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– Bien, Jordan. Sea lo que fuere lo que buscas, espero que lo encuentres… o no lo encuentres, según más te convenga.

Antes de continuar, mientras esperaba que el ordenador acabara de iniciarse, Jordan hizo girar el asiento de modo que pudiera verle la cara.

– Te lo agradezco, Harmon. Eres un amigo.

– No hay de qué. Le diré a Barton que te dé cualquier cosa que necesites.

Jordan se quedó mirándolo hasta que cerró la puerta a sus espaldas. Poco después se volvió y cogió el estuche de la primera filmación; sacó el disco y lo introdujo en el lector. Inició el programa señalado en la pantalla con el icono «DVD Player» y dio comienzo a la reproducción.

Para ahorrar tiempo, examinó los dos discos con el avance rápido. Por suerte era un programa excelente, combinado con un aparato excelente, y las imágenes se veían sin los saltos habituales de los aparatos domésticos.

Poco más de una hora después había terminado.

Fue grotesco y trágico a la vez volver a ver de ese modo la figura coja del asesino, que la reproducción acelerada hacía ridícula, mientras se dirigía a cumplir su misión de muerte.

Observó cada detalle de las filmaciones de doce horas que repetían hasta entrada la noche la imagen de las puertas desiertas, excepto alguno que otro noctámbulo que regresaba a casa tras una noche de juerga. Según la hora que indicaba el reloj de la filmación, solo hacia la mañana la escena comenzaba a animarse.

Había corredores que salían al alba hacia Central Park, hombres vestidos de gris con un maletín en la mano, una pareja con maletas y aspecto de salir de vacaciones, y otras muchas diversas y coloridas escenas.

A medida que se acercaba la hora de apertura de las tiendas y las oficinas, las entradas y salidas se intensificaban, hasta convertirse en las habituales en un lugar como el Stuart Building.

Jordan no encontró rastros de lo que buscaba. Ninguna figura coja, quizá semiescondida tras alguna otra, que intentara pasar inadvertida por alguna de las entradas.

Según lo que había visto, ese hombre había entrado en el edificio pero no había salido.

A menos que…

Jordan volvió a pasarlo todo desde el principio. Otra vez proyectó el primer disco y redobló la atención, hasta que en cierto momento le atrajo algo que le hizo pulsar de golpe la tecla de pausa.

Volvió atrás y comenzó a reproducir la filmación a velocidad normal. Miró la hora que indicaba la pantalla. Las imágenes que veía correspondían a las siete y media de la mañana.

Una figura de hombre, con un traje oscuro, cruzaba la entrada principal hacia la salida, intentando dar siempre la espalda a la cámara. Jordan había reparado en él -aunque se confundía entre la gente que comenzaba a llenar el vestíbulo- por el modo ilógico en que se veía obligado a avanzar para mantener esa posición.

Y en determinado momento ocurrió algo.

Un tío robusto y calvo que venía en dirección contraria, hablando con una persona que lo acompañaba, distraído o quizá engañado por ese modo de andar imprevisible, dio con la espalda contra el hombre del traje oscuro que se dirigía hacia la puerta giratoria. El golpe hizo que se volviera y mostrara por un instante la cara a la cámara.

Jordan se apresuró a poner el lector en pausa y llevó la imagen hacia atrás, fotograma a fotograma, hasta tener ese rostro en el centro de la pantalla.

Tardó un instante en encontrar en la barra de herramientas la función del zoom y, tras un par de tentativas, logró llevar hasta el primer plano la figura que había detectado. A pesar del grano de la ampliación, se encontró ante una cara que conocía.

El corazón le dio un vuelco.

Si todo había ocurrido como sospechaba, esa persona había esperado toda la noche en la escalera para poder salir sin que la vieran, mezclándose con la gente de la mañana. Un montón de pequeñas confirmaciones y detalles pasados por alto cayeron como un lubricante sobre el mecanismo que tenía en la cabeza, que en ese momento manejaba hipótesis y pensamientos.

Para llegar a una conclusión con un razonable porcentaje de acierto, todavía había algo que necesitaba confirmar, y para hacerlo debía subir al piso de Chandelle Stuart.

Salió de la oficina y se acercó al puesto de control, que estaba lleno de pantallas que repetían imágenes similares a las que él acababa de ver.

– Barton, ¿el piso de la señora Stuart todavía está sellado?

– No, lo quitaron hace unos días.

– ¿Tienes el código?

– Sí.

– Necesitaría echar una ojeada. Si lo prefieres, manda a alguien que me acompañe; no quiero causarte problemas.

Barton cogió un pequeño papel amarillo que tenía delante, apuntó deprisa un número y se lo dio.

– El señor Fowley dijo «cualquier cosa». Salvo mi culo, esto también entra en la lista.

– Gracias, Barton. Eres un buen tipo.

Poco después, tras una pequeña sacudida, el ascensor lo dejaba en el piso de Chandelle Stuart. Entró en la sala y se encontró con las marcas blancas dejadas por la brigada científica que delineaban la posición del cadáver.

Tenía razón el médico forense. Realmente parecía un gag de Mister Bean.

Era la primera vez que en la escena de un crimen veía que, junto con la silueta del cuerpo, habían dibujado también la de un piano. Echó una mirada a su alrededor. La casa seguía siendo la misma, pero ya no flotaba una sensación de espera en el aire. Solo una ligera capa de polvo sobre los muebles, que crecería cada vez más hasta que el apartamento se subastara y su valor aumentara el patrimonio de la Fundación Stuart.

Sin dignarse echarle una ojeada pasó ante el cuadro de Gericault y se dirigió hacia el estudio y la parte de los dormitorios.

También esta vez, lo que buscaba era tan normal que nadie se habría molestado en esconderlo, e incluso intentaría tenerlo lo más a mano posible. Comenzó por los cuartos de baño, luego pasó a los dormitorios y a continuación examinó todos los muebles de la casa que tuvieran cajones.

Nada.

Pero, mientras buscaba lo que no encontraba, encontró lo que no buscaba.

En un cajón del estudio había algunos historiales médicos. Jordan los observó un momento; luego los cogió y los puso sobre la mesa. Los examinó uno por uno. La mayoría eran informes de análisis y controles periódicos, pero, para su sorpresa, encontró uno que podía explicar muchas cosas.

Hacía un rato había recordado que Chandelle Stuart, en la foto del anuario del college, llevaba un par de gafas, y por su posición podía verse que el cristal era grueso. En su casa, sin embargo, no había rastro de gafas ni de estuches de lentes de contacto ni de frascos de la solución salina que suele usarse para lavarlos.

La carpeta que ahora miraba Jordan informaba del éxito de una operación quirúrgica para reducir la miopía, efectuada con láser en el hospital Holy Faith.

Estaba confundido, y para aclarar sus ideas necesitaba hablar con la persona a la que había visto en la filmación y que salía del Stuart Building la mañana después de la muerte de Chandelle Stuart. Quizá fuera solo una casualidad y hubiera una explicación razonable; no obstante, tenía curiosidad por saber qué hacía en ese lugar a esa hora y justo ese día.

Era una pregunta que solo podía responder él, el elegante e irónico profesor William Roscoe, que con toda probabilidad era también la persona que había pedido unos cheques al Chase Manhattan Bank con el nombre de John Ridley Evenge. Podía ser una casualidad, pero si se escribía el segundo apellido con la inicial, como se suele hacer en Estados Unidos, se convertía en John R. Evenge.

Revenge.

Venganza.

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– Venganza. Ese es el único motivo. Y creo que nadie mejor que tú puede comprenderlo.