Jerry Kho estaba completamente loco. O al menos, en su absoluto narcisismo, le encantaba creerlo. Con un gesto, invitó a la mujer a que se le acercara. La mujer cuyo nombre no recordaba se colocó sobre él apoyando las manos en sus costados, con los ojos entornados y la respiración jadeante. Jerry notó que sus cabellos sucios de pintura le rozaban el ombligo. Le agarró la cabeza y la guió hacia su miembro, ahora completamente erecto; su blancura resaltaba sobre el color de su cuerpo. Los labios de ella se abrieron y el hombre sintió que el calor viscoso y apasionado de la boca de la mujer le envolvía por completo.
Ahora los dos, a los ojos de Jerry, eran dos manchas superpuestas, de diferente intensidad, que se reflejaban en el gran espejo del techo. El ligero movimiento de la cabeza de la mujer se perdía en la perspectiva. Lo notaba, pero no lograba verlo. Experimentó una sensación de exaltación, debida a lo que estaba haciendo y a la considerable cantidad de pastillas que se había metido en el cuerpo. Abrió los brazos y apoyó las manos, con la palma abierta, sobre el plano blanco que se extendía bajo él. Cuando volvió a poner las manos sobre la cabeza de la mujer vio la huella de color que había dejado en la tela, lo que aumentó su excitación. El espejo y jugar con el reflejo eran trucos tan viejos como el mundo, de un tiempo en el cual se solía pensar que el patético movimiento de los pinceles sobre una tela era arte. Velázquez, Norman Rockwell y otros, todos protagonistas de un pasado que sabía a moho y descomposición.
¿Por qué perder el tiempo pintando un cuerpo en una tela cuando podía pintarse él solo? Y, yendo todavía más lejos, ¿por qué derrochar una tela cuando el propio cuerpo podía convertirse en una?
Vio en el espejo y sintió en la piel cómo las manos azules de la mujer sin nombre subían a lo largo de sus costados y dejaban en el cuerpo rojo dos rayas azules.
Vio y sintió la voz que le llegaba como un soplo a sus oídos a través del reflejo.
– Oh, Jerry, estoy tan…
– Chis…
Jerry la hizo callar apoyando un dedo sobre sus labios. Levantó la cabeza para mirarla. Su dedo había dejado una huella roja en la boca. Rojo sobre pintalabios. Sangre y vanidad. El derrumbe y la destrucción de todo mito contemporáneo.
Su voz fue un susurro en la luz difusa del loft, alterada por momentos por una hilera de pantallas televisivas sin audio, conectadas entre sí y programadas por un ordenador para que mostraran una secuencia de salvapantallas con diversas mezclas de colores aparentemente fortuitos y sin solución de continuidad. Solo de vez en cuando aquel delirio cromático se interrumpía con un fundido que reducía la imagen a fragmentos y la recomponía en otra, una reproducción fotográfica de catástrofes que habían marcado momentos horribles de la vida del planeta. Imágenes de millares de cuerpos que flotaban llevados por la corriente del río durante la limpieza étnica de los tutsi en los enfrentamientos con los hutu, o imágenes del Holocausto o el hongo atómico de Hiroshima que se alternaban con escenas explícitas de sexo en las más audaces variedades e interpretaciones.
– Silencio. No puedo hablar. No debo hablar…
Jerry se recostó; obligó a la mujer sin nombre a que se echara a su lado y le señaló las figuras de ambos en el espejo del techo.
– Ahora debo pensar. Ahora debo ver…
De algún modo, Jerry notó cómo la emoción y la excitación de la mujer sin nombre la cubrían como un aura. Se volvió de repente, le abrió las piernas y la penetró casi en un solo movimiento. En el ímpetu de ese rudo gesto volcó el bote de color con que se había pintado, que había quedado en el suelo, junto a ellos. El rojo de la pintura se abrió como una estúpida boca sobre la blancura de la tela.
Desde su posición, boca arriba, la mujer vio cómo se extendía la mancha, como si de golpe se derramara toda la sangre que contenía su cuerpo. En ese momento se hizo enteramente partícipe del fin casi litúrgico de aquella unión. Su deseo se volvió furia y comenzó a gemir cada vez más fuerte, en perfecta sincronía con los violentos embates del hombre que tenía dentro. Iniciaron un frenético ballet horizontal que el color dibujaba sobre la tela como un graffiti, testimonio de un movimiento ancestral que tenía el doble propósito de satisfacer el deseo y de que esa satisfacción no llegara nunca.
Aunque la mujer sin nombre lo ignoraba, Jerry estaba convencido de la inutilidad de aquel patético rebotar de nalgas que alguien había comparado con el batir de alas de una mariposa sobre la seda. Tenía la certeza de que cualquier artista, por el simple hecho de serlo, llevaba dentro de sí el germen de su propia aniquilación, todo aquello que era al mismo tiempo némesis y bendición del arte.
Eran todos unos fracasados.
Por cada mujer sin nombre que se hubiera follado sobre una tela tendida en el suelo, por cada pincel con el que hubiera recorrido una superficie dispuesta a acogerlo, y por cada color mezclado o esparcido, habría siempre una obra anhelada que se esfumaba de la mente sin dejar rastro tras una fugaz aparición; el relámpago subliminal de una idea que pronto oscurecían las imágenes falsas y reales que la vida obligaba a observar con los ojos. El ser humano no podía existir en el círculo y en el cuadrado, porque ni el círculo ni el cuadrado existían, pero sobre todo no existía el ser humano…
Con un largo gemido sibilante la mujer sin nombre alcanzó el orgasmo e intentó en vano aferrarse a la tela tendida sobre el suelo. En la mente de Jerry los efectos de la droga y del sexo ya habían alcanzado ese grado justo de fusión que no le permitía resistir más. Se puso de pie y, masturbándose frenéticamente, derramó su semen sobre las huellas trazadas por los movimientos de ambos, como si quisiera, de algún modo antinatural y blasfemo, inseminar la tela o manifestarle su absoluta repulsión.
La mujer sin nombre entendió lo que estaba haciendo y saberse parte de esa creación la llevó a un nuevo orgasmo, todavía más intenso que el anterior, que la obligó a acurrucarse en posición fetal.
De pronto vacío de toda motivación, Jerry se dejó caer y se quedó acostado con la cara vuelta hacia los grandes ventanales que iluminaban la pared de la casa que daba al East River. Aunque estaban en la séptima planta, alcanzaba a entrever el reflejo de la luna llena en la sucia agua del río, que solo esa luz podía ennoblecer en parte. Volvió lentamente la cabeza y la encontró, un disco luminoso en el centro de la ventana del extremo izquierdo.
La noche anterior, la radio había anunciado que habría un eclipse y que podría verse desde aquella parte de la costa. En ese momento un sutil borde negro comenzó a roer el impasible círculo de la luna.
Jerry empezó a temblar de emoción.
Volvió a su mente aquel día que había sido fatídico para Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001, el día que en su país las pocas certezas se convirtieron en miedo. Después del impacto del primer avión, el ruido llegó hasta sus ventanas abiertas; un barullo de gritos y sirenas y ese inconfundible rumor generado por el pánico de gente que huye.
Salió al tejado de su casa, al final de Water Street, y contempló desde allí, sereno, el impacto del segundo avión y aquella obra maestra de destrucción de las torres gemelas. Lo consideró simple y perfecto en su catastrófica enormidad, un ejemplo de cómo la civilización solo podía salvarse tras su eliminación. Y si esto valía para la civilización, tanto más válido era para el arte, que representa la vanguardia más avanzada de la civilización en territorio enemigo. El hecho de que miles de personas hubieran muerto en el derrumbe no le conmovía demasiado. Todo tenía un precio y, según él, esos muertos no eran nada en comparación con lo que el mundo había ganado con el polvoriento estruendo de esa experiencia.
Aquel día decidió cambiar su nombre por el de Jerry Kho, un fácil juego de palabras con Jericó, la ciudad bíblica cuyos inexpugnables muros cayeron con el simple sonido de una trompeta. Decidió que haría caer los muros y que caería con ellos.