– Sí, soy amiga de Lewis.
Thelma levantó una mano para acariciarle el pelo. Maureen volvió a verla amordazada, con los ojos desmesuradamente abiertos mientras una estúpida muchacha con una máscara de Lucy la ataba a la silla.
Sonrió, y su sonrisa iluminó la sombra.
– Eres guapa. También mi Lewis es guapo. Ahora estudia en la universidad. Algún día será veterinario. Yo habría preferido que estudiara medicina, pero él quiere tanto a los animales…
Maureen alzó la cabeza y buscó la mirada de Jordan. Los dos sentían la misma piedad que se convertía en la certeza de haber hecho un viaje en vano. Sin embargo, cogió con suavidad la mano que la mujer le había puesto en el regazo.
– Señora Ross, ¿recuerda qué le pasó a Lewis cuando le picaron las avispas?
La pregunta no llegó hasta el lugar donde se había refugiado la mente de la mujer.
– Lewis juega muy bien al baloncesto. Es el mejor, y corre muy deprisa. Su entrenador dice que será un gran jugador.
Jordan sacó del bolsillo las fotos de Julius Whong y de las víctimas. Se las pasó a Maureen, que en ese momento era la intermediaria con el mundo de Thelma Ross.
– Thelma, ¿conoce a alguna de estas personas?
Maureen hizo que pasara una por una las fotografías ante el semblante sereno de la mujer. Su expresión no cambió mientras veía desfilar ante sus ojos los rostros de las personas que la habían obligado a sentarse en ese banco de piedra, a construir en su cabeza un futuro para un niño que no crecería nunca.
Jordan se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo dos hojas dobladas en dos. Cuando las abrió y se las pasó, Maureen vio que en la primera aparecía la figura de Snoopy. Le hizo una seña imperceptible con la cabeza.
Maureen tendió la primera hoja a la mujer sentada frente a ella y se la apoyó en el regazo.
– Señora, ¿ha visto usted alguna vez a este personaje?
Thelma Ross cogió la hoja en su mano y la miró primero con los mismos ojos vacíos con los que había oído sus preguntas y mirado las fotos.
Luego, de pronto, su respiración se aceleró.
Maureen pasó ante sus ojos las imágenes de Linus, Lucy y Pig Pen, y por primera vez en su vida supo qué era verdaderamente el terror. Los ojos de Thelma Ross fueron abriéndose poco a poco, mientras ella se contraía, moviendo la cabeza con breves movimientos histéricos e inspirando por la boca abierta todo el aire que podía. Por un instante todo pareció inmóvil, y después, de la garganta de la mujer salió un alarido, que era al mismo tiempo de terror, de dolor y de un recuerdo inesperado, tan desgarrador para los oídos que Maureen se puso de pie casi sin darse cuenta.
La enfermera actuó con rapidez. Sacó de un bolsillo un busca y pulsó un botón. Luego, con un único gesto rudo, apartó a Maureen y a Jordan y se acercó a la mujer, que seguía gritando.
– Thelma, cálmate, todo está bien.
Le rodeó los hombros con los brazos para intentar inmovilizarla mientras ella, con movimientos convulsivos, cogía y tiraba del tejido fino del jersey, tratando de arrancárselo como si de golpe le quemara.
– Aléjense, ustedes dos.
Jordan y Maureen salieron del cenador justo a tiempo para ver cómo llegaba corriendo el doctor Norwich seguido por dos enfermeras, también bastante robustas. Una de las dos llevaba una jeringa. Se precipitó hacia el banco y, ayudada por su compañera, levantó la manga del jersey e introdujo la aguja en el brazo de Thelma Ross.
Norwich cogió a Jordan por un codo y lo volvió con fuerza hacia él, furioso.
– Y eso que les había advertido… Estarán orgullosos de lo que han hecho. Señores, en mi opinión, su presencia aquí ya no es grata. Ya han hecho bastante daño por hoy.
Les dio la espalda y se reunió con las enfermeras junto a su paciente, que, por efecto de lo que le habían inyectado, ya comenzaba a calmarse, aunque aún seguía gritando.
Jordan y Maureen se quedaron solos.
En ese lugar, eran de las pocas personas que estaban en sus cabales; sin embargo, en aquel momento se preguntaban si valía la pena estarlo.
Volvieron a la pequeña pista de aterrizaje sin valor para mirarse a la cara. Poco después, ya sentados el uno al lado del otro, inmóviles y silenciosos en el helicóptero que los llevaba de vuelta a Nueva York, Jordan no podía dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir, en el rostro trastornado de Thelma Ross y en ese alarido que seguiría oyendo durante mucho tiempo.
La reacción de la mujer al ver las figuras de Snoopy significaba que la noticia aparecida en el periódico no informaba de la realidad de los hechos y que existía una conexión entre lo sucedido muchos años atrás y lo que había visto Maureen.
Volvió un momento la cabeza para mirar su perfil dibujado por el contraluz de la ventanilla y acudió a su mente lo que había pensado el día anterior, durante la corta carrera en taxi hacia Gracie Mansion.
Quizá la respuesta era justamente esa.
También para Thelma, así como para Maureen, a su alrededor no había nada verdadero, salvo lo que habían visto sus ojos.
44
Cuando abrió la puerta de la habitación, Lysa tenía los ojos cerrados pero estaba despierta.
El pelo oscuro, peinado hacia atrás y recogido en una cola de caballo, realzaba la perfección de sus facciones. Sus ojos se abrieron sobre la almohada con la misma timidez con que Jordan había abierto la puerta. Todavía tenía un tubo en la vena pero el monitor situado junto a la cama estaba apagado y en la pantalla opaca ya no se veían los latidos verdes de su corazón.
– Hola, Jordan.
– Hola, Lysa.
Ese sobrio saludo contenía la alegría suspendida de un momento que ambos habían aguardado y que al mismo tiempo temían. Lysa era hermosa y pálida, y Jordan se sentía desgarbado y cohibido; finalmente dijo lo que dice todo el mundo.
– ¿Estás bien aquí? ¿Tienes todo lo que necesitas?
Señaló con un gesto la habitación, tan confortable que no parecía de hospital. Las paredes estaban pintadas de colores pastel; la cama, frente a la puerta y en el lado izquierdo había una gran ventana con las cortinas abiertas, por la que entraba el sol, que dibujaba un recuadro en el suelo, como un pequeño tapete de luz.
– Sí. El personal es maravilloso y además ha venido esa mujer, Annette, a traerme mis cosas. Es una buena persona.
Jordan asintió. Le había pedido a su amiga un favor más: que fuera a su casa y cogiera todas las cosas que pudieran servir a una mujer en una situación como aquella. Le causaba menos incomodidad si lo hacía ella.
Aun así, se sentía un poco culpable, y no lograba esconderlo detrás de aquello mucho más grande, que era la causa de la presencia de Lysa en el Saint Vincent.
– Discúlpame. Sé que no es agradable que gente extraña revuelva las cosas de uno, pero yo no sabía…
– Has tenido una buena idea. Una hermosa idea, diría yo.
Lysa señaló la mesa situada junto a la ventana. Encima había un gran ramo de flores envuelto de una manera muy original, con papel de envolver común y cordel rústico.
Antes de enviárselo, desde una tienda de la calle Hudson, dio muchas vueltas a la tarjeta en la mano sin saber qué escribir. Todo lo que se le ocurría le parecía inadecuado y pueril. Al final decidió poner una simple «J» en el centro de la tarjeta, esperando que de algo tan sencillo Lysa lograra sacar todo lo que él no era capaz de decir.
– Son muy hermosas y me han gustado mucho. Gracias.
– No es nada. Y tú, ¿cómo te sientes?
Lysa, pálida, sonrió.
– No lo sé. Aquí dicen que estoy bien. No me han dado muchos balazos en mi vida, así que no tengo demasiada experiencia.
– No sabes cuánto lo lamento, Lysa.
– ¿Por qué? Creo que me salvaste la vida.
– No. Al contrario, fui yo quien la puso en peligro. Recibiste un balazo que iba dirigido a mí.