Le devolvió la mejor de sus sonrisas.
– Estoy segura de que posee usted los requisitos necesarios para considerar a mi madre la persona indicada para ayudarlo a resolver su problema.
Cesar Whong no advirtió, o hizo ver que no advertía, el inconsciente gesto de enfado con el que movió la mano Mary Ann. Hizo un pequeño gesto con la cabeza.
– Sin duda es así. Encantado, señora Levallier. Y mucha suerte para usted, Maureen. Imagino que, como a todos, le hará falta.
Durante todo ese tiempo, Hocto había sido una presencia muda a sus espaldas. Cuando vio que la conversación concluía, se movió para abrir la puerta a Cesar Whong. Maureen estaba convencida de que con la misma indiferencia con que había realizado ese gesto habría despedazado a las mujeres que en ese momento estaban frente á él, si su jefe se lo hubiera ordenado. Salieron uno detrás del otro. Cuando cerraron la puerta tras de sí, a Maureen le pareció que la temperatura de la habitación había subido de pronto unos grados.
Mary Ann Levallier la cogió por un brazo y la condujo a la cocina. Hablaba a media voz, como si temiera que los dos hombres todavía pudieran oírla. El tono bajo, en lugar de atenuarla, subrayó aún más la ira que relampagueaba en sus ojos.
– Pero ¿estás loca?
– ¿Por qué? No creo haber dicho nada que no se ajuste a la realidad. Si he entendido bien, acaba de formarse un triángulo perfecto. Es un hombre muy rico, su hijo ha matado a tres personas y tú eres abogada.
Mary Ann había recobrado su autodominio, esa frialdad y esa lucidez que habían hecho de ella una de los mejores criminalistas del estado de Nueva York.
– Mira, Maureen, hay una diferencia sustancial entre nosotras dos.
– ¿Una sola?
Mary Ann hizo ver que no la había oído.
– Como bien has dicho, soy abogada. Para mí, hasta que se demuestre lo contrario toda persona es inocente. En cambio, tú eres policía, y para ti es exactamente lo contrario.
De no haber sido su madre la que estaba al otro lado del abismo que las separaba, Maureen se habría reído. Ella, precisamente ella, era la encargada de la defensa del hombre al que su hija había contribuido a arrestar. Por un instante tuvo ganas de contárselo todo, para poder ver cómo reaccionaba el cerebro lógico y pragmático de Mary Ann Levallier ante su participación en aquel asunto y sobre todo el modo en que había llegado a ello.
Se limitó a sonreír y menear la cabeza.
– ¿Te parece que es algo de lo que reírse?
– Reírse, no. Pero sonreír, sí. Y aunque vivieras cien años no podrías adivinar el motivo.
– ¿Eso es todo lo que puedes decir?
– No. Puedo añadir que tengo ganas de tomar un café. Pero creo que iré a tomarlo fuera.
Maureen dio media vuelta y dejó a su madre de pie en medio de la habitación, elegante y lejana, mirándola mientras se marchaba por el pasillo.
Cuando abrió la puerta de su habitación, supo que iba a ocurrir de nuevo.
Ya había aprendido a reconocer ese largo estremecimiento que llegaba de lejos y que no era de frío aunque cada vez le congelaba la espalda. Antes de que la invadiera la sensación de aturdimiento que experimentaba cuando estaba a punto de prestar sus ojos a otra vista, consiguió, con unos pasos inseguros, llegar hasta la cama.
Acababa de sentarse en el borde del colchón, esforzándose por no ceder al impulso de gritar, cuando…
«… estoy sentado cerca de una gran ventana a la mesa de lo que parece un comedor de estudiantes y a mi alrededor hay chicos y chicas y una de ellas está sentada al otro lado de la sala y me mira y con una seña casi imperceptible de la cabeza me indica que la siga y luego se levanta de la mesa y va hacia la salida y yo…
»… estoy en otro lugar y siento alrededor de la cara la presión de los bordes rígidos de una máscara de plástico y a través de los agujeros a la altura de los ojos veo a muchas personas con las manos levantadas que me miran aterrorizadas. Sé que estoy gritando palabras pero no consigo oírlas y en la mano noto el peso de una pistola y la agito hacia esa gente que empieza a echarse al suelo y…
»… una figura vestida de oscuro que empuña una escopeta y sostiene un saco de tela y lleva una máscara con la cara de Pig Pen pasa cerca de mí y me sujeta por un hombro, y por la vena que se marca en su garganta adivino que me está gritando algo y…
»… hay una joven negra con el pelo corto y una cara muy bonita sentada en una silla en el centro de una habitación y tiene unos enormes ojos oscuros muy abiertos por el miedo y la boca cerrada por una cinta adhesiva y los brazos a la espalda y detrás de ella hay una figura vestida de oscuro y con una máscara de Lucy que está acabando de atarla y…»
De repente, Maureen volvió a la realidad, acostada en la cama, con el cuello y las axilas de la camiseta empapados de sudor y esa sensación de agotamiento que le quedaba cada vez en el cuerpo y en la mente. Quería tumbarse, coger la almohada y ponerse a llorar hasta que le devolvieran su vida.
En cambio, se estiró, cogió el teléfono y marcó el número que había aprendido de memoria porque pertenecía a la única persona que aceptaba tener a su lado en aquel momento. Cuando oyó que respondían, volcó en él todo su miedo y todo su alivio.
– Jordan, soy Maureen. Ha vuelto a suceder.
Le llegó una sensación de sincera preocupación que hizo que no se sintiera tan sola y desesperada.
– ¿Ha vuelto a suceder? ¿Estás bien?
– Sí, ya estoy bien.
– ¿Has visto algo nuevo?
– Sí.
Maureen sabía que ese monosílabo bastaría para abrir ante Jordan un horizonte de nuevas perspectivas. Sin embargo, él no expresaba entusiasmo, solo preocupación por el estado de ella.
– Si puedes, creo que deberíamos vernos -propuso Jordan.
– Sí, creo que sí. ¿Dónde nos vemos? -aceptó Maureen.
– Si quieres, puedo ir yo para allá. O, si prefieres, podemos encontrarnos en mi casa -dijo él.
Maureen pensó en la dificultad de justificar ante su madre la presencia de Jordan Marsalis en esa casa.
– Mejor en la tuya. Dame la dirección.
– Cincuenta y cuatro Oeste, calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta.
– Perfecto. Voy para allá.
Maureen cortó la comunicación, se levantó de la cama y fue con pasos inseguros hasta el cuarto de baño para tomar una ducha. Sentía que el sudor resbalaba como un dedo frío y sucio por su espalda y, mientras regulaba la temperatura, deseó poder disolverse como una estatua de sal bajo la fuerza del chorro caliente, mezclarse con el agua y desaparecer para siempre, hasta las profundidades de la tierra.
41
Cuando llegó la llamada de Maureen, Jordan acababa de cerrar tras de sí la puerta de su apartamento. Atendió y escuchó sus palabras con una electrizante sensación de descubrimiento, pero logró contenerse y procuró, en lo posible, transmitir a la mujer una sensación de seguridad que ni siquiera él experimentaba. Era lo mínimo que podía hacer; sabía el precio que le costaba a Maureen cada vez que ocurría eso que, para sí, definía como «contactos».
Guardó el móvil en el bolsillo y miró a su alrededor.
Lysa debía de haber alquilado algunos muebles para reemplazar los que él había dejado en la empresa guardamuebles. La casa estaba más completa, habitada, mostraba toques de su gusto, dentro de los límites en que podía expresarse con muebles que no eran suyos.
Había láminas de colores en las paredes y en el aire su perfume a vainilla, suspendido en el tiempo como la taza dejada sobre la mesa y la camiseta colgada en el respaldo de una silla. Había una sensación de espera por una persona que había salido solo unos momentos; sin embargo, ahora yacía en una cama de hospital, conectada a un monitor y a tubos que gobernaban su vida.
Exactamente en el lugar donde estaba ahora, un día que parecía de un pasado remoto Jordan firmó el recibo que le tendía un hombre con un chándal amarillo y una envidia del mismo color.