La agente supo que cualquier ayuda era inútil. Vio que los latidos rápidos y fragmentados del corazón se volvían más lentos, se debilitaban y desaparecían. Un instante después tenía bajo los dedos la carne tibia de un cuerpo donde la sangre ya no correría.
Serena Hitchin, como cada vez que se veía obligada a presenciar una vida que se extinguía, experimentó una sensación de pérdida que sabía que los años de servicio no conseguirían atenuar. Levantó una mano, cerró los ojos del muerto y rogó que alguna de las plegarias que se elevaban en aquel momento en algún lugar tuvieran suficiente fuerza para acompañar el alma de aquel desdichado.
34
La verdadera lucha era contra el tiempo, como siempre.
Sentado en el asiento del pasajero de un coche que recorría las calles de Nueva York con la luz giratoria encendida, Jordan miraba hacia delante, mientras veía desfilar las luces y las sombras a su lado como si fueran ellas las que se movían y no el coche. Tenía la sensación de estar en uno de esos primitivos efectos especiales que utilizó Mack Sennett para dar sensación de movimiento en la época del cine mudo, cuando las personas y los objetos se quedaban quietos y detrás de ellos corría un enorme cilindro con un paisaje dibujado.
Y quizá fuera así en realidad.
Todos los que estaban envueltos en aquella historia creían ir hacia delante, mientras que era el mundo el que corría rápidamente junto a ellos, falso y engañoso, como si se burlara de su incapacidad para moverse.
Burroni conducía muy concentrado; los reflejos de la calle en su rostro deformaban por momentos sus facciones con una alternancia de claro y oscuro, que hizo pensar a Jordan en una persona en continua mutación, aunque sabía que en su interior había un solo estado de ánimo: la seguridad de haber fracasado.
En el asiento de atrás iba Maureen Martini, silenciosa y sola. Jordan admiraba la entereza de aquella mujer, dividida entre la realidad de lo tangible y algo que no tenía ninguna explicación racional. Y no había ningún motivo para pensar que pudiera tenerla en el futuro. Pocas personas habrían sabido aceptar lo que le estaba sucediendo a ella solo con el apoyo de su inquebrantable certeza de no estar loca.
Gracias a ella habían identificado a Snoopy. Cuando lo hicieron, todos tenían demasiada prisa y demasiada vergüenza para detenerse a reflexionar acerca del cómo. Llamaron a casa de Alistair Campbell pero no respondió nadie. Y el móvil registrado a su nombre estaba apagado. Buscando en internet encontraron el nombre de su agente literario. Se comunicaron con Ray Midgala, que los puso al corriente de la última llamada telefónica de Campbell, que hacía poco había llegado al JFK e iba hacia su casa. Avisaron a Burroni y poco después él y Maureen se dirigieron, en el coche de policía que estaba apostado permanentemente en Gracie Mansion, hacia la dirección que les había dado Migdala.
Durante el trayecto llegó la noticia.
La radio del vehículo comenzó a chasquear y el agente que conducía sacó el receptor del soporte.
– Agente Lowell.
– Habla el detective Burroni. ¿Jordan Marsalis está contigo?
Por una vez, la voz salió extrañamente clara por los altavoces. Y Jordan supo, por el tono, que serían malas noticias. Cogió el micrófono que le tendía el policía.
– Soy yo, James. Dime.
– Acabo de llegar al lugar y he encontrado una patrulla. Estaban aquí porque un tío que tiene una sastrería frente a la casa de la persona en cuestión denunció al 911 que había presenciado un secuestro.
Jordan experimentó una sensación gélida, como si la temperatura del coche en el que viajaba hubiera bajado de golpe por debajo de cero. No consideró oportuno proseguir la conversación por radio.
– Llego en dos minutos. Hablaremos allí.
Cuando poco después llegaron a la esquina de Bedford y Commerce, delante de la casa de Alistair Campbell había aparcados un coche patrulla y el vehículo de servicio de Burroni. El detective estaba en la acera, con un sujeto de cierta edad, alto y moreno, mestizo y vestido de un modo que recordaba al Londres de Carnaby Street en la década de los setenta.
Bajaron del coche justo frente a ellos. Burroni miró sorprendido a Maureen, y luego a Jordan con expresión interrogativa.
– No hay problema, James. Es Maureen Martini, comisario de la policía italiana. Después te cuento.
Casi en el mismo momento, Jordan se preguntó perplejo qué le contaría después. Burroni no respondió. Hizo una simple seña con la cabeza en dirección a la mujer y se volvió otra vez hacia la persona que tenía delante.
– Señor Sylva, repita lo que ha visto, por favor.
El hombre inició su relato aderezado con un acento sudamericano que Maureen identificó como portugués. Indicó con la mano el escaparate iluminado que se veía a sus espaldas.
– Yo estaba en mi tienda, trabajando. Se detuvo un taxi y bajó Alis.
– ¿Por «Alis» quiere decir Alistair Campbell?
– Sí. Lo conozco desde hace años y los amigos lo llaman así.
– Continúe.
– Pagó la carrera y fue hacia la puerta de entrada. Detrás de él llegó un coche y ese fulano abrió la puerta…
Burroni lo interrumpió y lanzó una mirada significativa a Jordan.
– Describa cómo era.
Incluso antes de que el señor Sylva hablara, Jordan sabía qué iba a decir.
– No le vi la cara porque llevaba un chándal de felpa con la capucha puesta, pero puedo decir que era algo más alto de lo normal y que cojeaba un poco de la pierna derecha.
– Y después ¿qué sucedió?
– Bajó del coche, se acercó a Alis por detrás y lo agredió. Le puso un brazo alrededor del cuello, como para estrangularlo, y él debió de desmayarse, porque el otro lo sujetó y lo metió en el coche, en el asiento de atrás. Luego volvió a sentarse al volante y arrancó.
– ¿No cogió el número de la matrícula?
– No tuve tiempo. Como ve usted, no hay mucha luz, y él arrancó con los faros apagados. Pero recuerdo bien el coche. Era un Dodge Nova muy estropeado, de un color indefinible. Tenía la carrocería llena de manchas de masilla.
El final de la declaración significó para Jordan, Maureen y Burroni el silencio que marca el fin de toda esperanza. Se quedaron de nuevo sin palabras y sin gestos, con el único recurso de emitir un aviso por radio para encontrar el coche del secuestrador.
Y eso hicieron.
Pocos minutos después llegó el aviso de una patrulla, en Williamsburg: habían encontrado a Alistair Campbell.
Estaba muerto.
Jordan se agarró al tirador de la puerta mientras el coche doblaba a la izquierda para coger la avenida Kent y dirigirse hacia las luces intermitentes que se divisaban del otro lado de la línea de vallas. Siguiendo las instrucciones, se habían bloqueado todas las posibles vías de acceso a la calle. Encima de sus cabezas oyeron el ruido de las aspas de un helicóptero, pero no consiguieron distinguir si era de la policía o de algún canal de televisión.
Casi todas las casas que daban sobre la avenida Kent tenían las ventanas abiertas y estaban llenas de gente que se había asomado por la curiosidad que siempre provoca el espectáculo de la muerte. Jordan pensó con amargura que nunca le había parecido más pertinente la expresión «escena del crimen».
Cuando llegaron ante las vallas, un policía hizo una seña a dos de sus compañeros y levantaron las barreras lo necesario para dejar pasar el coche.
Avanzaron lentamente y se detuvieron detrás de un vehículo de la policía aparcado en medio de la calle. Un poco más adelante, tendida sobre el asfalto a la luz de los faroles, había una sábana blanca bajo la cual se adivinaba la silueta de un cuerpo humano.
A Maureen, la cruda luz de los faros y el reflejo azulado sobre la sábana le recordaron otros coches, otros faros, otra escena, ocurrida a miles de kilómetros de distancia pero muy viva en su cabeza.