate, Maynard.
Jordan nunca le había visto tan incómodo. Incluso le sorprendió que pudiera caer en un estado de ánimo semejante. Cuando el alcalde se dio cuenta de la presencia de su hermano en la habitación, la incomodidad aumentó todavía más.
Logan se acomodó en una silla. Christopher se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la superficie de madera y apuntó el dedo índice hacia el jefe de policía.
– Maynard, quiero que capturen al que ha matado de esa forma a mi hijo. Le quiero encerrado en Sing Sing. Quiero que los otros detenidos le muelan a palos cada día, y quiero ser yo quien empuje los émbolos de las jeringas cuando llegue el momento de mandarle a tomar por culo.
Christopher Marsalis era un político, y como tal sabía cómo comportarse ante un público formado por posibles electores. Sin embargo, en privado su lenguaje no era siempre tan refinado como el que la gente solía relacionar con su imagen pública.
– Y quiero que sea Jordan quien lleve esta investigación.
Los tres se quedaron inmóviles. Jordan, junto a la ventana; su hermano, apuntando con el dedo, y Ruben Dawson, con la vista fija en la correa del reloj que llevaba en la muñeca. Solo el jefe de policía movía los ojos de uno a otro.
– Pero, Christopher, yo no…
– ¡Yo no, una hostia, Maynard!
El jefe de policía trató de recuperar un poco el terreno que notaba que desaparecía bajo sus pies.
– De acuerdo, razonemos un instante. Personalmente, no tengo nada contra Jordan. Todos sabemos que es muy capaz. Pero él no es el único buen policía que existe, y además hay procedimientos que por lo menos yo…
Logan parecía condenado a no terminar nunca una frase. Jordan vio que su hermano se abalanzaba sobre las palabras como un halcón sobre un gallinero.
– Los procedimientos me importan un carajo. La mayoría de tus hombres no conseguiría encontrar su culo ni siquiera con un manual de anatomía en la mano.
– Tengo ciertos deberes con la comunidad. ¿Cómo puedo hacer respetar las reglas si soy el primero en transgredirlas?
– Maynard, aquí no estamos en un congreso de la policía. Sé muy bien cómo funcionan las cosas. La mitad de los policías de esta ciudad aceptan sobornos y la otra mitad mira hacia otro lado, mientras pasan sin cesar de un cincuenta por ciento al otro. Las reglas se hacen y se deshacen según la necesidad.
Logan intentó abordar el tema desde otro ángulo. Pero era el último recurso, y lo sabía muy bien.
– Jordan, esta situación le afecta personalmente y podría no tener la serenidad de juicio necesaria.
– Maynard, hoy todos hemos visto muchas cosas. Si Jordan ha tenido la frialdad de llegar y descifrar ese coño de número incluso después…
Christopher hizo una pausa y por un instante volvió a ser el hombre que Jordan había visto ante el cadáver de su hijo. Pero fue apenas un instante, y, con la misma rapidez, pasó.
– Si lo ha logrado incluso después de haber visto ese espectáculo, no creo que le cueste proseguir la investigación.
Maynard Logan tenía la expresión de alguien que debe mover una montaña con una cuchara.
– No sé…
Christopher no le dio tregua.
– Yo sí lo sé. O, mejor, sé muy bien qué quiero. Tú limítate a echarme una mano para hacerlo.
Por primera vez desde su llegada, Jordan hizo oír su voz.
– ¿No creéis que mí opinión pueda contar un poco en toda esta discusión?
Maynard y Christopher le miraron como si hubiera surgido de la nada en aquel momento. En el rostro pálido e impasible de Ruben Dawson apareció la sombra de una sonrisa, aunque desapareció rápidamente.
Jordan abandonó su puesto junto a la ventana y se acercó al escritorio.
– Yo estoy fuera del juego, Christopher. Sabe Dios cuánto lo lamento por Gerald, pero a esta hora debería estar a más de doscientos kilómetros de aquí.
Su hermano alzó hacia él los ojos azules, buscando la mirada y el consuelo de los suyos.
– El camino estará esperándote cuando todo haya terminado, Jordan. Solo confío en ti.
Luego el alcalde se volvió hacia su jefe de policía, con una gentileza tan inesperada como interesada.
– ¿Puedes perdonarnos un momento, Maynard?
– Por supuesto.
– Ruben, ¿quieres hacer compañía al señor Logan y ofrecerle algo de beber?
Dawson se levantó sin cambiar de expresión ni actitud y los dos salieron de la habitación, quizá aliviados con aquella pausa. A Jordan le alegró que el tacto de su hermano se hubiera extendido también a su inseparable colaborador.