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Maureen guardó silencio, tratando de no dejarse atraer e hipnotizar por el ojo negro de la pistola que la apuntaba.

La voz de William Roscoe se hizo insinuante, descriptiva, pérfida.

– Dime una cosa, Maureen. Cuando ese asesino mató a Connor Slave ante tus ojos, junto con el dolor ¿no nacieron al mismo tiempo en tu interior un odio atroz y el deseo obsesivo de vengarte? ¿No sientes en este mismo momento el deseo de tenerlo frente a ti y hacerle pagar todos los sufrimientos que has pasado y que deberás soportar durante el resto de tu vida?

«Sí, con todas mis fuerzas», pensó.

– Sí, pero no es algo que realmente me corresponda hacer a mí -mintió.

Roscoe sonrió.

– No sabes mentir, Maureen. Se ha encendido la luz del odio en tus ojos. Sé reconocerla, porque conozco el odio y porque esos ojos te los he dado yo.

Aunque la tenía en su poder, por un motivo que no conseguía comprender, William Roscoe se quedó perplejo durante unos instantes, como si decidiera qué camino seguir, y esperara que Maureen se recobrara por completo y se levantara del suelo.

– ¿Estás bien?

Incluso en esa situación su voz expresaba la preocupación del médico. Maureen respondió con un movimiento de cabeza; la voz todavía se escondía en su garganta.

Cuando se puso de pie, Roscoe le señaló con el cañón de la pistola la cortina que había detrás.

– Allí.

Maureen la apartó y descubrió que, del otro lado de la cortina, la habitación se prolongaba por un pasillo estrecho hacia el resto de la casa. Notó el cañón de la pistola apoyado en su espalda. A la escasa luz que pasaba entre las cortinas abiertas, le pareció adivinar, en el otro extremo, la silueta de una puerta de cristal que daba a una galería. No logró confirmarlo, porque Roscoe le ordenó que se detuviera ante otra puerta, sobre la pared izquierda, en la que incluso a pesar de la penumbra se veía un pesado blindaje.

Roscoe se acercó a un aparato adosado a la pared, junto al umbral; apoyó la palma abierta de la mano en un visor, y la puerta de seguridad se abrió. La luz se encendió automáticamente e iluminó una escalera bastante empinada que bajaba.

Como antes, William Roscoe le indicó la dirección.

– Baja.

Maureen le precedió por dos tramos de escalones que llevaban al subsuelo y desembocaban en un enorme espacio embaldosado de blanco, que ocupaba todo el semisótano de la casa. Cuando se asomó a la pequeña galería con barandilla que había inmediatamente después de la puerta, se quedó impresionada. Iluminado por la luz de los plafones que estaban arriba, había ante ella un auténtico laboratorio de investigación, lleno de máquinas e instrumentos que no sabía para qué servían pero que daban la impresión de ser muy costosos y avanzados. La pared de la derecha estaba ocupada por un largo mostrador sobre el que había varios ordenadores y un enorme microscopio electrónico conectado a monitores de fibra óptica. En el centro, como una isla, otro espacio de trabajo ocupado por equipos especiales para usar en zonas esterilizadas. La pared de la izquierda era, hasta la mitad de su longitud, un cristal opaco; al otro lado se adivinaba un espacio refrigerado, iluminado por luces azuladas de neón.

– Mi laboratorio privado, la cueva de Fausto. Bonito, ¿verdad?

Después de bajar los últimos escalones, Roscoe indicó con un gesto de la mano izquierda todo lo que los rodeaba. Pese a ello, Maureen observó que la dirección de la pistola no se había apartado ni un milímetro de su estómago.

– Es en lugares como este donde se revoluciona la ciencia. Aunque a veces solo sea una ilusión.

Señaló el gran vidrio, del otro lado del cual hasta la luz de neón parecía congelada.

– Eso que ves es en realidad solo un gran frigorífico, alimentado con nitrógeno líquido, donde se conservan los embriones ultra congelados a unos doscientos grados bajo cero. A esa temperatura, una rosa se rompe como si fuera de cristal y un ser humano que aspirara una bocanada de aire no viviría lo suficiente para exhalarla.

Maureen observó, al lado del frigorífico, unas bombonas presurizadas sobre las que había unos manómetros, de los cuales salían gruesos tubos que se introducían por un costado de la maquinaria y seguían en el interior de la sala frigorífica, de modo que la temperatura se mantuviera constante. Mientras hablaban atravesaron el laboratorio hasta la pared opuesta a la entrada. Roscoe la obligó a sentarse en un sillón con ruedas colocado ante un ordenador. Desapareció de su campo visual, le pidió que pasara los brazos por detrás del respaldo y le sujetó las manos con cinta adhesiva alrededor de las muñecas.

Luego volvió a situarse frente a Maureen, con una expresión de conmiseración por la mezquindad del mundo.

– Todos los científicos cometen un error. Persiguen el conocimiento esperando que un día la ciencia los haga semejantes a Dios. Qué estúpidos.

Roscoe la miró a los ojos y Maureen, por primera vez, tuvo la certeza de ver en ellos la llama de la locura.

– Cada nuevo conocimiento no hace más que ponernos ante una nueva ignorancia. Una espiral sin fin. Lo único que puede hacernos superiores a Dios es la justicia.

Maureen lo contradijo antes de reparar en la pertinencia de sus palabras.

– Sin embargo, la justicia humana es la única con la que contamos.

– Lo único con que pueden contar los seres humanos es con la ley. Y aplicando la ley no siempre se obtiene justicia.

Se apoyó con descuido en el mostrador que estaba a sus espaldas; sostenía la pistola con la mano derecha y la observaba como si fuera un extraño adorno en vez de un arma. Cuando al fin Maureen le preguntó el motivo de todas aquellas muertes absurdas, la respuesta fue seca, concisa, punzante como su significado.

– Venganza.

Y ahora había llegado el momento de rendir cuentas, cuando ambos mostraran sus cartas y cada uno tuviera la respuesta que buscaba.

Maureen solo quería saber por qué, y Roscoe solo quería saber cómo.

Fue él el primero en hablar, con voz distraída, casi indiferente.

– ¿Quién sabe que estás aquí?

– Nadie.

– ¿Por qué motivo debería creerte?

– El motivo está estrechamente ligado a la forma en que descubrí que fuiste tú quien mató a Gerald Marsalis.

– ¿Es decir?

Maureen contaba con que, tarde o temprano, Jordan escucharía su mensaje y actuaría en consecuencia. Roscoe era un asesino pero sobre todo era un médico y un científico. Había un solo modo de ganar tiempo: estimular su curiosidad contándole la singular experiencia que había vivido como consecuencia directa de la intervención que él le había practicado.

– Te parecerá increíble, pero te he visto mientras lo matabas.

Roscoe la miró un instante, como si de pronto se hubiera prendido fuego ante sus ojos; luego soltó una carcajada.

– ¿Que tú me has…? Por favor, no me hagas reír.

– Acabo de hacerlo. Te lo dije, pero no me creíste. ¿Recuerdas cuando te telefoneé para preguntarte si conocías la identidad del donante?

– Sí, lo recuerdo muy bien.

– Creo que la persona a la que le extrajeron las córneas que has utilizado en mí era Gerald Marsalis.

– ¿Y por qué crees eso?

– Porque cuando abrí los ojos empezaron a atormentarme… y el término es exacto… ciertas imágenes de su vida.

– ¿Me tomas el pelo? ¿Piensas que estás en un episodio de Expediente X?

– Desde luego que no. En ese caso me habría bastado apagar el televisor para que terminara todo. Pero no ha sido tan simple.

– Maureen, como científico me veo obligado a creer solo en lo que toco y en lo que veo con mis propios ojos.

– Esta vez deberás creer lo que he visto yo con los ojos de otro. Estoy aquí y me parece prueba suficiente. Hace poco, cuando caí al suelo frente a ti, tuve uno de esos momentos. Y te vi de nuevo. La puerta de la casa estaba cerrada. Llevabas un chándal de felpa con capucha y, cuando Gerald abrió, saliste de la sombra del rellano con una pistola en la mano. Él estaba completamente pintado de rojo.