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Tal como había llegado, el momento pasó.

Maureen volvió a encontrarse tendida en el suelo, sin fuerzas, como le había sucedido siempre que los espectros de Gerald Marsalis volvían a través de ella para pedir unos instantes más de vida. Con la respiración agitada, apoyándose en los brazos, se incorporó hasta ponerse a gatas. Permaneció un momento en esa posición, con la cabeza baja, el pelo cayendo como sauces llorones junto a la cara, tratando de recobrar un ritmo normal para su corazón, que sentía latir en los oídos con el sonido sordo de un tambor.

En esa visión definitiva, Maureen logró verle la cara a la persona que mató a Jerry Kho, el pintor maldito, en el preciso instante en que entró en su casa apuntándole con una pistola.

Levantó despacio la cabeza.

Vio ante sus ojos la misma imagen de hacía un instante, esa imagen llegada en el momento inoportuno en que había perdido la noción del tiempo y del espacio. Era el mismo hombre que ahora estaba de pie frente a ella y la miraba con la cabeza ligeramente ladeada y una expresión de perplejidad. Vestía de otra forma pero, como la imagen que había visto, la apuntaba con una pistola.

47

Harmon Fowley, el responsable de Codex Security, esperaba a Jordan de pie delante de la entrada principal del Stuart Building. Parecía cosa del destino que tuvieran que verse siempre en ese lugar y a últimas horas de la tarde. Cuando Harmon vio que el hombre sentado en la moto roja que se había parado junto al bordillo era Jordan, se acercó y aguardó a que la apoyara en el soporte y apagara el motor.

Retrocedió un par de metros para admirar la 999 mientras Jordan se apeaba.

– Italiana, ¿eh? Una buena máquina.

Jordan se quitó el casco y se arregló el pelo. Estrechó la mano que le tendía el otro.

– Pues sí, una buena máquina.

– ¿Cuánto coge?

Jordan hizo un gesto de duda.

– Lo bastante para que los de tráfico no puedan apuntar el número de la matrícula.

Harmon Fowley lo miró con incredulidad, como si de pronto le hubieran salido en la cabeza un par de antenas verdes.

– ¡Joder! El intachable teniente Marsalis violando la ley.

Jordan se acordó del agente Rodríguez y de su incondicional admiración.

– Pareces uno de mis chicos. ¿Tengo que repetir que ya no soy teniente?

Fowley levantó una mano para subrayar mejor lo que iba a decir.

– Tal vez no oficialmente, pero el viejo fuego todavía arde bajo las cenizas. Creo que mereces una felicitación. Nadie ha mencionado tu nombre, pero no creo equivocarme si digo que tú has tenido mucho que ver en ello. Me enteré de que lo han cogido.

– Eso parece. Ya sabes cómo son estas cosas. En general la explicación más simple es la más acertada.

– Pero si estás aquí, sospecho que esta vez las cosas no son así.

– Exacto. Necesito comprobar un detalle esencial, y solo puedo hacerlo con tu ayuda. Te agradezco que me hayas esperado. Me estás haciendo un gran favor.

Fowley restó importancia a las palabras de Jordan encogiéndose de hombros.

– No hay de qué. Desde que me divorcié tengo mucho tiempo libre.

– ¿Cómo dice el refrán? Cuando el gato no está, los ratones bailan…

Fowley le devolvió una sonrisa sin alegría.

– Me parece que en estos momentos el gato está bailando demasiado.

– ¿La echas de menos?

Fowley respondió a una pregunta que quizá ya se había planteado en diversas ocasiones.

– Pues… qué sé yo… He pasado los últimos tres años soñando con la libertad, y ahora que la tengo no le veo ninguna gracia a llegar tarde a casa con unas cervezas de más. No tener que quitar las marcas de pintalabios de la camisa resta mucho interés a las aventuras.

Mientras hablaban, pasaron por la puerta giratoria y entraron en el vestíbulo del Stuart Building, protegido por grandes cristales. Vistos desde fuera, no eran más que dos figuras demasiado pequeñas para el enorme televisor en el que salían.

Terminados los cumplidos, llegó el momento de hablar de cosas serias.

– Por tu llamada me ha parecido que tenías mucha prisa. ¿En qué puedo ayudarte?

– Harmon, necesito echarle otra ojeada a la filmación de aquella noche. ¿Crees que es posible?

– No hay problema. Además, tienes suerte. Está de servicio Barton, el de la otra vez. Es de confianza; con él podemos estar tranquilos.

Mientras subían la escalera que llevaba al puesto de control, Jordan revivió la noche del registro de la casa de Chandelle Stuart. Volvió a ver su cuerpo delgado pegado al piano y la amargura de Randall Haze, un hombre que se creía fuerte y que, como él, había encontrado su debilidad donde menos la esperaba. El relato de Lysa, durante su último encuentro, le había herido tanto como la bala a ella. Por otro lado, había puesto en movimiento su cerebro a la velocidad máxima que puede alcanzar el pensamiento de un ser humano.

Y unos minutos después se había dicho que era un idiota.

La primera vez, cuando vieron en la filmación la figura coja de Julius Whong que cruzaba el vestíbulo del Stuart Building, llevados por el celo de los buenos investigadores y la satisfacción por las pistas que poseían, se obcecaron con aquellas certezas y descuidaron otras posibilidades. Como ocurre a menudo, optaron por las conjeturas más complicadas y olvidaron las más simples.

Sobre todo una, y era la que Jordan no se perdonaba haber pasado por alto.

Lo habían visto entrar, pero no lo habían visto salir.

Cuando todavía era un policía en funciones, se ejercitaba para no caer en esas trampas. Ahora que ya no lo era, tal vez se había descuidado. O tal vez estaba olvidando de nuevo la hipótesis más simple y sencillamente le importaba un bledo ser policía.

Sin embargo, debía cerrar aquella historia antes de…

«¿antes de qué?»

Llegaron frente a la mesa a la que estaba sentado Barton, y con ello evitó tener que despejar una incógnita que lo perseguía.

Fowley se volvió hacia el hombre sentado al escritorio, cuyo rostro estaba iluminado por el reflejo de las pantallas.

– Barton, mi amigo quisiera mirar las filmaciones de la noche en que mataron a Chandelle Stuart. De todas las entradas. ¿Es posible hacerlo ahora?

– Sí. Venid conmigo.

Barton se levantó del sillón de piel y los precedió hacia un despacho situado a la izquierda del puesto de control. Dentro, sobre la pared opuesta a la puerta, había unos estantes sobre los cuales estaban ordenadas las cubiertas de las filmaciones. En el centro de la sala había un escritorio con un monitor encendido y un ordenador conectado a un aparato que parecía un lector digital.

– Esta es la oficina donde conservamos los discos y donde los formateamos para volver a utilizarlos.

Barton se acercó a los estantes y poco después dejó sobre el escritorio dos estuches de plástico negro.

– Aquí están. Estas son las imágenes de las cámaras de las dos entradas esa noche.

Jordan se acercó a un sillón de oficina puesto contra la pared y lo giró hacia el escritorio.

– Muy bien. Creo que ahora me las arreglaré solo. No hace falta que os quedéis conmigo; estaré un buen rato y no quiero robaros tiempo.

Tanto Fowley como el otro empleado captaron que Jordan prefería mirar las filmaciones a solas. Barton señaló el ordenador.

– ¿Sabes cómo funcionan estos programas?

– Creo que sí.

– Para reproducir las filmaciones funciona más o menos como un lector doméstico común.

Jordan se sentó en el sillón y encendió el ordenador y el monitor.

– Creo que sabré arreglármelas.

Con un gesto de asentimiento con la cabeza, Barton salió de la oficina. Fowley vio que Jordan estaba absorto y ya no estaba con ellos. Apoyó una mano en su hombro.