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… y entonces ya no hay anhelo o gloria

que puédase beber ni masticar,

ni piedra de molino de viento

que esa roca en el alma pueda triturar.

En esa música dulce y en el significado de su letra continuaba moviéndose la imagen de Jordan abrazado a aquella mujer, compartiendo un momento, uno de esos en que dos personas se vuelven una sola. Y con la mofa con la que el destino juega a veces con las vivencias humanas, justo delante de esa casa…

Cuando salió de la discoteca junto con un grupo de personas que para ella no representaban nada, para dirigirse a otro lugar que tampoco le interesaba, fue con paso ligero hacia el coche aparcado tratando de hacerse la ilusión de que el mundo le sonreía, que todo lo que había alrededor era suyo y podía poseerlo sin esfuerzo.

Entonces los vio, y aquella imagen definió en un segundo y para siempre el concepto de normalidad.

Aquella.

Un hombre nacido como tal que abrazaba a una mujer nacida como tal.

No había caminos intermedios ni arreglos posibles, sino los caminos oblicuos que en verdad no pertenecían a nadie. Los machos eligen siempre a hembras de su especie. Es el instinto el que los guía. En el caso de los hombres, también influía la razón, que alzaba muros, y para burlarse de ellos los construía de cristal. A veces era posible encontrar pequeñas zonas de sombra, que sin embargo no eran un verdadero refugio del sol sino solo una condena para quien está obligado a esconderse durante toda la vida.

Se apartó del espejo sin mirar su rostro, para no tener que ver también allí lo que tenía dentro. Abrió la ducha e hizo correr el agua. Enseguida se metió bajo el chorro, sin esperar a que se calentara, para ocultar sus lágrimas entre millones de otras gotas tan frías e iguales que no podrían distinguirse.

Esta vez no era el mundo el que la había rechazado, sino ella.

Se había enamorado de Jordan en un instante, quizá en el mismo momento en que apareció de repente con la nariz sangrando en la puerta del cuarto de baño y con sus increíbles ojos azules abiertos de estupor la sorprendió desnuda.

«Desnudo», se dijo con rabia, para recordarse su identidad y lo que representaba en la vida de los comunes mortales. Una elegante y hermosa broma de la naturaleza, que no repara en gastos cuando escenifica sus ficciones. Y luego rió con la incomodidad de un ser humano que se encuentra frente a la improbable situación de tener que elegir entre el baño de hombres y el de mujeres.

Ofreció a Jordan seguir viviendo en su casa. Lo hizo sin pensar, con el único deseo de estar cerca de él, aunque sabía que era un error. E hizo aquello otro, escondiéndose tras todas las coartadas con que logró justificar su decisión, aunque en el fondo sabía que también esa era una elección equivocada.

Recordó la determinación del primer momento, recién llegada a Nueva York, el almuerzo ritual con ostras y champán, cuando la importunó aquel hombre estúpido llamado Harry, y ella lo trató como había decidido que trataría a todo el mundo a partir de entonces. Cuando se marchó veía ante sí una tierra de conquista en todo su esplendor, pero ahora llegaba a la triste conclusión de que en realidad no había nada que valiera la pena conquistar. Había sucedido hacía pocos días, aunque le parecían años.

Durante toda la vida no había pedido otra cosa que esconderse, andar junto a la pared, sin ningún deseo de conquistar el centro de la calle. Lo había querido con todas sus fuerzas, al igual que había deseado encontrar a una persona amable, que la quisiera y la aceptara tal como era. Buscaba lo mismo que los demás: unas pocas certezas y alguna razonable y modesta ilusión.

Lo había soñado y había intentado ganárselo, pero no le estaba permitido.

Debido a su aspecto físico, todos los hombres que conocía la cortejaban, pero cuando descubrían quién y qué era, los rostros sonrientes que avanzaban hacia ella se transformaban en espaldas y nucas de personas que se alejaban.

Salvo cuando telefoneaban a las dos de la madrugada para decirle, con la boca pastosa por el alcohol, que por casualidad pasaban por allí cerca y se preguntaban si podían salir a tomar algo, con la promesa de que no se arrepentiría.

Así supo Lysa que la gente, cuando se olvidaba de las convenciones, deseaba a aquellos o aquellas como él. A escondidas, en secreto, pero los buscaba. Había una multitud de apasionados, por no definirlos como desviados, que solo pedían pasar unas horas, bien retribuidas eso sí, con mujeres como ella, para después volver a la docilidad de la vida normal, con una mujer por esposa, machos por hijos y hembras por hijas.

Y otra vez seguía su camino, apretando los dientes y conteniendo las lágrimas, a veces reteniéndolas a la fuerza en la garganta con la ayuda de la ironía.

Luego, un día recibió un sobre. Y en el interior había aquella propuesta misteriosa, loca y perversa, decisiva y ofensiva. Pero retribuida de forma increíblemente irresistible…

Y así, se dio por vencida.

Se dijo que si eso era lo que querían de ella lo tendrían. Cien mil dólares podían ser un buen comienzo, un precio razonable para adquirir una conciencia además de un cuerpo.

Dos por el precio de uno.

Pero entre ella y su discutible objetivo, que a partir de cierto momento decidió no discutir más, apareció Jordan. Sintió que día tras día se acercaba a ella cada vez más, atraído a pesar suyo a esa eterna danza entre la llama y la mariposa. Luego, en el restaurante sobre el río, tras un viaje en que él, ella y la moto habían corrido a toda velocidad a través de un tiempo que parecía inmóvil, le dijo aquellas hermosas palabras. Mientras hablaba, Lysa vio que él cedía pero no que aceptara.

Y la vacilación de Jordan, en lugar de ternura, se convirtió para ella en una apariencia forzada. Se endureció y se ocultó y, como siempre, huyó. Lo alejó por el temor a una nueva ilusión, a un fracaso que resultaría mucho más doloroso por lo que ella sentía por aquel hombre, algo que no había experimentado nunca con semejante fuerza y violencia.

Y ahora estaba sola de nuevo, sin otra compañía que la vergüenza.

Cerró el grifo y se estiró para coger el albornoz. Se lo puso y comenzó a secarse el pelo con la capucha mientras ponía los pies sobre la toalla del suelo. El espejo estaba cubierto de vapor, y su imagen era solo un movimiento indistinto y amorfo detrás de una cortina de humo inmóvil.

Así permaneció también ella durante un momento, inmóvil, sin decidir si secar el espejo y buscarse de nuevo bajo ese velo de agua.

Luego volvió la cabeza y terminó de secarse. Descalza, salió del cuarto de baño y fue al dormitorio. Se vistió rápidamente, con unos vaqueros y una camiseta cómoda, se puso un par de zapatillas de deporte y fue a abrir el armario de la pared. Sacó la maleta más grande que tenía y la arrojó sobre la cama. Cogió la ropa colgada en las perchas y la dejó al lado de la gran maleta negra con ruedas. Empezó a colocar las prendas en el interior, rápidamente pero con precisión.

Lysa era muy buena haciendo maletas.

Era algo que había hecho demasiadas veces como para no saber hacerlo bien.

Se quedó todo el día en casa, tendida sobre la cama, escuchando el sonido de los pasos en la planta de arriba, levantándose solo cuando tenía necesidad de ir a un cuarto de baño que, una vez más, no le imponía una elección.

Ahora, en el exterior, las sombras de la noche trepaban por los edificios. Dentro de un rato llegarían sus rivales, las luces de Nueva York, desde lo alto de los rascacielos, hasta que al día siguiente el sol las expulsara hacia los aparcamientos subterráneos, los sótanos y los subsuelos.

Lysa había decidido que ya no estaría allí para ver ese espectáculo.

Cogió de la mesita de noche el mando a distancia y lo apuntó hacia el televisor. Lo encendió y sintonizó el canal NYl, para tener algo de compañía mientras hacía las maletas. Apareció en la pantalla la imagen de un estudio de televisión con un decorado de noticiario y dos presentadores, un hombre y una mujer que Lysa no conocía, sentados tras un escritorio.