Y él, al fin, empezaba a serlo, gracias a ese loco degenerado de Jerry Kho. Y a lo que era y había sido. Su llamada le despertó pero no le sorprendió. La noche anterior, al verle salir del lugar en que se hallaban en compañía de ese esperpento, supo muy bien el papel que desempeñaba aquella mujer en la mente corrupta de Jerry. Él no se habría follado a esa mujer ni con la polla de otro, pero no tenía nada que objetar si su gallina de los huevos de oro necesitaba ciertas mortificaciones para crear esos engendros que personalmente le repugnaban pero de los que el público parecía ávido. Las obras de Jerry habían despertado un nuevo interés por el arte figurativo y los artistas emergentes. Volvían a aparecer coleccionistas y comenzaba a circular mucho dinero. Como si hubieran vuelto los viejos tiempos de Basquiat y Keith Haring. Y él, tal como hizo aquel viejo zorro de Andy Warhol, había acaparado uno de los caballos ganadores. Sin embargo, debía atenderle, cuidarle y mimarle como corresponde a un animal de raza. No le importaba que las ideas de Jerry fueran el producto de consumir casi todas las drogas disponibles en el mercado. LaFayette era lo bastante listo para no tener escrúpulos, y Jerry, lo bastante adulto para elegir su medio de destrucción. El intercambio le parecía, a fin de cuentas, equitativo. Él le proporcionaba cualquier sustancia que pudiera meterse en el cuerpo y, como recompensa, obtenía el cincuenta por ciento de todo lo que saliera de su cabeza.
LaFayette Johnson se guardó el paquete en el bolsillo del chándal y avanzó junto a los edificios de ladrillo visto hasta doblar a la derecha en Water Street.
Ese tramo del puente de Brooklyn estaba iluminado por el sol, pero la luz aún no había ido a rescatar de las sombras a Water Street. Sobre el puente se veían muchos coches y ya se oían los ruidos del tráfico matinal, aunque todavía no rompían el silencio de la calle.
A sus espaldas se extendía el South Street Seaport District, completamente reestructurado y lleno de tiendas y reclamos para los turistas, como el viejo mercado de pescado y el Pier 17 que se asomaba a las aguas del East River.
Siempre había encontrado algo extraño en aquella metrópolis, desde el día que llegó. Aunque Manhattan fuera una isla y Nueva York se levantara sobre la costa, resultaba difícil verla como una ciudad marítima. El océano se volvía río y el río se confundía con el océano en una continua guerra de guerrillas, como si el mar, el verdadero, desdeñara ese rincón del mundo y apenas hiciera llegar allí sus desechos. Solo las gaviotas parecían las depositarias de ese límite en continuo conflicto. De vez en cuando, hasta en Harlem era posible encontrar alguna que iba a disputar la comida a las palomas, pero nada más.
Se volvió a mirar su flamante coche nuevo, y sonrió. Pensó en los kilómetros que había conseguido poner entre él y los harapos de su infancia. Ahora, al cabo de mucho tiempo, podía al fin permitirse todos los juguetes que habría debido tener de niño.
El recuerdo, en su cabeza, estaba envuelto en humo, como si una parte de él hiciera lo imposible por borrarlo definitivamente de la memoria. Tenía dieciséis años cuando huyó del pequeño pueblo de Luisiana en el que había nacido, un lugar perdido donde la espera parecía formar parte del ADN de los habitantes. Estaban todos tan ocupados en dormitar que no lograban siquiera dormir como es debido. Solo esperaban. El verano, el invierno, la lluvia, el sol, el paso del tren, la llegada del autobús. Esperaban lo que no llegaría jamás: la vida. Three Farmers, unas cuantas casas decrépitas alrededor de una encrucijada, donde el único producto digno de mención eran los mosquitos, y la única aspiración de la gente del lugar era conseguir una jarra de limonada fresca. Acudió a su mente una frase que había oído en una película, de la cual se había apropiado: «Si fuera Dios y quisiera aplicarle una lavativa al mundo, le metería el tubo en Three Farmers…».
Recordó a su madre, envejecida antes de tiempo e impregnada del fuerte olor de la cocina cajun, con sus medias llenas de carreras, y recordó a su padre, para quien la familia solo era un lugar en el que desahogar las frustraciones y la rabia cuando había bebido demasiado. LaFayette Johnson se hartó de comer patatas y de recibir golpes; una noche en que su padre volvió a intentar levantarle la mano, le rompió los dientes con un viejo bate de béisbol y se marchó, tras robar todo el dinero que encontró en aquella hedionda pocilga que nunca había conseguido llamar «casa».
Adiós, Luisiana.
Había sido un viaje lento y largo, pero al final del camino le esperaba Nueva York.
Si hubiera obtenido la licencia se habría convertido en uno de tantos taxistas de paso por la ciudad, entre indios, paquistaníes y etnias varias. Se vio obligado a ganarse la vida, pero también él tropezó con su mina de oro. Encontró trabajo de recadero en una galería de arte de la zona de Chelsea, dirigida por un marchante llamado Jeffrey McEwan, un tipo maduro, esnob y algo afeminado, que se vestía siempre a la inglesa. Cuando le conoció, LaFayette logró a duras penas sofocar una carcajada mientras se preguntaba si aquel hombre usaba el papel higiénico como fular cada vez que iba a cagar.
La sonrisa de LaFayette Johnson se convirtió en una mueca de conmiseración mientras se dirigía, con los bolsillos llenos de droga, hacia la casa de Jerry Kho.
«Joder, qué hipócrita de mierda eras, Jeffrey McEwan.»
Aunque estaba casado, ese marica de Jeff tenía un culo en el que habría cabido un tren eléctrico, y una piel tan blanca y flácida que siempre que la tocó se estremeció de asco. Pero era rico y le gustaban los chicos guapos, jóvenes y de piel oscura. A LaFayette le gustaban las mujeres, pero poseía todos los requisitos que interesaban a su vicioso empleador. Supo enseguida que aquello podía significar un giro decisivo en su vida. Tenía una oportunidad al alcance de su mano, y debía estar atento para no desperdiciarla. Inició un juego de miradas y silencios; daba un paso adelante y retrocedía con astucia cuando parecía que podía ocurrir algo. Al cabo de unos meses, el viejo Jeffrey McEwan estaba a punto. El golpe de gracia se lo asestó LaFayette cuando, por casualidad, se dejó sorprender desnudo bajo la ducha en el cuarto de baño de la galería. El viejo maricón se volvió literalmente loco. Cayó de rodillas ante él, se abrazó a sus piernas y llorando le declaró su amor y masculló mil promesas y juramentos.
LaFayette le levantó la cabeza, le metió la polla en la boca y después le dio violentamente por el culo, obligándole a doblarse sobre el lavabo; lo mantuvo apretado con una mano sobre la espalda y le tiró de los pelos finos y rojizos con la otra para obligarle a mirar la imagen de ambos en el espejo.
El viejo McEwan, indiferente a las posibles consecuencias, dejó a su mujer y fueron a vivir en el mismo apartamento. Se hicieron socios y empezaron a trabajar juntos, al menos hasta el momento en que Jeff abandonó la escena a lo grande, tras sufrir un infarto en el vernissage de un pintor bastante cotizado, al cual representaban en exclusiva.
Por desgracia para LaFayette, el maldito marica nunca se había divorciado, y la gilipollas de la mujer se quedó con todo lo que Jeff no le había dejado expresamente en herencia a él, lo que llegaba casi al cincuenta por ciento.
Pero a fin de cuentas, no le había ido mal.
Había otra cosa que Jeff había dejado en herencia y que en su trabajo valía más que todo el dinero del mundo: le había enseñado el valor de la cultura. LaFayette Johnson se dio cuenta de que el conocimiento era su herramienta de trabajo, y se dedicó a ello. Cuando la mujer de su amante le echó de la galería de Chelsea, ya se hallaba en condiciones de arreglárselas por su cuenta. Siguió la corriente que poco a poco desplazaba el centro de interés por el arte figurativo al barrio del Soho. Adquirió un gran local en la segunda planta de un elegante edificio en proceso de rehabilitación en Greene Street, una calle pequeña y empedrada que casi hacía esquina con Spring. Abrió la L &J Gallery con el firme propósito de ser solo socio de sí mismo. Al final, apenas le quedó el pequeño piso en el que vivía y el loft en la séptima planta de Water Street donde había instalado a Jerry.