Echó una mirada a su alrededor; no faltaba el leve olor a desinfectante que hay en todos los hospitales. Imaginó la llegada de la ambulancia, el suero que terminaba en una aguja introducida en una vena, la prisa eficiente de los enfermeros, la carrera de una camilla que transportaba a Lysa, que, si aún estaba consciente, vería con los ojos semicerrados cómo salían y se ponían uno tras otro los pequeños soles de las luces del techo.
Se dio cuenta de que no habían hablado nunca. La única vez que lo habían hecho solo se habían contado fragmentos suavizados de sí mismos: él estaba demasiado metido en su caso de asesinato, y ella, demasiado inexpugnable en su táctica de guerrilla, que la llevaba a mostrarse solo de vez en cuando y a esconderse la mayor parte del tiempo.
Nunca habían conversado sobre un libro ni comentado una comedia al salir del teatro, nunca habían escuchado música, salvo la que imponía el inquilino del piso de abajo, que últimamente estaba obsesionado con su homenaje personal a Connor Slave.
«Te deseo mucho más que a aquel coche.»
Esas palabras que le dijo aquel día en el restaurante sobre el río la hicieron huir. Solo ahora Jordan comprendía que Lysa no escapaba de él, sino del miedo a lo que ella misma representaba.
En el pasillo de su derecha, borrosas por el vidrio esmerilado de las puertas, aparecieron dos siluetas vestidas de blanco. Salieron dos jóvenes enfermeras que decepcionaron el vuelco del corazón que había tenido Jordan. Pasaron ante él hacia el lado opuesto a la entrada, hablando de cosas de chicas, y se alejaron sin dejar de charlar. Jordan siguió esperando, sin tener ninguna curiosidad por saber qué había hecho la más alta con Robert aquel fin de semana y qué le había escrito en la tarjeta de cumpleaños.
Ese fragmento de conversación, por asociación de ideas, le hizo recordar algo.
Se pasó una mano por el pecho y oyó en el bolsillo de la camisa el crujido del sobre, el que había cogido de la chaqueta de Lord, sin ni siquiera saber por qué. Lo sacó y lo examinó. Era un simple sobre blanco sin nada escrito y, mientras lo tenía en la mano, en un primer momento tuvo la impresión de que estaba vacío.
Lo abrió y descubrió dentro un pequeño talón de papel de color. Lo sacó y se quedó mirando sorprendido una orden de pago por veinticinco mil dólares, emitida por el Chase Manhattan Bank, cortada más o menos por la mitad de un tijeretazo, en diagonal. El nombre del beneficiario no estaba completo, ya que una parte del nombre había quedado en la mitad que faltaba, pero bastaba para que Jordan dedujera su identidad.
… ay Lonard
DeRay Lonard, alias Lord, al que alguien, en aquel momento, estaba metiendo en el frigorífico de un depósito de cadáveres. Ese mierda era para Jordan el único posible motivo para creer en Dios o en el paraíso: la esperanza de que el Padre Eterno le hubiera reservado un lugar en primera fila para recibir los sufrimientos de su peor infierno.
Se quedó sentado en una silla, con los codos apoyados en las rodillas, mirando ese pedazo de papel de color que tenía entre los dedos, sin poder entender cómo y por qué.
En el limitado horizonte del suelo aparecieron dos fundas verdes de plástico, de las que se ponen los cirujanos sobre los zapatos en el quirófano.
– Disculpe, ¿es usted Jordan Marsalis?
Jordan levantó de golpe la cabeza y se encontró ante un médico que llevaba todavía el uniforme del quirófano. Era bastante joven, tenía un cuerpo menudo pero sus ojos oscuros transmitían eficiencia y tranquilidad. Jordan se puso de pie; aunque le superaba en estatura por una cabeza, tuvo la impresión de ser mucho más pequeño.
– Sí.
– Me llamo Melwyn Leko y soy el cirujano que acaba de operar a su amiga.
– ¿Cómo está?
– La bala ha entrado y salido sin dañar órganos vitales. Si cree usted en milagros, esta es la ocasión para reconocer uno. Ha perdido mucha sangre y habrá que mantenerla en observación antes de dar un pronóstico, pero la paciente tiene excelente salud y creo poder decirle con razonable certeza que se recuperará.
Jordan aspiró aire y alivio al mismo tiempo. Trató de disimular su impaciencia.
– ¿Puedo verla?
– Por el momento sería mejor que no. Está en postoperatorio y saliendo de la anestesia, pero creo que la tendremos en estado de narcosis farmacológica y en cuidados intensivos hasta mañana por la mañana.
Enseguida el médico dejó a un lado lo específicamente clínico y se convirtió en un hombre que intentaba tranquilizar a otro hombre, lo cual confirmó la impresión positiva que había causado en Jordan desde el primer momento.
– Créame, ahora no hay nada que pueda hacer aquí. Si quiere puede irse a casa. Quédese tranquillo; está en buenas manos.
Con una serie de movimientos de cabeza, Jordan dio a entender al doctor Leko que había comprendido y que confiaba en él.
Le tendió la mano y el médico se la estrechó.
– Gracias -dijo simplemente.
– Es mi trabajo -respondió el doctor Leko con igual sencillez.
El médico se alejó con las manos a la espalda. Jordan recogió el casco que había dejado sobre una silla junto a aquella otra, que quemaba, en la que había permanecido sentado hasta aquel momento. Llegó a la puerta automática y salió. En cuanto estuvo fuera, se encontró con el segundo pequeño milagro de la noche: su moto todavía seguía allí. Lo tomó como un buen augurio y, a la luz de las buenas noticias que acababa de darle Leko, se concedió una pequeña reflexión irónica.
Mientras se ponía el casco se preguntó con una sonrisa pícara quién habría resuelto el problema de dónde alojar a Lysa: en la sala de mujeres o en la de hombres.
40
Maureen se despertó con la sensación de estar más cansada que cuando se acostó. Pese a haber tomado un somnífero la noche anterior, había pasado una noche agitada, llena de sueños y angustia, sin tan siquiera el consuelo de saber con seguridad que las imágenes creadas en su subconsciente en esa fragmentada actividad onírica eran exclusivamente suyas.
«Ni siquiera soy dueña de mis propios sueños.»
Miró el reloj digital apoyado en la superficie de mármol gris de la mesita de noche. Los números rojos indicaban que era casi mediodía.
Apartó la sábana arrugada, se levantó de la cama, cogió las gafas oscuras y se las puso antes de abrir las pesadas cortinas que dejaban la habitación en penumbra. Corrió también las más ligeras y dejó entrar la luz del sol. Abajo se extendía Park Avenue, cubierta por el mosaico multicolor de los techos de los coches detenidos en un embotellamiento. Maureen sintió envidia por toda esa gente que conducía sus automóviles, andaba por las aceras, se desplazaba por la ciudad y que, al mover los ojos, se veía rodeada solo por las imágenes de un mundo que para ellos estaba allí y ahora; no había ningún mensaje de un lugar incomprensible y desconocido que solo para ella representaba otro momento y otro lugar.
Después del indiscutible descubrimiento de que los fragmentos que de vez en cuando veía pertenecieron a la vida de Gerald Marsalis, decidió, como si tuviera que pagar una deuda, ir a ver las obras de Jerry Kho en una muestra retrospectiva organizada en una galería del Soho. Paseó sola por las salas, con calma, extrañamente fría, sin experimentar la sensación de haberlas visto ya sino esperando de un momento a otro un nuevo episodio de
«¿de qué en realidad?, ¿qué nombre tiene esto que me está pasando?»
Pero no ocurrió nada. Mientras se paraba ante las manchas de colores de los cuadros, una sensación de inquietud se apoderó poco a poco de ella. En esas telas vio la muerte y la destrucción, las heridas de grandes desgarrones y el grito de dolor de una mente consumida por las pesadillas, como el cuerpo de un hombre entre las pirañas.
Jerry Kho, como Connor Slave, era un artista que había desaparecido antes de tiempo, quizá en el apogeo de su etapa creativa, asesinado por la locura humana. Pero Connor era también un hombre, mientras que el otro se había negado a serlo. Quizá Gerald ya estaba muerto mucho antes de que la muerte física le llegara de la mano de otro hombre que se encontraba en la misma situación.