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– Pero ¿no están obligados a exigir una identificación en caso de efectivo, para impedir que se blanquee dinero?

– Sí, pero la suma es relativamente baja y entra en la cantidad mínima permitida. Además, en el cheque figura el nombre del beneficiario. Habrían sido más exigentes si hubiera sido al portador.

La ansiedad dictaba a Jordan las palabras que debía decir a Burroni.

– Eres un as, James. Pero ahora te pediré que seas el as de los ases.

– Dime.

– Necesito que me hagas un par de trabajos, legales pero no oficiales, no sé si me explico.

– Perfectamente. Te escucho.

– ¿Entre los tuyos habrá dos o tres chavales despiertos que fuera de su horario de servicio puedan poner bajo protección a una persona?

– Si digo que es para ti encontraré a docenas. Por lo que parece, has dejado una marca indeleble por aquí. ¿Quién es la persona?

– Habitación 307. Hospital Saint Vincent, en la Séptima Avenida.

– Lo conozco. ¿Para cuándo?

– Dentro de media hora.

– Será Roger. Has dicho un par de trabajos. ¿Cuál es el otro?

– ¿Tenemos periodistas amigos?

– Sí. Hay algunos que me deben favores.

– Entonces pídeles que publiquen la noticia del tiroteo de la otra noche, del que fui protagonista. Diles que informen de que dispararon por error a la señorita LG, que murió a causa de las heridas sufridas. ¿Crees que será posible?

– No tendría que haber problema. Te avisaré.

El detective colgó y Jordan se quedó solo en medio del vaivén de gente del vestíbulo, reflexionando en lo que Burroni acababa de decirle pero sobre todo en lo que él no le había dicho a Burroni.

No le había hablado de los cheques que había encontrado en casa de Lysa, iguales al que James había sometido a esa pequeña investigación. Por el momento prefería no envolverla en aquel asunto. Hacerlo significaba arrojarla a los leones y que la prensa la linchara. Como solía sucederle con las cosas que la atañían, tampoco esta vez se preguntó el motivo.

Lo hizo y punto.

Había un aspecto mucho más importante relativo a lo que Lysa acababa de confesarle. Un aspecto que tenía un doble significado.

No tenía mucho sentido, pero con toda seguridad Julius Whong era inocente del homicidio de Gerald, del de Stuart y del secuestro de Campbell.

En segundo lugar, cuando el compañero de Lord disparó, no falló.

La bala no estaba destinada a él, sino a Lysa.

45

El taxi dejó a Maureen frente a la marquesina roja que resguardaba la entrada del número 80 de Park Avenue. Pagó la carrera que la había llevado a su casa desde el helipuerto de East River y bajó del coche. Estaba a punto de entrar en el vestíbulo cuando se encontró ante la figura maciza del señor Hocto. Maureen todavía veía la reacción de terror y el rastro trastornado de Thelma Ross, esa pobre mujer rehén de la cárcel dorada de The Oaks y prisionera tras los barrotes oxidados de su mente. Estaba tan concentrada analizando los inquietantes datos de su visita a Saratoga Springs, que no lo vio llegar.

Hocto, con su habitual traje oscuro que intentaba contener su físico de culturista, se puso a su lado y habló con voz suave y amable, con un acento extranjero que Maureen no logró identificar. Parecía que por un capricho de la naturaleza él y su patrón, Cesar Whong, hubieran intercambiado sus voces.

– Señorita Martini, le ruego me disculpe. Creo que al señor Whong le gustaría hablar con usted.

Hizo un gesto y le indicó el imponente coche oscuro que había a sus espaldas y que aguardaba junto al bordillo con la puerta abierta.

– Por favor.

Sin decir nada, Maureen siguió a Hocto, que la precedió hacia el vehículo. Por instinto pensó en rechazar la invitación, pero ganó la curiosidad de saber qué quería de ella el discutido y discutible hombre de negocios.

Después de cerrar la puerta, Hocto se puso al volante y ella se acomodó en el asiento de piel clara junto a Cesar Whong, que la recibió con su sobriedad habitual y su sonrisa cortada a cuchillo en su rostro de cera.

– Buenas tardes, señorita Martini. Le agradezco infinitamente que me haya concedido usted esta charla, aunque sé que no le caigo muy simpático.

El hombre cortó con un gesto cualquier reacción de Maureen.

– No hace falta que se justifique; sé muy bien quién soy y qué puedo esperar de la gente. Desde que era joven siempre he tratado de ser más temido que querido. Quizá ese fue mi error. Sobre todo con Julius…

La afirmación no permitía comentarios, y Maureen no los hizo. Se limitó a escuchar en silencio el resto del discurso.

– Usted no tiene hijos, señorita. Me veo obligado a caer en el lugar común de asegurarle que, cuando los tenga, la perspectiva sobre el mundo que la rodea cambiará, aunque usted se esfuerce por evitarlo…

La frase quedó de nuevo en suspenso. No había rastro de emoción en la voz de Cesar Whong, pero ahora miraba fijamente hacia delante. Mientras tanto el coche se apartó del bordillo y se introdujo en las luces y las sombras del tráfico vespertino. Probablemente Whong había pedido a Hocto que diera una vuelta por los alrededores mientras duraba la conversación.

El hombre se volvió hacia la mujer sentada a su derecha y habló con una inesperada precipitación. Maureen se dijo que, en el fondo, también él era un ser humano.

– Mi hijo es inocente.

Maureen se permitió una expresión ingenua y una pregunta fácil.

– ¿Acaso no lo son todos los hijos?

Whong esbozó una sonrisa.

– No se deje usted engañar por lo que acabo de decirle. He cometido muchos actos discutibles en mi vida, pero tiendo a creer que siempre he actuado con astucia, si no con inteligencia. El hecho de que Julius sea mi hijo no me ciega.

Extrajo del bolsillo un pañuelo inmaculado y se enjugó las comisuras de la boca.

– Sé que está enfermo. Sufre fuertes perturbaciones de personalidad, por las cuales hemos tenido muchos problemas en el pasado. He logrado por milagro evitar que fuera a la cárcel en un par de ocasiones, pero no me parecía que pudiera llegar al asesinato. En todo caso, me apresuré a ponerlo bajo control, tarea que encargué al señor Hocto.

Whong señaló con un movimiento de cabeza al hombre que conducía.

– Él estaba encargado de vigilar a Julius de lejos, de modo que no se metiera en problemas. Las noches en que se cometieron los asesinatos, Julius estaba en casa. Aparte de que no sabía que lo vigilaban, podría haber despistado a Hocto una vez, pero las tres me parece muy improbable.

– ¿Por qué no declara en el juicio, entonces?

Maureen vio que asomaba en el rostro de su interlocutor la expresión paciente del que tiene que explicar algo a un niño.

– Señorita, yo soy lo que soy, y el señor Hocto tiene un pasado del que no puede enorgullecerse. Y entre sus pecados de juventud hay una condena por falso testimonio. Además, está a mi servicio. Para invalidar su declaración en un tribunal no hace falta un fiscal; bastaría con el que hace la limpieza en el despacho de su madre, señorita.

Maureen no comprendía adónde quería llegar.

– Usted ya ha elegido para su hijo una de las mejores abogadas que hay en la ciudad. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto?

De inmediato se dio cuenta de que Cesar Whong no había conseguido el éxito por casualidad. Su expresión se endureció y el tajo de cuchillo de la boca dejó salir una hoja afilada.

– Es exactamente la pregunta que iba a hacerle yo.

Ese instante de gélida determinación pasó casi enseguida. El hombre recobró su sonrisa, su voz se relajó y se apoyó cómodamente en el respaldo.

– Lo sé casi todo de usted, comisario Martini. Sé qué le pasó en Italia y por qué vino a Estados Unidos. También estoy enterado de que está metida en la investigación que ha llevado al arresto de mi hijo, aunque hasta el momento ignoro de qué manera…