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Estaba despierta, alerta, serena.

Una por una, repasó en su mente todas las imágenes que había visto de la desdichada vida de Gerald Marsalis. El cuerpo teñido de rojo, el rostro de demonio en el espejo, la cara de la mujer azul bajo él, deformada por el placer, la extraña sensación de tener un pene y experimentar qué intenso es el orgasmo para un hombre. Recorrió algunas escenas fijadas de manera indeleble en su memoria: el dibujo inocente de un niño, la ira de Christopher Marsalis, el rostro trastornado de Thelma Ross, el hombre de espaldas con el cuchillo ensangrentado, el atraco y las máscaras de Snoopy y esa figura amenazadora en la sombra del rellano, que se desvanecía un segundo antes de salir al descubierto y mostrar la cara…

Eran imágenes que la habían aterrorizado, que la habían hecho vacilar y pensar que estaba loca, hasta que supo que no eran alucinaciones de una mente enferma sino instantes de una vida que se habían quedado en sus ojos para perpetuar el recuerdo del que los había vivido.

Ahora que parecían pertenecerle para siempre, podía ordenarlos y observarlos sin miedo. Aunque no estaba en condiciones de llegar a una explicación, al menos podía llegar a aceptarlos.

Tendida bajo ese techo azul que formaba parte del mundo real al igual que todo lo que la rodeaba, finalmente y sin aviso llegó el relámpago. Se encontró de pronto sentada en la cama con la sensación de que el colchón había desprendido una enorme llamarada de calor.

De golpe vio lo que hasta entonces había llevado dentro de sí como una imagen descompuesta en un calidoscopio y que aún no había conseguido reconstruir. Ahora todo estaba claro, e incluso parecía demasiado simple. Maureen se dijo que había sido una estúpida por no haberlo sabido antes.

Aunque no llegaba a entender por qué, sabía quién había matado a Gerald Marsalis y a Chandelle Stuart y causado la muerte de Alistair Campbell.

En el mismo instante en que tuvo esta intuición, no pudo evitar ver lo paradójico que era.

En realidad, lo había sabido siempre.

46

La oscuridad y la espera tienen el mismo color.

Maureen, sentada en las sombras como en un sillón, ya había tenido bastante de ambas como para tenerles miedo. Había aprendido demasiado bien y muy a su pesar que a veces la vista no es algo exclusivamente físico, sino mental. De pronto, los faros de un coche que pasaba dibujaron un recuadro luminoso que recorrió las paredes con rápida y furtiva curiosidad, como buscando un punto imaginario. Después, tras el cautiverio de la habitación, ese retazo de luz encontró la libertad a través de la ventana y volvió fuera para perseguir al coche que la había generado. Más allá de las cortinas, de los cristales y de las paredes, en la amarillenta oscuridad de miles de luces y tubos de neón, se encontraba todavía aquella locura incomprensible que llaman Nueva York, la ciudad que todos dicen detestar pero que todos continúan recorriendo obstinadamente, solo para darse cuenta de cuánto la aman. Aunque con el terror de descubrir qué poco correspondidos son. Así, descubren que son solo seres humanos, iguales a los que pueblan el resto del mundo; simples seres humanos que se niegan a tener ojos para ver, oídos para oír y una voz que oponer a otras voces que gritan con más fuerza.

Sobre la mesita que se encontraba junto a la silla en la que estaba sentada Maureen había una Beretta 92 SBM, una pistola con una empuñadura de dimensiones algo reducidas con respecto al tamaño habitual, fabricada especialmente para adaptarse a una mano femenina.

Era de su madre.

Sabía que poseía una y, poco antes de salir de casa, la había cogido del cajón donde la guardaba.

Antes de apoyarla sobre la superficie de cristal introdujo con gesto decidido la bala en el cargador; el ruido del obturador rebotó en el silencio de la habitación con el sonido seco de un hueso que se rompe. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la oscuridad y tuvo una clara percepción del lugar en el que se encontraba, incluso con las luces apagadas. La mirada de Maureen estaba fija en la pared de delante, donde adivinaba, más que veía, la mancha oscura de una puerta. En una ocasión, en el colegio, aprendió que, si se mira con intensidad una superficie de color, cuando se aparta la vista queda en las pupilas una mancha luminosa del color complementario al que se acaba de mirar.

Maureen imaginó en las sombras su amarga sonrisa.

Los colores complementarios son aquellos que mezclados entre sí dan como resultado un gris sucio. Esto no puede suceder con la negrura. La oscuridad solo genera más oscuridad. En ese momento, sin embargo, la oscuridad no era el problema. Cuando llegara la persona que ella estaba esperando, llenaría de luz la habitación. Tampoco este era el problema, y tampoco su solución.

Después de recorrer un camino aparentemente interminable para matar o para no ser matados, después de un largo viaje en ese túnel donde apenas unas ridículas luces señalaban el camino, dos personas estaban al fin a punto de salir al sol. Y eran las únicas que poseían esa condición mental que representa por sí sola la palabra, el oído, la vista: la verdad.

Una era ella, una mujer demasiado asustada para saber que la poseía.

La otra, por supuesto, era la persona que ella estaba esperando.

Él, el asesino.

Un instante después de saber quién era, Maureen se apresuró a llamar a Jordan, pero el móvil estaba apagado. Jordan era la única persona a la cual podía explicarle el mecanismo por el cual había llegado a intuir la verdad. Además de él, el único que sabía lo que le sucedía a Maureen era el hermano, pero en aquel momento el alcalde Christopher Marsalis estaba demasiado cegado por su ansia de vengarse del asesino de su hijo para aceptar una hipótesis que refutara las aplastantes pruebas que incriminaban a Julius Whong.

Cualquier otra persona implicada en la investigación -Burroni, en primer lugar- después de oírla le diría que no se preocupara y que esperara donde se encontraba; poco después aparecerían unos enfermeros con una camisa de fuerza.

Tras buscar un nombre en el listín telefónico, encontró un número de teléfono y una dirección, en Brooklyn Heights. Llamó y dejó que sonara, en vano, antes de colgar.

Salió de su casa como si el mundo se acabara en pocos segundos. En la puerta se cruzó con su madre, tan guapa e impecable como si fuera a salir. La abrazó, intentando que no notara el bulto sólido de la pistola que llevaba en la cintura de los vaqueros.

La besó en una mejilla y luego la miró a los ojos.

– Tú tenías razón, mamá.

Un instante y ya había cerrado la puerta tras de sí; Mary Ann Levallier se quedó de pie en la entrada, mirando a su hija como si estuviera poseída.

Durante todo el trayecto en taxi, Maureen siguió llamando a Jordan, aunque sin éxito. Finalmente, decidió dejarle un mensaje en el contestador automático, para explicarle lo sucedido y decirle adónde se dirigía y qué se proponía hacer.

El taxista la dejó en la dirección que le había dado, en la esquina de Henry y Pierrepoint. En cuanto bajó del taxi, Maureen intentó de inmediato evaluar la situación. La calle Henry estaba iluminada por farolas redondas que desprendían una luz suave, pero en el último tramo, inexplicablemente, estaban apagadas. La primera farola de la transversal se hallaba una decena de metros más allá del límite de la casa y a aquella hora el tráfico era casi inexistente.

Bien.

De haber tenido elección, no habría podido pedir una situación mejor.

De pie, protegida por la oscuridad, observó detalladamente la fachada principal de la gran casa de dos plantas, de ladrillos rojos, que las sombras, la intemperie y la pesada arquitectura neogótica volvían lóbrega. En otro momento, Maureen la habría juzgado excesiva. Ahora, el aspecto exterior de ese edificio le parecía lo más adecuado a esa serie de acontecimientos absurdos, esa especie de Halloween al revés que en lugar de golosinas solo había traído muerte.