– Voy enseguida.
– Gerald vivía…
De pronto Jordan se dio cuenta de que su hermano hablaba de Gerald en pasado. Se sintió extrañamente reacio a poner tan pronto una lápida sobre el cadáver todavía caliente.
– Ya sé dónde vive. Al final de Water Street.
Por el tono de Chris, no pudo comprobar si había captado el sentido de su aclaración. Estaba a punto de colgar cuando su hermano dijo algo más.
– Jordan…
– ¿Sí?
– Me alegro de haberte encontrado en casa.
Jordan sintió una extraña incomodidad. Respondió con la misma voz y dijo lo primero que se le ocurrió, porque en realidad no tenía nada que decir.
– Vale, ya voy.
A veces, en sus fantasías, tenía la sensación de que Nueva York era algo vivo, un ente independiente, con una voluntad propia y desconocida, que podría continuar funcionando aunque de golpe desaparecieran todos los seres humanos. Las luces seguirían encendiéndose y apagándose, el metro funcionando y los taxis recorriendo las calles incluso aunque ya no hubiera nadie en una esquina levantando una mano para detener uno.
Incluso en aquel momento, mientras colgaba el teléfono, tuvo la sensación de que aunque se fuera en ese momento encontraría en los límites de la ciudad una invisible e impenetrable barrera de energía, como si todo lo que había en torno de él se conjurara para obligarle a quedarse donde ya no deseaba estar. Donde ya no tenía ningún motivo para estar.
Se quitó las botas, abrió la cremallera del mono, se lo quitó con un único y hábil movimiento y lo dejó en el respaldo del sofá. Abrió la bolsa y sacó unas zapatillas deportivas, una camisa, unos vaqueros y una chaqueta de piel. Se puso con rapidez esas prendas que había imaginado que volvería a ponerse en otro lugar a muchas millas de allí. Mientras se sentaba para atarse los cordones de las zapatillas, vio algo que asomaba entre los cojines del sofá.
Metió la mano y sacó una fotografía. Era una vieja foto en color, levemente descolorida, que correspondía a una época pasada. Recordaba muy bien cuándo se había hecho. Estaba en Lake George pescando con un grupo de amigos. Él y su hermano se hallaban de pie, con el reflejo del agua que parecía un halo a sus espaldas, el uno junto al otro. Los dos sonreían y miraban hacia el objetivo con una expresión de complicidad.
Se quedó unos segundos observando sus rostros como si fueran los de dos desconocidos. Él y Christopher eran físicamente diferentes, muy diferentes. Solo la mirada era idéntica. Tenían distintas madres pero el mismo padre, y los ojos azules eran la única herencia que Jakob Marsalis había repartido de forma igualitaria entre sus hijos.
Se levantó y dejó la foto en la repisa de la chimenea. Cogió la bolsa y se dirigió hacia la puerta, con la estúpida impresión de que también las imágenes de la foto hacían lo mismo, que volvían la espalda a esa habitación y se alejaban hacia el fondo del lago que se extendía ante ellas.
Abrió la puerta y encontró el paisaje familiar del rellano, con la luz incierta de los apliques en las paredes, la moqueta gastada y ese vago olor a humedad y comida para llevar que alguien había definido como «el olor de Nueva York».
De un apartamento de la planta baja llegaba el sonido demasiado alto de un estéreo. Jordan reconoció una canción de uno de sus cantantes preferidos, Connor Slave, el nuevo niño prodigio de la música culta estadounidense. Era un tema amargo y lleno de tristeza, titulado «Canción de la mujer que quería ser marinero», la melancólica y obstinada esperanza de una persona que desea algo que oficialmente le está vedado y que le será negado para siempre.
Esa canción le gustaba. Se sentía muy cercano a esa mujer que, de pie en el arrecife, contemplaba el mar que jamás surcaría mientras sentía que su deseo de libertad la sofocaba poco a poco. También él, en cierto modo, se encontraba en esa situación. Era su elección, pero no por ello la nostalgia resultaba menos fuerte.
El ascensor estaba en su planta. Entró, pulsó el botón para bajar y por el momento dejó a un lado la música y sus pensamientos.
En la calle le recibió la luz de un sol benévolo al que ni él ni esa ciudad tenían derecho. Mientras cruzaba, Jordan Marsalis pensó en la vida difícil de un chaval al que todos conocían con el nombre de Jerry Kho, seudónimo de un artista que aspiraba a ser el representante más significativo y vanguardista del body art neoyorquino. Se dirían muchas cosas sobre él, y casi todas serían ciertas. Jordan sabía que los periódicos insistirían en su infancia difícil y su juventud rebelde, su dependencia de las drogas y el sexo, aunque perteneciera a una de las familias más prominentes de la ciudad. Si hubiera tenido suerte, quizá el tiempo y el talento habrían hecho de él un gran artista. Sin embargo, la pésima administración de ese talento no había contribuido a convertirle también en un gran hombre. Y ahora tanto el tiempo como la suerte se habían acabado. Si era cierto que el éxito y la juventud son cosas que la vida reclama que se le devuelvan, Gerald tuvo que hacerlo antes incluso de haberlos realmente experimentado.
Del otro lado de la calle, en la otra esquina con la Sexta, había una cafetería donde Jordan solía comer a menudo. Días de charlas con los camareros pero también de horas fumadas como cigarrillos, con la mirada fija en el vacío en busca de una solución que seguía rehuyéndole. Así, con el paso de los días, él y Tim Brogan, el propietario, se hicieron amigos, y Brogan le permitía dejar su moto en el pequeño patio de atrás del restaurante.
Jordan pasó ante los cristales y saludó con un gesto de la mano a una camarera con uniforme verde que estaba sirviendo a dos clientes sentados a una mesa que daba a la calle. La muchacha le reconoció; como tenía las manos ocupadas, le respondió con un movimiento de cabeza y una sonrisa.
Entró en el callejón y poco después dobló a la izquierda, hacia la parte posterior del local. De pie, a un lado de la moto cubierta con una lona, estaba Annette, una de las camareras, que se había tomado un momento de descanso y fumaba un cigarrillo apoyada contra la puerta de servicio. Desde hacía un tiempo, su marido tenía por amante a la botella, y unos años atrás su hijo tuvo problemas con la policía. Cuando acudió a él con lágrimas en los ojos, Jordan se apiadó de ella y la ayudó a resolver el asunto. Annette no hablaba mucho de su marido, pero ahora el chaval había encontrado trabajo y parecía decidido a no meterse en líos.
Cuando le vio llegar, su cara no mostró sorpresa.
– Hola, Jordan. Esta mañana pensaba que encontraría vacío el lugar de la moto. Estaba convencida de que ya te habías ido.
– También yo. Pero alguien, en alguna parte, ha decidido lo contrario, y al parecer su decisión cuenta más que la mía.
– ¿Problemas?
– Sí.
El patio estaba en sombras, y por un instante el rostro de la mujer pareció cubrirse con una sombra aún más oscura.
– ¿Y quién no los tiene, Jordan?
Los dos conocían lo bastante de la vida para saber de qué hablaban. Y ninguno de los dos lo había aprendido en los libros.
Jordan se acercó a la moto y empezó a quitarle la cubierta. Apareció la silueta roja y lustrosa de su Ducati 999. A pesar de la costumbre, siempre le fascinaba. Era una moto fabulosa por su funcionamiento, pero más aún por sus formas. Para quien escogía la moto como medio de transporte, una Ducati tenía un atractivo particular.
Annette la señaló con la cabeza.
– Qué hermosa.
– Hermosa y peligrosa -confirmó Jordan mientras doblaba la lona.
– No más que tantas otras cosas que suceden en esta ciudad. Nos vemos, Jordan.
Annette arrojó el cigarrillo al suelo y lo apagó cuidadosamente con el pie. Luego se volvió y entró en el local. El chirrido de la puerta al cerrarse a sus espaldas se perdió en el ruido del encendido. Mientras se aseguraba el casco y oía el murmullo familiar del motor, Jordan pensó que estaba a punto de hacer algo que había hecho decenas de veces y que creía que no volvería a hacer nunca más. Después de una llamada, se dirigía al lugar de un crimen. Pero esta vez era diferente. Esta vez la víctima era alguien que formaba parte de su vida, aunque hubiera elegido no formar parte de la vida de nadie.