Sin pensar, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
Le desabrochó el casco y, cuando se lo quitó, no le sorprendió mucho descubrir los ojos muy abiertos de Lord, vueltos hacia arriba, fijos en un cielo oscuro como el lugar donde quizá estaba ya. En cuanto salió del casco, la cabeza se abrió, como si una parte de los huesos, bajo la piel, se hubiera soltado y resbalado hacia abajo. Jordan sabía que era el efecto del casco, que había contenido las fracturas del cráneo hasta el momento en que se lo quitó. Le dieron ganas de patear aquella cara, para completar lo que Lord se había buscado merecidamente.
«Maldito capullo hijoputa de mierda.»
Se lo había prometido y lo había hecho.
Y por culpa de la pésima puntería de su cómplice, Lysa había recibido el balazo dirigido a él.
Mientras esperaban los refuerzos que habían pedido por radio, Jordan contó lo sucedido a Rodríguez y a su compañero. Poco después de la llegada de los buzos, sacaron del mar el cadáver del acompañante. Lo encontraron enseguida, bajo el parapeto, inmovilizado por el peso del casco, que se había llenado de agua. Emergió empapado y desarticulado; la espalda rota le daba el aspecto de un muñeco de trapo que un niño hubiera dejado con descuido caer al mar.
En cuanto a Lord, la última imagen que tuvo de él fue su rostro que desaparecía bajo la cremallera de una bolsa de plástico negra mientras lo introducían en la ambulancia. Los ojos estaban muy abiertos; ningún agente se había tomado la molestia de cerrárselos. Jordan deseó que nadie lo hiciera, para que ese cabrón siguiera mirando la tapa de su ataúd durante toda la eternidad.
39
Sentado en una silla mullida en una sala de hospital, Jordan esperaba.
Hacía un rato, tras parar la Ducati frente a un cartel rojo que indicaba la entrada de ambulancias, se había encontrado bajo una insignia blanca, azul y oro que recordaba a los transeúntes que se encontraban frente al Saint Vincent Catholic Medical Center.
Hizo una mueca de desaliento.
En el mismo lugar coincidían la impotencia de los seres humanos y el poder de Dios.
Pensó en Cesar Whong y en Christopher Marsalis, dos hombres muy ricos y muy influyentes que, pese a todo, no habían conseguido evitar que sus hijos mataran o fueran asesinados.
Y en cuanto al poder de Dios…
A pocos metros del Saint Vincent, colgadas en la alambrada de un aparcamiento abandonado, había cientos de pequeñas placas de colores hechas por los niños de las escuelas primarias en recuerdo de las víctimas del 11 de septiembre.
Ante semejantes testimonios le resultaba difícil creer en la existencia de un Dios infinitamente bueno, que amaba a los seres humanos como a sus hijos. ¿Cuántas personas se habían encontrado en una sala de espera de aquel edificio de ladrillos oscuros, rezando con toda su fe por la suerte de un ser querido, y habían recibido como respuesta a sus plegarias a un médico que salía del quirófano meneando la cabeza?
Jordan aparcó la moto en la calle, pese a estar casi seguro de que cuando fuera a buscarla no la encontraría. Una vez en la entrada, la puerta automática de cristal se abrió y Jordan la cruzó mientras se quitaba el casco; volvía a ofrecer su rostro a la mirada de la gente, sin preocuparse ya por los dioses, cualesquiera que fuesen.
Pasó por su lado una monja, dando pequeños pasos, blanca como las paredes, venida de quién sabía dónde, perdida en su humanidad en busca de la santidad.
La siguió con la mirada mientras trataba de orientarse; cuando la figura inmaculada salió de su campo visual, vio sentada en un sillón a su derecha a Annette, todavía vestida con el uniforme del restaurante.
La camarera se levantó, se acercó y respondió a la pregunta muda que Jordan llevaba escrita en los ojos.
– Todavía nada.
Jordan se obligó a creer en la filosofía fácil de «si no hay noticias, buenas noticias».
– Gracias, Annette. Ya puedes irte; ahora me quedo yo.
La mujer le indicó con un gesto tímido la recepción, donde había una empleada con un traje sastre azul sentada tras el mostrador y con el monitor de un ordenador a un lado.
– Creo que hay algunos trámites burocráticos que cumplir. Me han preguntado cosas que no sabía.
– Tranquila, yo me encargo.
Jordan bajó el tono de voz e hizo la pregunta sin mirarla a los ojos, no por temor sino para permitirle reaccionar como mejor le pareciera.
– ¿Te han dicho que es un hombre?
Las palabras y el titubeo de Jordan no hicieron ningún efecto en el rostro de Annette, que era el de alguien que ya no se asombra de nada.
– No, no me han dicho nada. Pero si es así, puedo decirte que como hombre es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
Luego se metió una mano en el bolsillo del delantal y le devolvió el teléfono.
– ¿Los has cogido, al menos? A los que os dispararon, me refiero.
– Sí. Y puedo asegurarte que ya no dispararán a nadie.
– Amén -fue el lacónico comentario de Annette.
Hubo un breve momento de silencio, que Annette resolvió levantando un brazo para mirar el reloj.
– Bien, creo que ya es hora de que me marche.
Jordan sacó dinero.
– Annette, permíteme por lo menos pagarte el taxi.
Ella le apartó el brazo con una mano.
– Jordan, ni que tuviera que ir a pie de aquí a Brooklyn. Creo que puedo coger el metro, como siempre.
Se dirigió hacia la puerta, pero lo pensó mejor. Se volvió con una sonrisa maliciosa; era la primera vez que Jordan le veía esa expresión. Se le acercó.
– De todas formas, si quieres darme las gracias podrías llevarme un día a dar una vuelta en tu preciosa moto.
Jordan le respondió con otra sonrisa, apenas esbozada pero teñida de sorpresa. Annette hizo un gesto muy elocuente con la mano.
– Ay, hombres…
Reforzó su comentario meneando la cabeza con ironía, desarmada ante la sorpresa de él.
– Querido, a mi edad yo ya estoy fuera de juego, pero justamente por eso permíteme decirte una cosa. Aunque sospecho que lo sabes de sobra…
– ¿Qué?
– También tú, como hombre, eres uno de los más guapos que he visto en mi vida. Suerte para ti y para esa pobre chica.
Sin añadir nada más, dio media vuelta y se marchó. Jordan se quedó mirándola hasta que la puerta se cerró tras ella.
Poco después fue a la recepción. Dio a la empleada -una mujer de cierta edad, amable y elegante, que la identificación que llevaba en la chaqueta oscura definía como la señora Francisca Jarid- los datos generales de Lysa, de los cuales Annette no sabía nada. Aunque estaba al tanto de la confusión entre el aspecto físico y los datos personales de Alexander Guerrero, la mujer no dio muestras de que le importara demasiado.
Jordan ignoraba si Lysa tenía algún servicio médico privado. Por el momento dejó en la administración su tarjeta de crédito, con la promesa de ir a buscar el carnet al día siguiente a su apartamento.
La amable Francisca Jarid miró un momento la tarjeta; después le miró la cara y le indicó la fila de sillones situados a su izquierda, una zona que estaba desierta a aquella hora. Le indicó que tomara asiento allí y aguardara, y le aseguró que le avisarían en cuanto hubiera alguna novedad.
Eso había hecho, y aún seguía esperando.
En ese momento, la tempestad que estaba atravesando en una cáscara de nuez se hallaba tan lejos de él como la estrella más alejada de la tierra. Jordan solo tenía en la mente los ojos extraviados de Lysa tendida en el asfalto y la sorpresa y el miedo que expresaron mientras buscaba los suyos.