Выбрать главу

– Sí, murmuró unas palabras.

Jordan vio cómo se encendía la luz azul de una pequeña esperanza.

– ¿Qué dijo?

– Pronunció un nombre. Julius Whong.

– ¿Solo eso? ¿Nada más?

La mujer parecía incómoda. Lanzó una rápida mirada a sus colegas, como si lo que estaba a punto de decir pudiera ser motivo de burla en el futuro.

– Bueno, tal vez oí mal, porque no tiene mucho sentido.

– Agente, deje que eso lo juzguemos nosotros. Limítese a decir lo que oyó.

– Antes de morir, Alistair Campbell dijo algo más…

La mujer hizo una pausa. Su voz cayó en el silencio de la espera con el estruendo de unos fuegos artificiales.

– Después de ese nombre pronunció las palabras «Pig Pen».

35

Ahora el tiempo era de nuevo un adversario que había que vencer.

El coche de Burroni se convirtió por enésima vez en una señal luminosa que se movía frenéticamente por las calles de Nueva York. En ese momento solo podían correr y tratar de hacerse oír en el ruido ensordecedor de aquel caos. La revelación de la agente Hitchin sobre las últimas palabras de Alistair Campbell había abierto de un empujón una puerta que parecía ya cerrada y atrancada. Sin embargo, aunque sabían perfectamente quién era Julius Whong, no sabían por qué Julius Whong era Pig Pen.

Y ahora se dirigían a su casa para descubrirlo.

A pesar del ruido de las sirenas, Jordan pudo oír el sonido del móvil en el bolsillo.

– Jo, habla Chris. ¿Alguna novedad?

– Sí, y no es buena. Alistair Campbell está muerto.

Un instante de silencio durante el cual a Jordan le pareció oír el soplo sofocado y enfurecido de un juramento.

– ¿El mismo sujeto?

– Parece que sí, pero esta vez a nuestro hombre algo le ha salido mal. Por algún motivo que ignoramos, Campbell logró escapar. Debía de sufrir del corazón, porque la emoción le provocó un ataque que resultó fatal. Pero antes de morir tuvo tiempo de darnos una pista.

– ¿Cuál?

– Por sus últimas palabras podemos deducir que la próxima víctima será Julius Whong. Ahora vamos hacia su casa.

– ¿Julius Whong? Santo cielo, Jordan. Pero ¿sabes quién es su padre?

– Pues claro que lo sé. Y también sé quién es él.

Al otro lado hubo un breve instante de reflexión. Un rápido análisis de los hechos y luego el alcalde de Nueva York no tuvo más remedio que aceptar la situación.

– Está bien. Pero ándate con cuidado. Y deja que Burroni dé la cara.

– Recibido. Te mantendré al corriente.

Jordan cerró el teléfono y volvió a guardárselo en el bolsillo.

La preocupación de Christopher era más que justificada. Por algo le había advertido que estuviera detrás de Burroni. Su temor era que, al no tener Jordan un cargo oficial, cualquier cosa que sucediera pudiera invalidarse por error de procedimiento.

Julius Whong era el único hijo de Cesar Whong, y ello hacía oficialmente de él un representante de la jet set neoyorquina. Pero, en realidad el joven era un vicioso psicópata al que solo el dinero, el poder de su padre y un montón de abogados muy caros habían salvado más de una vez de ir a la cárcel. Entre otras cosas, un par de chicas lo denunciaron por estupro y lesiones, denuncias que se retiraron de inmediato tras la intervención de misteriosos elementos que probablemente llevarían hasta el señor Whong padre.

Dinero, amenazas o lo que fuera.

La apariencia de Cesar Whong era la de un acaudalado hombre de negocios vinculado con diversos sectores de la economía, con intereses en el comercio mayorista y en la especulación del suelo. En realidad, aunque nunca nadie había conseguido probarlo, estaba metido en asuntos mucho menos edificantes, como las drogas y el tráfico de armas. Empezó a amasar su inmensa fortuna cuando todavía era un joven con mucha fantasía y pocos escrúpulos: ideó una brillante estratagema para lavar el dinero a través de las tiendas chinas de Canal Street. A continuación la aumentó con procedimientos similares, hasta alcanzar una posición de poder absoluto. Cesar Whong tenía unas tapaderas perfectas y se decía que tenía «en plantilla» a diversos senadores. Sin embargo, por el momento todo eran conjeturas; lo único cierto era que no se trataba del sujeto más adecuado para meterse en su camino. Y que, si algo le ocurría a su hijo, el responsable lo pagaría muy caro.

Las palabras de Christopher confirmaban plenamente esta teoría.

El coche de Burroni se detuvo ante una construcción de tres plantas de la zona Oeste de la calle Catorce, en pleno Meat Market District. El vehículo de Lukas First y Serena Hitchin se detuvo junto al de ellos, seguido de inmediato por el de los otros dos agentes a los que habían encontrado en Williamsburg.

El Meat Market debía su nombre a que hasta hacía poco allí se encontraban los almacenes de los mayoristas de carne que abastecían a toda la ciudad. Ahora era un barrio en vías de reestructuración y en plena revalorización. Muestra de ello era que al otro lado de Jackson Square se alzaban dos edificios envueltos en andamios dominados por el brazo de una grúa, que resultaban inquietantes bajo el reflejo de las luces de la ciudad.

La necesidad de aire libre de Nueva York se expandía como una mancha de aceite, y las clases medias acomodadas se desplazaban cada vez más hacia la periferia. La pobreza, eterna rival de la codicia, era, lenta pero inexorablemente, rechazada y empujada hacia el mar.

En ese tramo de calle el contraste entre el ser y el deseo de mostrarse era aún más evidente. En un lado estaban los almacenes de carne con las persianas metálicas abiertas. A esa hora había varios camiones aparcados, con las enormes puertas posteriores abiertas y las rampas de descarga; los hombres acarreaban cuartos de res enganchados con garfios de metal en cintas transportadoras que los llevaban hasta el interior.

Había una fascinación caníbal en aquel espectáculo, un rito de sangre y lascivia, reflejos de antorchas sobre las paredes, Vulcano y sus ayudantes en las profundidades de la tierra obligados a alimentarse mientras forjaban las armas de Aquiles destinadas a derramar nueva sangre.

Enfrente, a pocas decenas de metros, cerca de los edificios remodelados, las tiendas de Stella McCartney, Boss y otros estilistas famosos, con los escaparates apagados, impacientes por que terminara ese comercio de carne ante sus ojos cerrados y poder volver a abrirlos, al día siguiente, a la misma realidad pero con una apariencia diferente.

Sin embargo, en aquel momento Maureen, Jordan y Burroni, impulsados por el ansia, no tenían tiempo para fijarse en lo que los rodeaba. Bajaron del coche como si de pronto estuviera lleno de gas nervioso.

Se acercaron a la pared de la derecha, donde estaba el portero automático. Tras una rápida ojeada, Jordan pulsó la tecla en la que había una J.

No respondió nadie.

Jordan volvió a tocar, pero el portero automático permaneció ciego y mudo. Probó otra vez, pulsando más tiempo la tecla. Al fin llegó a sus oídos el melodioso sonido del micrófono, seguido de una voz grosera.

– ¿Quién es?

Burroni acercó la identificación a la cámara y luego se situó de forma que quedara encuadrado con la mayor claridad posible.

– Policía. Detective Burroni. ¿Es usted Julius Whong?

– Sí. ¿Qué coño quiere?

– Si nos permite entrar se lo explicaremos.

– ¿Tiene una orden?

– No.

– Entonces váyase a tomar por culo.

La mandíbula de Burroni se tensó. Jordan sabía que de buena gana estamparía un puñetazo en la boca de la que salía esa voz insolente. Sin embargo, consiguió hablar con una calma que sin duda no sentía.

– Señor Whong, no hace falta una orden. No hemos venido a arrestarlo ni a hacer un registro.

– Entonces repito la pregunta, por si tiene las orejas llenas de cera. ¿Qué coño quiere?

Jordan apartó con delicadeza a Burroni y se puso ante el ojo frío del vídeo.