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La entrada estaba cubierta por una marquesina rectangular, lo bastante ancha para resguardarse incluso del temporal más violento. Tras subir unos escalones se accedía a la puerta, de madera, que tenía en la parte superior un recuadro de cristal biselado con decoraciones que recordaban las de las catedrales.

Maureen la palpó y descubrió que cumplía una función puramente estética y que no estaba hecha a prueba de golpes. Eso simplificaba mucho las cosas. Tal vez la puerta se abría a un vestíbulo desde el cual se accedía al resto de la casa. Era bastante improbable que hubiera una alarma, porque cualquier imbécil con ganas de bromear podía dispararla con solo arrojar una piedra contra el cristal.

Maureen sacó del bolsillo posterior de los vaqueros un estuche de piel, que en su momento bautizó «Casa Kit», parafraseando el nombre de una vieja cadena italiana de tiendas de decoración. Se lo había regalado Alfredo Martini, un anciano señor con un aspecto muy distinguido pero con las manos muy largas. No tenía nada que ver con ella, salvo que compartían el mismo apellido y que periódicamente se encontraban en la comisaría, cada vez que le sorprendían en apartamentos a los que no le habían invitado. En una ocasión, cuando ya se sabía que el cáncer se lo llevaría en poco tiempo, Maureen le evitó la enésima temporada en la cárcel. En señal de gratitud, él le regaló su equipo y le enseñó a usarlo. Ahora Maureen se alegraba de que lo hubiera hecho.

Normalmente lo guardaba en un compartimiento del neceser. Antes de irse de Italia, la persona que le preparó las maletas, probablemente sin saber qué era, lo dejó allí. Maureen pensó que era un auténtico golpe de suerte.

Sacó las herramientas necesarias y sin excesivo esfuerzo abrió la cerradura de la puerta, que prometía mucho más de lo que cumplía. La abrió conteniendo el aliento pero, tal como había supuesto, ninguna sirena de alarma se disparó.

Se encontró en un vestíbulo bastante amplio, con el techo alto, decorado con sobriedad. Había varias plantas ornamentales y cuadros que no alcanzaba a distinguir. En la pared que había frente a la entrada se entreveía una mesita entre dos sillas y, al lado, un cortinaje, de color indistinguible. En las paredes de la izquierda y la derecha había dos puertas de aspecto sólido por las cuales se accedía al resto de la casa.

Mientras abría la cerradura no había dejado de repetirse que lo que estaba haciendo no era prudente, no era lógico y no era legal. Cuando cerró la puerta a sus espaldas, se dijo que era humano y que con eso bastaba. No le preocupaban las consecuencias: lo que necesitaba, después de haber descubierto quién, era saber por qué.

La sala permanecía completamente a oscuras. Sin problemas, Maureen alcanzó la silla y se sentó a esperar. Tenía consigo todas las armas que necesitaba: la pistola, el factor sorpresa y la verdad.

Ahora solo faltaba él.

El tiempo pasaba con una lentitud desesperante. Sin embargo, esa espera paciente tuvo su premio.

Anunciado por una repentina claridad en el cristal, un coche se detuvo en la calle justo frente a la entrada. Oyó el ruido de una puerta que se cerraba de un golpe y poco después vio la luz de los faros que se alejaban. Luego pudo oír el eco de unos pasos que subían los escalones de la entrada y el roce de una llave introducida en la cerradura, que se abrió con un chasquido. Con la perfección de la casualidad, pasó otro coche para aportar su contribución luminosa, y en la transparencia del cristal esmerilado Maureen vio una figura de hombre que se dibujaba, incierta, a contraluz. Era así como lo había visto siempre en su imaginación: una forma vaga, descompuesta por la refracción, a la cual no había logrado dar un rostro y un nombre hasta que se abrió la puerta de su mente.

Exactamente como estaba a punto de suceder ahora. Con calma, estiró la mano y cogió la pistola que había dejado sobre la mesita; tensó los músculos del brazo para soportar el peso. El arma la tranquilizó; era solo un pedazo de metal inerte, pero también algo tangible que en ese momento necesitaba, después de todos sus obligados viajes a lo irreal.

Pasó otro coche por la calle; la puerta de cristal se abrió silenciosamente y dibujó la sombra de un hombre en el cuadrado de luz proyectado por los faros sobre el suelo. Maureen vio que el haz luminoso llegaba hasta sus pies, y rápidamente se retiró, mientras el hombre cerraba la puerta.

Luz y sombra, como en toda aquella historia sin razón ni explicación.

Después de entrar, el hombre no encendió enseguida los interruptores. Cuando lo hizo, estaba de espaldas y no vio inmediatamente a la mujer sentada junto a la pared, frente a la puerta. Maureen agradeció ese instante de pausa, que permitió que sus ojos se acostumbraran al cambio de luminosidad.

Cuando el hombre se volvió, la vio sentada ante él con una pistola en la mano, y por un instante la sorpresa lo inmovilizó. Un segundo después Maureen vio que su cuerpo se relajaba y su cara se distendía, como si estuviera viviendo un momento que de algún modo esperaba y para el cual se había preparado.

Era un asesino; sin embargo, Maureen no pudo sino sentir admiración por su sangre fría. Esa simple reacción bastó para confirmarle que sus suposiciones eran ciertas.

El hombre señaló la pistola con un gesto de la cabeza y dijo dos únicas palabras, con incredulidad.

– ¿Por qué?

Maureen, con la misma sencillez y la misma voz tranquila, respondió:

– Es lo mismo que he venido a preguntarte yo.

– No entiendo.

– Gerald Marsalis, Chandelle Stuart, Alistair Campbell.

El hombre hizo unos breves movimientos de cabeza para confirmar que había entendido. Luego se encogió de hombros e hizo un gesto como si se rindiera ante lo evidente.

– A estas alturas, ¿tiene importancia?

– Para mí, sí.

El hombre se permitió querer satisfacer una pequeña curiosidad personal.

– ¿Cómo has entrado en esta historia?

– Jamás lo creerías.

El hombre sonrió. Tenía los ojos fijos en ella, pero Maureen se dio cuenta de que no la veía.

– No tienes ni idea de las cosas que estoy dispuesto a creer…

Maureen intuyó que estas últimas palabras las había dicho más para sí mismo que para ella. La imagen que había surgido en la mente del hombre, cualquiera que fuera, desapareció tal como había llegado y él volvió a la habitación, frente a ella.

– ¿Por dónde quieres que empiece?

– Por el principio; siempre es el mejor comienzo.

– De acuerdo. Ven, vayamos allí. Estaremos más cómodos.

Manteniéndolo en la mira de su pistola, Maureen se levantó; entonces sintió que estaba a punto de suceder de nuevo. Llegó el largo y frío estremecimiento que tan bien conocía, y su piel se erizó como si de pronto se hubiera vuelto demasiado pequeña para contener su cuerpo. A su cabeza acudió el mismo pensamiento inútil de aquella otra noche: «Dios ahora no te lo ruego Dios ahora no ahora no» y después esa sensación familiar de algo que iba llegando rodando y rodando desde lejos y el ruido metálico de la pistola que caía al suelo y…

«… estoy de pie en medio de una gran habitación llena de luz que viene de las ventanas de lo alto de las paredes y camino hacia la pared del fondo y al bajar la mirada veo mis pies de color rojo contra los mosaicos claros del suelo y me aproximo a la puerta que da a la escalera y…

»… estoy en un dormitorio donde Julius está tendido sobre el cuerpo de Chandelle y la abofetea mientras se la folla, y está Alistair con los pantalones bajados mientras espera su turno y se hace una paja y también yo me estoy masturbando y…

»… estoy ante otra puerta que se abre y está el rostro bonito e incrédulo de Thelma Ross que aparece en la mirilla y poco después la empujan dentro y cae en el suelo gritando y en mi campo visual entra una mano que sostiene una pistola y…

»… estoy de nuevo delante de la puerta entreabierta de esta habitación tan luminosa y la abro y en la sombra del rellano hay una figura que avanza hacia mí y lleva un chándal y al fin consigo verla y entiendo que me habla aunque no consigo apartar la mirada de la pistola que empuña y su cara sonríe y…»