El piloto alzó la mano derecha y lo devolvió a otro tipo de vuelo. Hizo un gesto hacia abajo, indicando la superficie brillante del lago Saratoga.
Jordan volvió a conectar la comunicación.
– Allí está el lago. El lugar que buscamos está en el extremo norte.
De nuevo el veloz y líquido juego del reflejo sobre el agua mientras el helicóptero volvía a virar y perdía altura. El sistema de navegación por satélite guió al piloto hacia las coordenadas del lugar de aterrizaje; finalmente la sombra logró pegarse de nuevo a ese extraño objeto suspendido en el cielo al que había perseguido durante todo el viaje sin saber que no era más que su copia.
Durante el aterrizaje, Jordan observó desde lo alto dos construcciones, que se encontraban en una zona del parque que parecía pertenecer al complejo hospitalario y en la que había espacios con un césped de un verde increíble que se alternaban con áreas de vegetación baja y árboles de troncos altos. Uno de los edificios era más pequeño y estaba situado un poco más allá de la pista de aterrizaje. El segundo, hacia la izquierda, era más grande y tenía enfrente un amplio patio que se prolongaba en un jardín florido.
El piloto apagó los motores. Jordan y Maureen bajaron del aparato, inclinándose por instinto hacia delante por el aire que originaba el rotor y por la amenaza que constituía encima de sus cabezas. Avanzaron por un camino flanqueado por un seto de acebo y fueron al encuentro de un hombre que se acercaba a ellos para recibirlos. Ahora que podía verla desde tierra, a Jordan le asombró la espléndida construcción de color claro con adornos de piedra y grandes puertas correderas por las que había salido la persona que ya se acercaba.
Jordan le tendió la mano y levantó la voz para hacerse oír sobre el fut-tza fut-tza fut-tza cada vez más lento de las aspas que iban deteniéndose.
– Buenos días. Soy Jordan Marsalis, y ella es Maureen Martini, funcionaria de la policía italiana.
Mientras les estrechaba la mano, el hombre, que tenía un aspecto algo informal y era casi tan alto como Jordan, con un pelo castaño bastante largo y un aire eficiente, se presentó a su vez.
– Bienvenido. Soy Colin Norwich, director de The Oaks. Hemos hablado por teléfono.
– Exacto. Le agradezco que haya aceptado recibirnos y permitirnos ver a su paciente.
Mientras echaban a andar hacia el lugar de donde acababa de llegar Norwich, el director se encogió de hombros.
– Me ha dicho usted que se trata de algo de suma importancia. No sé qué espera de la señora Ross, pero me temo que no será de gran ayuda.
– ¿En qué sentido?
– Los motivos, esencialmente, son dos. El primero es que Thelma, a causa del trauma que sufrió, por decirlo en términos comprensibles, se ha creado una barrera que no atraviesa casi nunca. Hemos tenido que esforzarnos mucho para ayudarla a alcanzar cierto equilibrio. Ahora, de vez en cuando, pasa días enteros en silencio. Cuando llegó aquí solo sabía gritar.
– ¿Y el segundo motivo?
El doctor Norwich se detuvo y miró primero a Jordan y luego a Maureen, con expresión seria.
– Aunque no lo parezca a primera vista, esto es un hospital, yo soy médico y Thelma es mi paciente. Yo soy responsable de ella. Si viera que su presencia puede comprometer de algún modo su equilibrio, me veré obligado a pedirles que concluyan ipso facto su visita.
Hablando, habían llegado al patio semicircular de delante del edificio. Norwich señaló un jardín extremadamente bien cuidado que podía verse del otro lado de un muro bajo de ladrillos rojos. Había algunas mujeres paseando por los caminos, solas o en grupo. Otras, sentadas en sillas de ruedas, eran llevadas por enfermeras de uniforme blanco.
– Esas son algunas de nuestras pacientes. Como pueden ustedes ver, el instituto es solo para mujeres.
Jordan señaló todo lo que lo rodeaba con un solo gesto de los brazos.
– Doctor Norwich, me parece que este lugar está reservado a personas que pueden pagar una mensualidad bastante alta.
– Dicho de ese modo suena un poco crudo, pero en efecto, así es.
– Bien, la señora Ross era enfermera. ¿Cómo es posible que pueda permitirse una clínica como esta?
– Por lo que sé, disponía de un patrimonio personal de casi un millón y medio de dólares. Sé que el pago se gestiona a través de un banco y que hay más que suficiente para abonar los gastos.
– ¿No le parece extraño que una simple enfermera poseyera una suma de dinero tan elevada?
– Señor Marsalis, yo soy psiquiatra, no inspector de Hacienda. Para mí las cosas extrañas son las que están en la cabeza de mis pacientes, no las que hay en sus cuentas corrientes.
La llegada de una enfermera rubia, un poco gruesa pero con una bonita cara, salvó a Jordan de la incomodidad de encontrar una respuesta adecuada. La mujer se detuvo junto a ellos, impecable con su uniforme blanco pero miró a Jordan con unos ojos llenos de glotonería. Maureen lo notó y sonrió para sí al imaginarla echando la misma mirada a su doble ración de fresas con nata.
Norwich le explicó el motivo de la presencia de aquellos dos desconocidos en The Oaks.
– Carolyn, acompaña al señor Marsalis y a la señorita Martini a ver a Thelma. Asegúrate de que todo marche bien.
A Jordan no se le escapó la manera en que Norwich subrayó ligeramente las últimas palabras. La enfermera por fin despegó los ojos de Jordan.
– Muy bien, señor director.
– Vayan con Carolyn. Si me disculpan, una persona me espera en mi despacho. Después saldré a despedirlos.
El psiquiatra dio media vuelta y se dirigió con paso decidido hacia la entrada del edificio. Maureen y Jordan siguieron el andar ligero de la enfermera, ágil pese a su figura. Carolyn los guió por ese jardín tan lleno de colores que a Maureen le dio la impresión de estar en un cuadro de Manet. Todas las pacientes con que se cruzaban mostraban la expresión dócil y sorprendida de quienes viven en un mundo propio. Jordan habría deseado responder en ese momento a lo que Maureen le había dicho en el helicóptero. En aquellas personas, la parte más frágil de la mente había elegido por su propia cuenta. Entre ser y no ser, entre ser y tener, les había concedido el don de la indiferencia.
Thelma Ross estaba sentada, en actitud comedida, en un banco de piedra, bajo un cenador cubierto de ramas de rosales trepadores que un jardinero había hecho subir hasta formar un todo con el terreno. Llevaba una falda gris y un conjunto de un suéter y una chaqueta de punto de color rosa; el corte era algo anticuado pero contrastaba agradablemente con su tez oscura. Era mayor a como se la veía en la foto del periódico, pero la piel se conservaba tersa y brillante. Todavía era muy guapa, como si el destino, satisfecho de haberle estropeado la mente, hubiera decidido mostrarse misericordioso con su aspecto exterior.
Cuando oyó el ruido de pasos sobre la grava, la mujer alzó los ojos hacia ellos. Maureen sintió un pequeño estremecimiento en ese cálido día de sol. Sus ojos eran negros y tranquilos, pero se notaba que la razón había huido de ellos a causa de algo terrible.
Era la primera vez que Maureen se encontraba tan cerca de una de las personas que había visto en sus alucinaciones. Si alguna duda le quedaba, ahora le bastaba con alargar la mano y tocar el hombro de Thelma Ross para darse cuenta definitivamente de que esas imágenes quizá eran una ilusión en el presente pero habían sido una realidad en el pasado.
La enfermera se acercó a la mujer que había sido su colega y le habló con voz dulce.
– Thelma, tengo una pequeña sorpresa para ti. Mira a estos señores; han venido a verte.
La mujer la miró primero a ella y después a Jordan, como si no existieran. Finalmente, su mirada se posó en Maureen.
– ¿Eres amiga de Lewis?
Tenía una voz increíblemente suave, que transmitía una sensación de ingenuidad. Maureen se agachó frente a ella con la ternura que se siente por una persona indefensa.