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– A ver si me sorprendes.

– Lo intentaré. Entre otras cosas, hemos peinado a fondo los alrededores de Poughkeepsie, en un radio de diez kilómetros. El propietario de un bar ha reconocido a Julius Whong por las fotos que le hemos mostrado, y afirma que presenció en su local, más o menos diez días después del robo, una acalorada discusión entre él y otras tres personas, dos hombres y una mujer. No acabó en pelea porque los echó amenazándolos con un bate de béisbol. Además, está seguro de que una de esas tres personas era tu sobrino.

– Entonces, aparte de todo lo que inculpa aWhong, este podría ser el rastro para llegar a lo único que hasta ahora nos faltaba: el móvil. Eres un as, James.

– Si hay un as, no soy yo, Jordan. Quisiera tener para todas las investigaciones la cantidad de hombres que he tenido para esta. Te garantizo que en ese caso el peor delincuente que habría en esta ciudad dentro de un mes sería un crío que se mete el dedo en la nariz.

– Te creo. Lástima que las cosas no sean así.

– Las cosas no son nunca así. De todos modos, a pesar de mis problemas, no envidio a tu hermano o a Cesar Whong, no sé si me entiendes…

Jordan lo entendía muy bien. Por un momento volvió a ver a Burroni poniéndole la gorra de béisbol a su hijo.

«Hasta pronto, campeón.»

Mientras hablaba con el detective, Jordan fue hacia la sala, donde había más cobertura. Por la ventana vio que se detenía un taxi junto al bordillo. Maureen pagó, bajó y levantó la cabeza para mirar el edificio a través de las gafas oscuras. Jordan se asomó y le hizo señas con los dedos para indicarle que tocara el timbre de la tercera planta. Luego se acercó al portero automático para abrirle la puerta de entrada.

– James, ahora estoy ocupado. Mantenme informado de todo lo que pase.

– De acuerdo. Hasta luego.

Jordan cortó la comunicación y cuando oyó el ruido del ascensor que subía abrió la puerta que daba al rellano. Poco después se abrió la puerta automática y apareció Maureen.

Jordan se apartó para dejarla pasar. Caminaba con los hombros un poco encorvados, e incluso a pesar de las gafas se notaba que debajo había unos ojos cansados de ver algo que no deseaban ver.

Jordan le sonrió, no por cordialidad sino por solidaridad.

– Hola, Maureen. Quisiera desearte un buen día pero temo que no lo es.

– En absoluto. Pero tratemos de que al menos sea útil.

Jordan le señaló el sofá.

– Siéntate y hablemos.

Se dio cuenta de que Maureen deseaba librarse de lo que cargaba sobre la espalda y que solo se lo podía confiar a él. En cuanto se sentó en el sofá, empezó a contar los nuevos fragmentos que le habían llegado desde la vida de otro.

Mientras hablaba mantenía los ojos bajos; no advertía que a medida que avanzaban sus palabras provocaban sobresaltos en Jordan, que estaba de pie y en silencio escuchando atentamente su relato.

Cuando vio que había terminado, se sentó en el sillón situado junto al de ella y le cogió una mano. Trató de transmitirle su entusiasmo, para que le aportara energía y fuera una barrera contra el miedo.

– Maureen, acabo de recibir una llamada de Burroni que concuerda a la perfección con lo que acabas de decir. Lo que has visto es un robo, en el que participaron mi sobrino, Julius Whong, Chandelle Stuart y Alistair Campbell. Lo único que debemos descubrir es la identidad de esa mujer. Si ellos iban vestidos del mismo modo, debe de estar relacionada con el asesinato que viste la otra vez. Si Julius Whong es el responsable, quiero añadir también esto a la lista de sus crímenes.

Maureen se quitó las gafas y lo miró a los ojos, aunque Jordan sabía cuánto le molestaba la luz.

– Esto creará un nuevo trastorno en mi vida.

– ¿Cómo?

Jordan habría preferido no ver esa mueca en el rostro de Maureen Martini.

– Mary Ann Levallier acaba de ser contratada por Cesar Whong como abogada defensora de su hijo. Y, por si no lo recuerdas, esa mujer es mi madre.

Jordan le sonrió de nuevo con solidaridad y complicidad.

– Cuando mi hermano se entere, también le trastornará la vida. Aunque estoy dispuesto a apostar a que ya lo sabe. En todo caso, pronto lo descubriremos.

– ¿Qué piensas hacer?

Jordan se levantó del sillón y le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie.

– Mi hermano está en Gracie Mansion en estos momentos. Y es justo el lugar adonde iremos nosotros ahora.

42

Jordan y Maureen bajaron del taxi y avanzaron por el camino que llevaba a la verja de entrada de Gracie Mansion. Jordan prefirió que fueran al parque Carl Schurtz en transporte público, para no obligar a Maureen a un desplazamiento en el asiento posterior de una moto, que podía ser peligroso si durante el trayecto tenía otro de sus encuentros. Y, después de lo que acababa de suceder, no le pareció conveniente que se enfrentara sola a un recorrido en coche.

Hicieron gran parte del trayecto en silencio. Maureen miró por la ventanilla, como hipnotizada por las imágenes de la ciudad que le llegaban filtradas por las gafas oscuras. Jordan la observó varias veces, tratando de que ella no lo notara. Quizá, teniendo en cuenta lo que le ocurría, pensaba que en alguna parte existía un mundo auténtico, mientras que ahora todo lo que los rodeaba era solo apariencia, salvo lo que ella veía a veces con sus ojos.

Fue Maureen quien rompió primero el silencio.

– Hay algo, Jordan.

Le habló sin mirarlo, con los ojos vueltos hacia las imágenes que corrían por la ventanilla del coche como en una pantalla de televisión.

– ¿A qué te refieres?

– Hay algo dentro de mí. Algo que siento que debería saber y no consigo ver. Es como si estuviera mirando a una persona detrás del cristal esmerilado de una ducha. Sé que está allí, pero no logro verla con claridad.

Maureen se quitó un momento las gafas y enseguida se las volvió a poner, acomodándoselas sobre la nariz con un exceso de cuidado. Jordan intentó tranquilizarla, antes de que se hundiera en las arenas movedizas.

– El mejor sistema es no pensar en ello. Ya saldrá solo.

– No quisiera decirlo, pero es exactamente eso lo que temo.

Maureen volvió a sumirse en el silencio y Jordan aprovechó para llamar al Saint Vincent. Pidió a la operadora de la centralita que le pusiera con el doctor Melwyn Leko. En cuanto oyó su voz, el cirujano lo reconoció.

– Buenos días, señor Marsalis.

– Buenos días. ¿Cómo está la señorita Guerrero?

– Su estado es bueno tendiendo a óptimo, teniendo en cuenta lo que le ha pasado. Todavía está un poco aturdida, pero creo que ya podemos arriesgar un pronóstico favorable.

Jordan dejó que un suspiro de satisfacción inundara libremente su voz.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Por ahora no.

– Se lo agradezco, y si no es mucha molestia le rogaría que me mantuviera informado de cualquier novedad.

– Por supuesto. Si surge algo se le comunicará.

Cortó la comunicación justo en el momento en que el coche se detenía junto al bordillo; habían llegado.

Ahora pasaban delante del banco donde Maureen se sentó el día que fue a Gracie Mansion, antes de reunir el valor suficiente para presentarse ante unos desconocidos y pedirles que aceptaran como verdadero algo que ni siquiera ella se atrevía a aceptar como tal.

Todo lo que la rodeaba parecía una repetición de aquel día.

Los árboles, las manchas luminosas que dibujaba en la hierba el sol que se filtraba entre las ramas; los gritos de los niños en la zona de juegos y en la plazoleta; más allá, la estatua de bronce de Peter Pan, que ningún polvo mágico lograría jamás hacer volar.

También el agente que estaba de servicio en la caseta era el mismo, ese que tenía el andar de sheriff. Los hizo pasar sin preguntar nada pero, por la ojeada que le echó, Maureen vio que su actitud no había cambiado.